Capítulo 1

El señor Francisco comenzó a sacar la cuenta de toda la compra, extendió la bolsa a Emely y sacó una libreta en mal estado con hojas arrugas, buscó la cuenta entre el montón de números y tachones, hasta llegar a una suma bastante extensa en la cual, al final, donde parecía que no cabía un número más, escribió una cifra que le pareció muy elevada a Emely.

La jovencita notó que hacía falta la cartulina y los marcadores.

—Señor Francisco —llamó la joven—, ¿no tiene marcadores y cartulina?

—Sabes que yo no vendo eso.

—Pe-pero, su esposa sí.

El hombre dejó salir un bufido y alzó la mirada de la libreta.

—Esa es mi esposa y ella no fía —aclaró de mala gana—. Eso ya te toca comprarlos.

Emely acentuó con la cabeza, sus mejillas se ruborizaron en gran manera y sentía un impulso de salir corriendo de aquella tienda.

—Dile a tu mamá que, si mañana no me paga, ni se aparezca por aquí, que vea cómo come en estos días —gruñó el hombre—. Lo único que hace es pedir y pedir, pero no paga.

—Sí, señor —aceptó Emely.

El hombre cerró la libreta con sequedad y observó fijamente a Emely, barriéndola de pies a cabeza.

—Piensa en lo que te dije —agregó y sonrió débilmente.

La mirada de la jovencita trataba de enfocarse en un lugar donde no viera el rostro de aquel hombre y, además, no tuviera a la vista a Ian; le parecía vergonzoso, estaba siendo humillada frente a él.

Emely salió a gran prisa fuera de la tienda sin despedirse del joven. Al ya haber cruzado la carretera, sintió un gran alivio invadir su cuerpo. Aparte del sonido de los carros que pasaban a gran velocidad, se escuchaba el cántico de los sapos y los grillos en el montecillo a su derecha; era un camino un poco solitario y oscuro que debía pasar para llegar a su casa.

Aquella callejuela antes de cruzar para adentrarse al barrio, le gustaba a Emely, era bastante tranquila y trataba de hacerla larga y duradera, no le gustaba estar en su casa. Prefería caminar, adentrarse en sus pensamientos y a veces dejar salir sus lágrimas.

Esa era una de las noches donde sus lágrimas rodaban por su rostro con rapidez y el nudo en su garganta la torturaba. Caminaba con pasos muy cortos y lentos, la cabeza inclinada, observando sus viejas sandalias negras.

Al llegar a su casa, su madre la recibió dándole manotones en su espalda y cabeza.

—¡¿Por qué siempre demoras en llegar?! —Regañó, arrebató la bolsa de sus manos y la esculcó—, ¿y la bolsa de leche?, ¡también falta el queso!, ¡tampoco trajiste la cartulina y los marcadores!, ¡no trajiste nada!, ¿qué tanto hiciste en esa tienda?, ¡contesta!

Emely estaba acojonada cerca de la puerta principal, teniendo a sus espaldas la calle. Su madre volvió a golpear su cabeza.

—¡No trajiste nada! —volvió a regañar—, ¡¿qué vamos a almorzar?, ¿eh?! ¡¿Qué vas a comer mañana?!

—El señor Francisco no quiere fiar, le pregunté por la cartulina y los marcadores, pero no quiso hablar con su mujer.

—¡Él no era quien debía hablar con ella, eso debías hacerlo tú!, eres una tonta, estúpida, ¿cómo vas a hacer mañana?, de seguro no dijiste nada, ¡estuviste ahí como una buena idiota, callada, como una buena imbécil!

La señora dejó la bolsa sobre la mesa de madera de la sala, comenzó a caminar por el lugar con los brazos cruzados.

—Yo no tengo la culpa —farfulló Emely—, ese hombre no quiere fiar, esa cuenta ya va muy larga, mami.

—¡Yo la voy a pagar…!

—¡¿Cómo vas a pagarla?!, —la interrumpió— ¡tu sueldo no alcanza, por favor!, ¡él lo sabe, sabe bien que no puedes pagarle tanto y por eso no quiere soltar más comida! —Emely tragó saliva—, dijo que mañana no me acercara, que debías pagarle mañana.

—¡¿Cómo voy a pagarle?!, ¡ya le dije que lo haré el cinco!

—¡Díselo tú, ve y dile!, ¡deja de enviarme, yo no quiero volver a esa tienda!

—¡Deja de gritarme, respétame! —la mujer se abalanzó a ella y comenzó a darle palmadas por todo su cuerpo.

Emely se encorvó, tratando de cubrirse con sus manos encima de su cabeza.

.

El reloj en la vieja pared marcaba las cinco y media de la mañana. El aire que entraba por la ventana de madera pintada de marrón en la sala, era frío y húmedo, había caído una llovizna en la madrugada.

Emely se encontraba sentada a la mesa de madera, estaba vestida con su uniforme y llevaba su cabello recogido como cola de caballo. En su hombro derecho ardía un rasguño que su madre le había causado la noche anterior.

La mujer se encontraba haciendo picadas un cubo de hielo en la cocina para después echarlo en el jugo de mora con leche. El silencio era incómodo.

