|Aisling Renn| El estupor se refleja en mi rostro cuando veo al licenciado de pie en el umbral. Lleva un maletín en la mano, y su voz, formal y pausada, pregunta por mí. La madre de Thea, quien lo ha recibido, gira hacia mí con una mirada cargada de preocupación.—Soy yo —digo al acercarme, y el hombre fija sus ojos en mí a través de sus lentes de pasta negra—. ¿En qué puedo ayudarle?.El temor se cuela en mi pecho. ¿Y si viene de parte de Alaric? ¿Planea algo después de mi partida? Apenas ha pasado un día desde que estoy aquí.—Señorita Aisling Renn, ¿verdad? —confirma, pidiendo permiso a la señora Weber para entrar. Ella duda, pero finalmente niega con un movimiento de cabeza.—Soy el licenciado Becker, enviado por la señora Zelda Bauer Schmidt. ¿Podríamos hablar un momento?. —Oh, sí, claro —respondo con premura, sintiendo una ansiedad creciente—. Por favor, adelante.La señora Weber, tras un instante de vacilación, lo deja pasar. Nos dirigimos al recibidor, donde él toma asiento y
|Dorothea Weber| Estoy atrapada entre ir o no ir. ¿Debería? Si no lo hago, él me encontrará de todas formas.Ese "Te extraño" me dejó pensando. No fui capaz de responderle algo decente. No voy a mentir: estos días que estuvo fuera, sentí ansiedad. Cada tanto miraba la pantalla, esperando uno de sus mensajes llenos de estupideces. Pero nada.Solo por las noches me llegaban esas fotos... su polla erecta, junto a comentarios vulgares de que se estaba tocando pensando en mí. Él no lo sabe ni lo sabrá, pero esas malditas imágenes me hicieron masturbarme varias veces, dejando de lado lo poco que me queda de dignidad. También le envié una mía. ¿Por qué lo hice? Aún me lo pregunto, porque juré que quería terminar esta locura entre nosotros. Pero ya no hay vuelta atrás.Muerdo mi labio inferior mientras me debato qué hacer. Le dije que no sería su amante, pero no puedo evitar reconocer que ya lo soy. Hemos compartido la cama más de una vez, y no puedo negar que me gusta. A él también. Pero no
|Artem Zaitsev| Sonrío al leer el mensaje de mi Kukla. Nunca es amable. Nunca una palabra dulce. Solo un "púdrete" tras usar mi cuerpo anoche. Y, joder, sé que le gusto. Lo sé por cómo me mira cuando cree que no la veo, por cómo me llama solo para insultarme, por cómo cierra las piernas cuando me acerco demasiado.—Señor, hemos llegado —anuncia mi chófer, sacándome de mis pensamientos.Guardo el teléfono en el interior del saco y salgo del auto. La mansión Kaiser se alza imponente frente a mí, pero esta vez no estoy aquí por mi Kukla. No esta vez. He usado a Alaric como excusa demasiadas veces para verla cuando vivía aquí, para devorarle la boca hasta dejarla sin aliento.Maldita sea, solo de imaginarlo mi polla late ansiosa.Respiro hondo, buscando concentración. Entro con paso firme, dispuesto a sembrar el caos y largarme. Alaric necesita saber con quién planea casarse. Aunque, siendo sinceros, me importa una mierda. Lo hago porque mi Kukla lo ordenó. Y lo que mi Kukla quiere, lo
|Narrador omnisciente| El estruendo de las llantas al hundirse en la arena, el rugido de los motores y el traqueteo del vehículo al sortear los baches sacuden el interior.Aisling frunce el ceño, soltando un leve quejido de dolor que la cinta en su boca ahoga al instante. Abre los ojos de golpe, desorientada, y el terror se despliega ante ella como una niebla espesa.Sus pupilas recorren frenéticas el vagón del auto, que se balancea violentamente. El latido de su corazón resuena en sus oídos, su pecho sube y baja acelerado, y el miedo se enrosca como espinas afiladas bajo su piel.Intenta moverse, pero sus extremidades no responden; las manos y los pies están firmemente atados. El ardor en su rostro la quema. Sangre seca. Puede saborear el hierro en su boca, mezclado con el dolor que late en cada rincón de su cara, cuello y nuca. Es como si un bate hubiese caído sobre su cabeza una y otra vez.De pronto, el pánico la inmoviliza. Frente a ella, su amiga yace inerte, la cabeza inclinad
