|Margaret Adams|Estoy sentada en la mesa de una cafetería, escondida tras unos grandes lentes de sol y un sombrero que vela mi rostro. Frente a mí, está otra mujer con un atuendo tan impecable como el mío. Aunque intentamos pasar desapercibidas, nuestras ropas, propias de la alta sociedad, nos convierten en figuras que destacan para cualquiera que nos observe.—¿Tienes todo listo? —le pregunto, llevando la taza de café a mis labios—. Estoy impaciente. Ya no soporto a esa mocosa respirando el mismo aire que yo.La mujer frente a mí dibuja una sonrisa helada y se inclina apenas hacia adelante.—Todo listo —responde, su tono cortante y preciso como el filo de una navaja—. Créeme, no eres la única que está desesperada.—Ah, claro. Casi olvido que también tienes que lidiar con alguien queriéndote bajar al marido —comento con una ironía ácida, y ella ríe. Una risa baja, sarcástica. —Y lo peor es que también es una mocosa —añado, mordaz—. Por eso nos entendemos tan bien.Chiara deja escapa
|Alaric Kaiser| —Hoy parece estar de excelente humor, señor —dice Gerd al cruzar la puerta de mi oficina—. ¿Le ha sucedido algo bueno?.—Algo muy bueno —respondo sin apartar la vista de los documentos sobre mi escritorio. Llevo días sin poder enfocarme—. Necesito que hagas algo por mí, Gerd.—Dígame.—Consigue una residencia fuera de la ciudad. Que tenga todas las comodidades. Debe ser un lugar seguro y discreto. Lo quiero listo para mañana.—Perdone, señor, pero ¿qué planea hacer con esa propiedad? —pregunta, claramente desconcertado.—¿De verdad quieres saber? —alzo la mirada, fulminándolo—. Si te lo digo, no tardarás en mirarme con desaprobación, y no estoy de humor para juicios morales.—Jamás osaría juzgarlo.Suspiro, pesadamente.—Es para Aisling —admito con franqueza—. La llevaré a vivir allí.—¿Cómo dice? ¿Y por qué haría algo así?.—Nos hemos reconciliado —mi voz baja, pero la confesión acelera mi pulso—. No puedo tenerla en la mansión. No por ahora. Allí no podría estar con
|Aisling Renn| Me pregunto si Alaric siempre fue así o si yo desperté ese monstruo en él. Oculta tras las cortinas, el eco de lo que acabo de presenciar me deja un nudo ácido en el estómago, un malestar que no puedo sacudirme.Sus palabras no llegaron a mí con claridad, pero el lenguaje de su rostro lo decía todo: una mezcla visceral de furia, angustia y algo más, algo que podría ser preocupación. Nunca lo había visto perder el control de esa manera. Y aun así, temo que ese no sea su límite, que haya un abismo más oscuro en el que podría hundirse.La llamada que recibió me dejó en vilo. Había algo en su mirada, en la rapidez con la que salió, que me sacudió. ¿Habría ocurrido algo en la mansión? ¿Con Zelda? ¿O acaso con su prometida?.Me aparto de la ventana con un estremecimiento. Mis manos no obedecen, tiemblan, y ese temblor se extiende por todo mi cuerpo. Mi corazón late con fuerza, no de amor, sino de puro miedo. Ese temor antiguo, enterrado, regresa con más fuerza que nunca. Ala
|Aisling Renn| El estupor se refleja en mi rostro cuando veo al licenciado de pie en el umbral. Lleva un maletín en la mano, y su voz, formal y pausada, pregunta por mí. La madre de Thea, quien lo ha recibido, gira hacia mí con una mirada cargada de preocupación.—Soy yo —digo al acercarme, y el hombre fija sus ojos en mí a través de sus lentes de pasta negra—. ¿En qué puedo ayudarle?.El temor se cuela en mi pecho. ¿Y si viene de parte de Alaric? ¿Planea algo después de mi partida? Apenas ha pasado un día desde que estoy aquí.—Señorita Aisling Renn, ¿verdad? —confirma, pidiendo permiso a la señora Weber para entrar. Ella duda, pero finalmente niega con un movimiento de cabeza.—Soy el licenciado Becker, enviado por la señora Zelda Bauer Schmidt. ¿Podríamos hablar un momento?. —Oh, sí, claro —respondo con premura, sintiendo una ansiedad creciente—. Por favor, adelante.La señora Weber, tras un instante de vacilación, lo deja pasar. Nos dirigimos al recibidor, donde él toma asiento y
