CAPITULO II
EL EMBARQUE
Lord William Sentheyr, se enfundaba una oscura capa y embozado cual criminal, salía de la casa de campo en que había tenido lugar la reunión con los cabeza de familia, de las siete familias implicadas en la fuga a Nueva Inglaterra. Por causa de su religión, el rey le había confiscado sus tierras y su título y se veía mendigando en casa de cada familia puritana, que le servían con gusto. Sabían que cuando llegasen a las costas americanas, él sería el más influyente. Conocía a John Winthrop, que lideraba la operación de fuga de Inglaterra. Se rumoreaba que William Laud, iba a ser nombrado arzobispo de Canterbury y eso supondría la cruenta persecución y ejecución, tanto de papistas, como de disidentes de la Iglesia Anglicana, como de ellos mismos. Huir era la única salida que les quedaba. Lord Sentheyr se introducía en una carroza que evidenciaba el paso del tiempo y el excesivo uso, y daba dos golpes en el techo de esta, para que el cochero en el pescante, supiera que podía salir de allí. Se desprendió de la capa y dejó al descubierto, un jubón de terciopelo negro, con botonadura de oro y unas calzas del mismo color, enfundadas en sendas botas de cuero negro y brillante. Sus manos, de un extraordinario y marfilíneo color, aferraban un bastón de madera de ónice la diestra, y un pequeño pergamino la siniestra. Su cabeza, iba cubierta por un sombrero cilíndrico de terciopelo, también negro, al más puro estilo español, de la época en que esta, marcaba la tendencia del vestir entre los nobles de otros reinos, que se tenían por modernos y bien ataviados. Habría de abandonar tales lujos, de los escasos que le quedaban y vestir atuendo de puritano, sin excesos, ni adornos superfluos. Pero de momento, le ayudaba a pasar desapercibido entre el gentío de la hacinada Londres y a ser respetado, como lo que fue, más que por lo que ahora era. En general, de no encontrarse con otros nobles, la plebe ignoraba, si en verdad ostentaba título en ese momento concreto, o por el contrario le había defenestrado el rey…
La carroza traqueteó por senderos de piedra, alzados por los romanos y ensanchados por los trabajadores del rey, y le adormeció mientras escapaba de aquella casucha, perdida en medio de la nada. La campiña inglesa comenzaba a despertar a esas horas, y los árboles definían sus siluetas, de noche siniestras, aportando lugar donde esconderse. Se desperezó lentamente y desenrolló el pergamino, que ahora yacía en el asiento junto a él. Catorce familias, estarían siendo ya recogidas en catorce puntos distintos. El resto, hasta veintiuna, estaban ya a bordo de una de las dos naves que saldrían para Nueva Inglaterra. A él le tocaba recoger a la de Jonathan Wox y a la de Sendon Laidors, estarían una en el muelle en la esquina de Orange Street con Towerking Street, y la otra la de Laidors, en la manzana aledaña. Estaban a poco menos de media hora en coche, del punto previamente seleccionado y sin embargo, sus nervios se tensaban como cuerdas de arco. Llovía copiosamente y el agua repiqueteaba contra el cristal del coche, como luchando por abrirse paso hasta Lord William. En su mente bullía una idea, un sueño irrealizable, que se estaba convirtiendo en realidad, por la mano de Dios todopoderoso, que les prestaba su gracia, a fin de que le pudiesen adorar como ellos deseaban y Él mandaba. La ciudad de Londres, apareció como una gema débilmente iluminada, que anhela ser limpiada y pulida, por un joyero hábil, y al entrar en las calles sucias y malolientes, se tapó la nariz y la boca, con un pañuelo perfumado, que extrajo de la faltriquera de su jubón. El cochero, que tenía órdenes estrictas, se introdujo entre dos calles, que casi aprisionaron el coche, para salir a una mal llamada plaza, donde algunos niños harapientos, jugaban entre montañas de tierra, escombros de casuchas derruidas y bebían a morro, de una fuente inclinada, y que amenazaba con desarraigarse de la tierra misma. Allí debía esperar a Sir Anthony Parson, el armador puritano que prestaba sus barcos, para los demás miembros de la congregación, que iban en pos de la libertad de culto.
Un coche destartalado y de maderas que crujían lamentando existir aún, llegó a su altura y de su interior descendió un adusto varón, ataviado con jubón y calzas azul marino y gorro de estilo escocés, que se ocultaba parcialmente, bajo una capa raída de color marrón.