Emely no tenía ningún rencor hacia ella; a su corta edad entendía que su madre pasaba por muchas dificultades para poder sostener a sus dos hijas, las deudas superaban tres veces el sueldo mal pagado que recibía en una empresa de correos donde trabajaba limpiando las oficinas.

—¿Edgar no ha venido? —preguntó su madre.

—No.

—Ese imbécil, ¿acaso se le olvida que tiene una hija que alimentar? —Se volvió hasta Emely con un plato de papas y una tortilla de huevo, lo dejó sobre la mesa—; si trajera siempre el mes, podría pagar sin problema la tienda. ¿Cómo voy a hacer con los servicios?, si no pago este mes, nos cortarán la luz. —Llevó una mano hasta su cabeza— todo este estrés va a terminar matándome. ¿Tu papá no te ha llamado?

—No, ese mucho menos se aparece por aquí. ¿Sabes qué fue lo último que me dijo?

—¿Qué te dijo?

—Que, así como pudiste buscar otro marido, puedes buscarte la comida.

—¡Ese imbécil!, ¿y no le dijiste nada?

—Le colgué.

—¡¿Le colgaste?!, ¡debiste gritarle sus verdades!

La señora, con los ojos enrojecidos, se sentó en una silla y dejó reposar sus brazos sobre la mesa.

—Los hombres de hoy en día no sirven, Emely —esbozó con voz cansada—. No vayas a conseguir marido, es lo peor que puedes hacer, mira en lo que yo terminé. ¿De qué me ha servido tener hombres? Si al final termino pagando las cuentas de la casa, endeudándome y ellos con otras viejas, olvidándose que tienen hijos. Los hombres de ahora ya no sirven —soltó un suspiro de amargura—. Al menos en los tiempos de mis papás sí servían, mi mamá no sufrió tanto como yo he sufrido; mira a tu tía, también pasando por las mismas. Yo creo que las mujeres de nuestra familia están malditas.

—Pero dijiste que mi abuelo fue bueno con mi abuela —replicó Emely.

—Sí, pero después que murió, ¿cómo quedó mi mamá?, ¿no tuvo que ponerse a trabajar?

Emely bajó su mirada hasta el plato y comenzó a comer.

—Bueno, por lo menos mi papá le sirvió en su momento a mi mamá —finalizó la mujer con tristeza.

.

Los estudiantes se amontonaban en grupos en todo el salón de clases, rodando los pupitres con ellos. El día era gris, obligando a los profesores a encender las luces para tener mejor visibilidad en los salones.

Una chica de rostro redondo y cabello largo, liso y negro, se acercó a Emely con una cartulina en sus manos.

—¿Nos ponemos en grupo? —preguntó.

Emely comenzó a negar con la cabeza.

—No traje nada —respondió.

La chica hizo un puchero y se sentó en un pupitre frente a Emely.

—La mía es bastante grande —dijo—, podemos dividirla.

Aquella joven era Diana, la hermana menor de Ian.

—¿Ya tienes con quién hacer el trabajo de matemáticas? —Preguntó Diana—, podemos hacerlo juntas, de paso me explicas, porque no entendí nada y no sé cómo haré con la evaluación.

Diana se levantó del pupitre y se dirigió hasta donde se encontraba un bolso rosado, lo abrió y sacó una caja de marcadores nuevos. Rápidamente llegó hasta donde se encontraba Emely y volvió a sentarse en el mismo asiento.

—Bien, ¿tienes tu exacto? —Le preguntó a la chica—, corta la cartulina, a mí me da miedo, tengo pulso de maraquero.

Emely así lo hizo. Sacó de su bolso un exacto y con ayuda de Diana expandió la cartulina para después cortarla por la mitad.

—Imagínate que ayer Ian llegó borracho a la casa —comenzó a contar Diana—. Terminó discutiendo con mi papá y él lo echó de la casa, imagínate. ¿Y sabes lo que hizo Ian?

—¿Qué hizo? —preguntó Emely.

—Dijo que sí se iba a ir. Que ya no aguantaba vivir más con nosotros. Pero mi mamá le dijo que, si se iba, debía pagar los dos meses que estuvo con nosotros, y es que es justo ¿no crees? Después de llegar de arrimado, hacernos la vida un infierno, es lo más conveniente. A él le sobra el dinero y es dueño de varios hoteles, qué envidia. El muy tacaño no nos ha dado nada, lo único que me dio en estos dos meses fue la cartulina y los marcadores; menos mal los trajo, porque yo ni me acordaba que debía traerlos hoy.

—¿Ian fue quien te los dio?

—Sí, los trajo junto con una botella de cerveza —Diana desplegó una sonrisa—, hablaste con él ayer, ¿verdad?

—Lo encontré en la tienda.

—Eso me dijo, que necesitabas una cartulina, pero que no la había en la tienda y que para esa hora ya era tarde. Él fue quien me dijo que lo compartiera contigo.

Las mejillas de Emely se ruborizaron y una gran vergüenza la consumió.

—Bueno, imagino que Ian no es tan malo como creo que es —soltó Diana—. Oye, Emely, si lo encuentras otra vez por ahí, no seas boba, sácale algo.