Sonidos de balas, gritos, golpes. Todo se desvanece en un eco lejano. Las heridas arden, la arena incrustada en la carne viva quema, pero por un instante el dolor se extingue. Los ojos se cierran, y la oscuridad lo envuelve todo.El aire está cargado de látex, alcohol y desinfectante. Frío, cortante. Los pitidos de las máquinas se clavan como agujas en los oídos. Pasos. Voces. Una presencia cercana.Aisling abre los ojos con esfuerzo. Sus extremidades están entumecidas, pesadas como si fueran ramas secas. Sus párpados tiemblan en un aleteo débil antes de enfocar la pálida pared frente a ella. Intenta mover los labios, pero la mascarilla de oxígeno se lo impide. Su garganta arde, cada respiración es un esfuerzo doloroso. Cierra los ojos con fuerza, intentando calmar el torbellino en su cabeza, y los abre de nuevo. Inhala. Exhala.—¿Aisling? —Una voz familiar la llama, temblorosa—. ¿Estás despierta?Gira el rostro lentamente, como si el mundo pesara toneladas. A su lado, Alaric, con el
—Lo siento, ha perdido al bebé.Las palabras del doctor golpean a Alaric como un mazazo. Pasa una mano por su rostro, sintiendo cómo el hastío le cala los huesos. No era su hijo, lo sabe, pero jamás habría deseado este desenlace.—¿Sabe la causa?.El doctor revisa su tabla antes de responder.—No encontramos sustancias extrañas en su sangre. Podría ser estrés extremo, deficiencia de hierro o ácido fólico… —hace una pausa, observándolo con gravedad—. Pero lo más preocupante es la autolesión.Alaric alza la vista, su expresión se endurece.—¿Autolesión?.—Sí. La paciente parece haberse golpeado a sí misma en el abdomen bajo. Eso, probablemente, causó el aborto.El aire se vuelve denso. Alaric se queda inmóvil, su ceño se frunce. —Entendido. Gracias, doctor.El médico asiente y se retira, dejándolo solo frente a la puerta de la habitación donde Margaret está internada. Su mirada se clava en la madera como si pudiera atravesarla. La rabia le bulle bajo la piel, cada pensamiento una chisp
|Dorothea Weber| —¿Qué está pasando aquí?.La voz de mi madre me arranca del sueño como un balde de agua helada. Mi corazón trepa hasta la garganta cuando veo a Artem todavía acostado a mi lado. ¿Este imbécil nunca se fue? Los ojos de mis padres me atraviesan como dagas envenenadas. Trago saliva con dificultad.—Mamá, papá... —mi voz suena tan débil que parece pedir permiso para existir—, puedo explicarlo...—Sí, eso es exactamente lo que van a hacer ahora mismo —responde mi padre con tono glacial.Intento despertar a Artem, sacudiéndolo del hombro. Él abre los ojos, somnoliento, y, para colmo de males, me regaña:—¿Qué haces despierta? Vuelve a dormir.La tensión en la sala es tan densa que podría cortarse con un cuchillo, pero Artem ni siquiera lo nota.—Señor Artem —la voz de mi padre suena contenida, pero peligrosa—, ¿puede explicar qué hace acostado junto a mi hija?.—Una pareja enamorada, ¿no lo ve? —suelta Artem, sin molestarse en mirarlo, mientras sigue acomodado contra mis p
|Artem Zaitsev| Un golpe tras otro con el puño de hierro. La sangre salpica como una obra de arte macabra, y el rostro del tipo queda reducido a una masa amorfa. Apenas un calentamiento, un preludio de lo que quiero hacerle. Pero entonces miro a Alaric. Su expresión: fría, contenida. ¿De verdad siente algo por este pedazo de carne magullada? Qué conmovedor.—¿Y bien? ¿Piensas confesar tus pecados antes de que Dios se canse de ti? —le suelto, dejando caer otro golpe que le arranca un diente. Bonito souvenir.—Artem, basta —ordena Alaric desde su trono improvisado, imperturbable, como si estuviera en una reunión de negocios y no en medio de un baño de sangre—. Déjalo hablar.—Creí que no querías explicaciones.—Siempre hay que dar margen a la duda.Resoplo con desdén y lanzo el puño de hierro a Roco, que sigue aquí a pesar de la herida de bala en la pierna. Ahí está, como yo, rechazando la idea de pudrirse en una camilla esperando una milagrosa recuperación. Qué horror. Me aparto, pre