-Estamos en el punto tres L…-fue a pronunciar el título de William, cortando la palabra antes de ser expulsada por su rebelde boca.-perdón, conmigo viajan los tres miembros de la familia Maccarthy. Hemos de darnos prisa y concluir la “recolección” antes de que amanezca por completo, de lo contrario, el puerto se llenará de soldados.
Lord William no dijo nada, y por toda respuesta se limitó a asentir con la cabeza y a introducirse de nuevo en el coche, para salir sin pausa con rumbo fijo hacia el muelle del Támesis. El coche de Parson, le siguió entre crujidos y traqueteos que avisaban de que en un momento, tiempo esperado, se desmontaría por completo. Llegar fue lo más sencillo, pero recoger a los Wox y a los Laidors iba a ser más difícil. El muelle era recorrido por dos rondas, el rey había ordenado doblar la guardia y no permitían el acceso, a nadie que no portase el salvoconducto real, expedido por el rey en persona y lacrado con su sello.
-¿Qué haremos?, así es imposible atravesar esa línea de soldados del rey…-se quejó sir Anthony.
-Si el rey no nos permite salir, imitaremos a Moisés, e iremos en pos de dios. Él nos escuchará y esas dos familias vendrán, de una u otro forma, a nuestra presencia. Faraón fue más terco y sin embargo El Señor le derrotó, protegiendo a su pueblo, para que este saliese de la esclavitud de Egipto.
-No estamos en una situación muy diferente Lord William, que si no sucede algo a nuestro favor y pronto, esas dos familias lo van a pasar muy mal.
-¡Fe!, ¡fe!, orad por ellos y tened fe…eso hago yo mientras pienso.
Jonathan se daba perfecta cuenta, de que el rey estaba al acecho y sospechaba que algún miembro de su Iglesia, había sido capturado y le habían hecho hablar bajo crueles torturas, para delatar su presencia aquella noche crucial. No acertaba a comprender nada, que no entrase en los parámetros que él manejaba. Miraba de hito en hito, a ver si algún embozado caballero, de los pocos que pasaban por delante y a la carrera, para librarse en lo posible del aguacero que caía de los cielos, era el que les tenía que conducir, al navío que les llevaría al nuevo mundo. Él también notó el aumento de soldados en el muelle, y se decidió a avanzar algo, pegado a la pared con su esposa detrás, llevando en sus brazos a la hija de ambos y con el joven John tras ella. No quería irse lejos, por no correr el riesgo de que llegasen por ellos y no les hallasen.
Cinco naves, atracadas en el muelle de San Andrés, se balanceaban al capricho del viento que las zarandeaba y como regalo de La Providencia, un terrible aparato eléctrico envolvió estas y al muelle entero con ellas. Los soldados buscaron refugio, bajo el ancho alero de una casucha, que era la esquina que daba al muelle y junto a ellos, una mujer y dos niños se removieron inquietos, eran los Laidors que temblaban ahora, no de frío sino de miedo. Su esposo había ido a ver si los Wox que vivían cerca estaban en algún lugar cercano o en su casa.
-Pero mujer ¿Qué hacéis con esas dos criaturas en plena calle bajo esta tormenta?-le preguntó el teniente de la guardia nocturna.
-Ay señor, que mi hermana ha dado a luz y tengo que ayudarla a cuidar de sus hijos, pero mi esposo se tarda, iré por él si su merced me lo permite…
-Id mujer id, pero abrigad a esos hijos de Dios y marchad pegados a la pared, que este viento del diablo, amenaza llevarse a los que servimos a Dios.
Mentalmente Elizabeth, pidió perdón por le media verdad que le dijese al soldado y corrió cuanto pudo, en dirección a la casa de los Wox, para tratar de encontrarse con su marido y con ellos mismos. El agua les empapaba y solo cuando vieron a Sendon Laidors que llegaba a su altura, se sintieron aliviados.
-Ay esposo mío, qué miedo hemos pasado…esto está lleno de hombres de armas…les he dicho que íbamos a ayudar a mi hermana que acaba de dar a luz para cuidar a sus niños, El Señor sabrá perdonar mi media verdad, que ha dado a luz, pero murió en el parto y descendencia no tiene.
-Calmaos esposa mía, que hemos de salir de este Egipto que nos somete y cuando estemos a salvo, Él sabrá en su inmensa misericordia, perdonar el error de su sierva.
No le dio tiempo a más porque Sir Anthony y Lord William llegaban hasta ellos en aquel instante y les aferraban del brazo para conducirles hasta “El Aurora” y “La Misericordia”. Corrieron como almas que lleva el diablo, bajo la lluvia torrencial que inundaba ya calles enteras y penetraba en las casas, y a salvo de las espadas del rey, llegaban a la pasarela del “Aurora”.