—¿Cómo se te ocurre decir eso?

—Ay, por favor, ¿me vas a decir que no te gusta la idea?, sabes que a él le sobra el dinero.

—Pero recién lo conozco —Emely hizo un puchero—, además, no se ve tan malo como lo muestras.

—Claro, si se nota que le gustas.

—¿Eh?

—Sí, ¿por qué crees que me dio esto?, él nunca se ha preocupado por si debo llevar algo a clases. Se me hizo tan raro que me lo diera. —Diana se emocionó— por eso te digo que podrías sacarle algo bueno. Ven hoy a mi casa a hacer el trabajo de matemáticas, él estará ahí empacando sus cosas, hablas con él y le dices que te invite a cine, ¡y me llevas, debes llevarme!, le sacaremos todo lo que podamos a ese idiota.

—¡Claro que no, no voy a hacer eso! —se negó Emely.

—¡Tú si eres boba!, ¿cómo vas a perder una oportunidad como esta? —Bufó Diana—, ¿no quieres conocer el cine?, me dijiste que nunca has ido.

—Me vería muy regalada si le pido a tu hermano que me lleve.

—No se lo vas a pedir, se lo vas a insinuar, por favor. ¿Recuerdas cuando le quitamos al chico de la panadería los pasteles?, ¡así!

Emely hizo un gesto de fastidio y después comenzó a dibujar en la cartulina.

—Ah… pero cuando Iván está en la casa, ahí sí vas corriendo, hablas con él y haces que te invite a salir —dijo Diana—. Y como sabes que Iván no estará en la casa hoy, por eso no quieres ir.

Iván: la única razón por la que Emely soportaba a Diana, la única razón por la que aceptaba hacer trabajos con esa chica. Desde que había conocido a Iván, una gran atracción por él creció en su interior, el problema estaba en que…

—Hoy saldrá con su novia —informó Diana—, esa tipa no lo deja en paz.

—¿No habían terminado? —inquirió Emely.

—Pero volvieron, sabes que ellos son así.

.

La casa de Diana quedaba en el barrio vecino, a unas diez cuadras de la casa de Emely, así que debía caminar bastante, lo bueno era que esa tarde estaba nublada y la joven podía caminar sin problema alguno.

El vecindario donde quedaba la casa de Diana era bastante tranquilo, con viviendas grandes, terrazas amplias y enrejadas, fachadas impecables con carros parqueados frente a ellas. Algunos perros de raza se asomaban por las rejas, moviendo las colas al ver pasar a Emely para comenzar a ladrar.

La joven llegó a una esquina, había una casa pintada de un azul cielo con las columnas blancas y un jardín un poco descuidado. Había una Toyota Prado último modelo de color negro parqueada frente a la vivienda, en el interior de ésta un joven estaba subiendo unas cajas marrones.

Emely observó curiosa, se acercó un poco más y notó que se trataba de Ian. Tenía un semblante algo furioso. El joven cerró la puerta del vehículo y posó su mirada en la chica, su semblante poco a poco se suavizó.

—Emely —saludó.

—Hola —respondió ella con una voz un tanto tímida.

—Diana está adentro, ¿la llamo? —informó el joven.

—Ah… yo entro, no te preocupes —dijo Emely—, ¿te estás mudando?

—Sí, imagino que Diana ya te lo habrá dicho.

—Sí, me lo contó en la mañana —confesó la chica un poco apenada.

—Realmente Diana es una chismosa —soltó Ian—, todo lo cuenta. ¿Qué más te dijo?

—Nada relevante, no te preocupes.

—¿Sirvió la cartulina?

Emely se ruborizó por completo, algo que hizo sonreír al joven.

—No debiste hacer eso —soltó ella con timidez.

—La compré por mi hermana, debía llevarla.

—¿Una cartulina completa?

—Así podría compartirla con su amiga —soltó Ian sonriente.

Diana se asomó por una ventana y vio a Ian conversando con Emely, corrió hasta la puerta.

—Por fin llegas —dijo Diana caminando hasta donde se encontraba su amiga.

Emely volteó a verla, le sonrió amablemente y después se saludaron con un beso en la mejilla.

—Tu casa queda lejos —informó Emely.

—Ian —Diana volteó a ver a su hermano—, a Emely le sirvió la cartulina. ¿Verdad, Emely? No alcanzó a comprarla anoche y tú la salvaste.

El rostro de Emely volvió a tornarse rojo por la vergüenza, quería que la tierra se abriera y la tragara.

—Qué bien —dijo Ian.

—Emely cumple el domingo —informó Diana—, dieciséis años.

—Diana —pidió Emely.

—¿Qué? —Preguntó la joven—, lo bueno de los cumpleaños es que uno puede recibir regalos, es obligatorio, si no, ¿qué gracia tienen?

La mirada de Ian viajaba de Diana hasta Emely, parecía que las analizaba y Emely odiaba eso. Odiaba verse interesada. Odiaba que las personas se enteraran que tenía muchas necesidades económicas. Odiaba ser pobre. Odiaba su vida.

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