|Dorothea Weber| Estoy atrapada entre ir o no ir. ¿Debería? Si no lo hago, él me encontrará de todas formas.Ese "Te extraño" me dejó pensando. No fui capaz de responderle algo decente. No voy a mentir: estos días que estuvo fuera, sentí ansiedad. Cada tanto miraba la pantalla, esperando uno de sus mensajes llenos de estupideces. Pero nada.Solo por las noches me llegaban esas fotos... su polla erecta, junto a comentarios vulgares de que se estaba tocando pensando en mí. Él no lo sabe ni lo sabrá, pero esas malditas imágenes me hicieron masturbarme varias veces, dejando de lado lo poco que me queda de dignidad. También le envié una mía. ¿Por qué lo hice? Aún me lo pregunto, porque juré que quería terminar esta locura entre nosotros. Pero ya no hay vuelta atrás.Muerdo mi labio inferior mientras me debato qué hacer. Le dije que no sería su amante, pero no puedo evitar reconocer que ya lo soy. Hemos compartido la cama más de una vez, y no puedo negar que me gusta. A él también. Pero no
|Artem Zaitsev| Sonrío al leer el mensaje de mi Kukla. Nunca es amable. Nunca una palabra dulce. Solo un "púdrete" tras usar mi cuerpo anoche. Y, joder, sé que le gusto. Lo sé por cómo me mira cuando cree que no la veo, por cómo me llama solo para insultarme, por cómo cierra las piernas cuando me acerco demasiado.—Señor, hemos llegado —anuncia mi chófer, sacándome de mis pensamientos.Guardo el teléfono en el interior del saco y salgo del auto. La mansión Kaiser se alza imponente frente a mí, pero esta vez no estoy aquí por mi Kukla. No esta vez. He usado a Alaric como excusa demasiadas veces para verla cuando vivía aquí, para devorarle la boca hasta dejarla sin aliento.Maldita sea, solo de imaginarlo mi polla late ansiosa.Respiro hondo, buscando concentración. Entro con paso firme, dispuesto a sembrar el caos y largarme. Alaric necesita saber con quién planea casarse. Aunque, siendo sinceros, me importa una mierda. Lo hago porque mi Kukla lo ordenó. Y lo que mi Kukla quiere, lo
|Narrador omnisciente| El estruendo de las llantas al hundirse en la arena, el rugido de los motores y el traqueteo del vehículo al sortear los baches sacuden el interior.Aisling frunce el ceño, soltando un leve quejido de dolor que la cinta en su boca ahoga al instante. Abre los ojos de golpe, desorientada, y el terror se despliega ante ella como una niebla espesa.Sus pupilas recorren frenéticas el vagón del auto, que se balancea violentamente. El latido de su corazón resuena en sus oídos, su pecho sube y baja acelerado, y el miedo se enrosca como espinas afiladas bajo su piel.Intenta moverse, pero sus extremidades no responden; las manos y los pies están firmemente atados. El ardor en su rostro la quema. Sangre seca. Puede saborear el hierro en su boca, mezclado con el dolor que late en cada rincón de su cara, cuello y nuca. Es como si un bate hubiese caído sobre su cabeza una y otra vez.De pronto, el pánico la inmoviliza. Frente a ella, su amiga yace inerte, la cabeza inclinad
Sonidos de balas, gritos, golpes. Todo se desvanece en un eco lejano. Las heridas arden, la arena incrustada en la carne viva quema, pero por un instante el dolor se extingue. Los ojos se cierran, y la oscuridad lo envuelve todo.El aire está cargado de látex, alcohol y desinfectante. Frío, cortante. Los pitidos de las máquinas se clavan como agujas en los oídos. Pasos. Voces. Una presencia cercana.Aisling abre los ojos con esfuerzo. Sus extremidades están entumecidas, pesadas como si fueran ramas secas. Sus párpados tiemblan en un aleteo débil antes de enfocar la pálida pared frente a ella. Intenta mover los labios, pero la mascarilla de oxígeno se lo impide. Su garganta arde, cada respiración es un esfuerzo doloroso. Cierra los ojos con fuerza, intentando calmar el torbellino en su cabeza, y los abre de nuevo. Inhala. Exhala.—¿Aisling? —Una voz familiar la llama, temblorosa—. ¿Estás despierta?Gira el rostro lentamente, como si el mundo pesara toneladas. A su lado, Alaric, con el