-¡Subid, subid! Hay que salir en cuanto amaine un poco la tormenta que Dios envía para protegernos.
Las dos naos estaban aparejadas y listas para abandonar el muelle en cuanto el tiempo se calmase lo más mínimo. Su capitán estaba acostumbrado a peores tormentas tropicales, que lo habían agitado en el mar caribe más de una vez. Tras subir las dos familias, ordenó retirar la pasarela y dos marineros, cumplieron la orden con gusto. Aún tardó un par de eternas horas, antes de que la tormenta amainase lo suficiente, como para emprender el viaje desplegando velamen. Soltaron las estachas del muelle y las dos naos se separaron de él llevadas por la marea. Cuando ya dejaban atrás el muelle, vieron cómo se congregaban en este, numerosos guardias reales. Habían escapado justo a tiempo.
CAPITULO III LA TRAVESÍA En el camarote del capitán Lord William, y Sir Anthony, recibían ropas secas y otro tanto, hacían con los varones, que llegaban chorreando. Las tres mujeres y los seis niños, fueron llevados a uno de los camarotes, habilitados en la cubierta inferior, para que las mujeres estuviesen cómodas, a salvo de miradas lujuriosas. Las maderas de los navíos, humedecidas por las sucias aguas del Támesis, se dejaban acariciar, y navegaban una tras otra, como cisnes que huyen de jaula de hierro. Los capitanes, daban orden de soltar velamen una hora más tarde, y sus velas se hinchaban para insuflar vida renovada a los dos barcos, que salían del estuario del Támesis, introduciéndose en mar abierto, para dar forma a las esperanzas de un grupo de familias, que aspiraban a ser libres, adorando a su dios, en una tierra virgen, que Dios, a modo de Tierra Prometida, les ofrecía como lugar donde morar por tiempo indefinido. -Señor
CAPITULO IVUN NUEVO HORIZONTEEl mar semejaba ser un lago cristalino y azulado, inofensivo, si no fuese porque aún permanecía latente, como un dolor penetrante, la desaparición, al ser tragado por él, de aquel joven marinero del “Aurora”. La tripulación se afanaba en recomponer aquellas partes del navío que habían sido dañadas, y los dos carpinteros de a bordo, no daban abasto. Una vela se había rajado en vertical de arriba abajo y había que sustituirla por otra. Y la cubierta, estaba llena de algas negras, y restos de tablazón, arrancado de cuajo, por la furia de la tormenta. En los camarotes inferiores, donde las mujeres y los niños esperaban acontecimientos, la calma, había aportado un poco de paz y los más pequeños, ya no lloraban abrazados a sus madres.-Señor los daños no son importantes pero si numerosos…-le rendía informe el contramaestre Mason, al capitán.-Que cambien la vela mayor, y comprueben los cabos y los palos. No quiero sorpresas desagradables al respecto. Y
CAPITULO VLA REUNIÓNLa débil luz de la vela, iluminaba apenas el pergamino en el que escribía con letra nítida y trazo firme, Jonathan, sus impresiones sobre aquella improvisada huida de Inglaterra. La pluma se deslizaba produciendo un suave chirrido al rasgar el papel, depositando la tinta negra en él y su menta se sumergía en cada palabra. -“He de dejar en pocas letras, mis sentimientos más recónditos, y mi pesar más triste, al relatar como huimos de la tierra de la que brotamos, para ser desarraigados por la mano de un rey cruel, que no ceja en su empeño, por extirpar la adoración a Dios, por no depender esta de su corona. Recorremos el mar, como hijos del exilio, en busca de una tierra que se nos promete amplia y libre…”Unas pisadas fuertes, sobre la maltratada madera de la nao, acercándose, le sacaron de su abstracción y le devolvieron a la realidad. Era Lord William, que golpeaba dos veces la puerta del camarote antes de entrar, como era costumbre en él. Ya había aprendido
CAPITULO VILA BATALLA POR LA LIBERTADEl galeón inglés, impertérrito, siguió cortando con su dañada proa el agua amenazadoramente. Y cuando la nao viró en redondo, para presentar el costado de estribor, recibió una andanada que reventó parte de la popa. Un gran agujero en esta, dejó al descubierto el camarote del capitán y el suelo lleno de peligrosas astillas. No tardó en estar aparejado a la nao y sus marineros echaron los garfios de abordaje, para amarrarlo y pasar a esta. Los marineros apenas opusieron resistencia y pronto los tripulantes del “Revenge” estaban encadenando a los varones y esposando con cuerdas, las manos de las mujeres y niños, que iban a ser trasladados a este. Los cadáveres de tres marineros y dos puritanos, tirados en posiciones imposibles en la cubierta y el cuerpo de otro marinero, que colgaba de un flechaste al que se había enganchado, tras morir de un certero disparo efectuado desde el galeón inglés, conformaban una dramática imagen de la derrota sufrida. E
CAPITULO VIICOMPARTIENDO LA FELa totalidad de la tripulación y del pasaje, se había dado cita aquella noche, en la cubierta superior. Llevaban velas en las manos y esperaban las palabras de quién era conocedor de las santas escrituras y les conducía a modo de Moisés a una nueva tierra prometida, que manaba leche y miel, espirituales. Que les daría del fruto de su trabajo en paz, todo lo que el Creador había hecho que produjese la tierra para sus hijos amados. Un cielo tachonado de brillantes estrellas, acompañaba el acto. Las llamas de los velones que rodeaban el palo mayor, iluminaban un área especialmente preparada para que varios de los miembros de la Iglesia congregacionista hablasen abiertamente a sus demás hermanos. Entonces, en medio de un silencio sacrosanto, John Winthorp se adelantó y mirando de frente a sus hermanos comenzó a hablarles.-Hermanos en la fe…hoy hemos de dar gracias a Dios nuestro Señor, por habernos salvado de las manos profanas y sangrientas de los enviado
CAPITULO VIIILA GUERRA DE DIOSEl almirante Don Fernando Ruiz Contreras, veía desde el castillo de proa de su galeón, la nave almiranta de los de carreras de Indias, como se iba cargando todo el bagaje y los pertrechos, que se precisaban para proseguir viaje a Cádiz con la plata de las Indias. A su lado Don Fadrique de Toledo Osorio, capitán general de la armada del Océano, escrutaba el mar, casi a espaldas de Contreras. Le preocupaba la posible traición del empobrecido rey Carlos I, que acababa de firmar la paz con Felipe IV y no dejaba de pensar tampoco en los holandeses, que en paz desde hacía un año con España, podrían ver una oportunidad de hacerse con un botín, capaz de resarcir sus depauperadas arcas. Los palos de los galeones semejaban ser un auténtico bosque de robles, que elevaban sus velas, como ofrendas a un Dios invisible. Los tres navíos llegaban con todo el velamen que les quedaba desplegado, y se dejaban ver en el horizonte con la timidez que aporta la lejanía. Fue
CAPITULO IXALIADOS INESPERADOSEl capitán español, viendo que el temor se apoderaba de los fugitivos de la nao, se decidió a hablarles con franqueza. No quería un motín en aquel instante en que la flota de indias transportaba el oro de las Américas a la metrópoli española del sur, Cádiz.-Caballeros, espero que este rescate sea el principio de una relación, sino de amistad debido a nuestras creencias, al menos si de respeto mutuo. Esta flota se dirige a España y no podemos dedicar más de una de las naves de guerra a escoltarles, pero les dejaremos bien armados y con pólvora suficiente como para llegar allá a donde se dirijan. No teman, no matamos indiscriminadamente como la propaganda inglesa hace correr, para crear el terror entre quienes no conocen bien, a los marinos del rey de España. Capitán Camron, dad las órdenes pertinentes, para que se repare el navío, mis hombres ayudarán. Deseo hablar con vos en privado.El capitán Alonso de Matrán quería cerciorarse de que la nave holand
CAPITULO IXALIADOS INESPERADOSEl capitán español, viendo que el temor se apoderaba de los fugitivos de la nao, se decidió a hablarles con franqueza. No quería un motín en aquel instante en que la flota de indias transportaba el oro de las Américas a la metrópoli española del sur, Cádiz.-Caballeros, espero que este rescate sea el principio de una relación, sino de amistad debido a nuestras creencias, al menos si de respeto mutuo. Esta flota se dirige a España y no podemos dedicar más de una de las naves de guerra a escoltarles, pero les dejaremos bien armados y con pólvora suficiente como para llegar allá a donde se dirijan. No teman, no matamos indiscriminadamente como la propaganda inglesa hace correr, para crear el terror entre quienes no conocen bien, a los marinos del rey de España. Capitán Camron, dad las órdenes pertinentes, para que se repare el navío, mis hombres ayudarán. Deseo hablar con vos en privado.El capitán Alonso de Matrán quería cerciorarse de que la nave holand