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Capítulo 3. Al despertar

Los rayos del sol entraban por la ventana iluminando toda la estancia, abrí los ojos poco a poco, y miré a Cristian, que estaba abrazándome mientras dormía profundamente.

Al mirar a Cristian, pensé que la noche anterior había sido una locura. Sabía que contarle a mi marido, que había pasado la noche con su hermano Cristian sería la manera más devastadora de destruirlo. La sola idea de ver la expresión de traición en su rostro me producía satisfacción. Sin embargo, en el fondo, sabía que no era capaz de hacerlo. No podía arrastrar a Cristian a ese abismo. Él no merecía pagar por mis errores, y aunque mi relación con Luke estaba rota, no quería destruir la vida de mi cuñado. Cristian siempre había sido un buen hombre, y no podía soportar la idea de verlo sufrir por mi culpa.

Tenía que encontrar otra manera. Tal vez podría inventar que estuve con otro hombre, alguien desconocido. Pero jamás revelaría su nombre.

Guardaría ese secreto para mí misma y buscaría otra forma de hacer sufrir a Luke. La venganza sería dulce, pero no a costa de Cristian. Ahora, solo quedaba planear mi próximo movimiento.

Quité el brazo de Cristian encima de mi cuerpo con cuidado. Me senté intentando no hacer ruido, pero fui arrastrada otra vez a la cama.

—Cristian.

—Quédate un poco más.

—No pensaba irme, iba a ducharme —dije riéndome.

—Cinco minutos y nos duchamos juntos.

Me acomodé bajo su brazo y, sin darme cuenta, me quedé dormida de nuevo. Para mi sorpresa, dormí casi cinco horas más.

—Buenas tardes, dormilona.

—¿Buenas tardes? Dirás buenos días —murmuré mientras estiraba todos los músculos de mi cuerpo.

—Son las cuatro de la tarde.

De repente, me asaltaron imágenes de la noche anterior. Nos dejamos llevar por la pasión, pero una duda me inquietaba. No habíamos sido precavidos, aunque no me preocupaba demasiado. Sabía que era imposible quedarme embarazada, mi marido y yo llevábamos mucho tiempo intentando tener un bebé sin éxito. Sus palabras resonaban en mi mente: “Eres una inútil”. Me lo repetía día tras día, y al final, terminé creyéndolo. Así fue como empezamos a distanciarnos, dejamos de dormir juntos y y dejamos de hacer el amor, sin embargo, yo tenía la esperanza de que todo mejoraría, que solo estábamos viviendo una mala racha.

Teniendo en cuenta todo lo que me había pasado, me alegré de no haberme quedado embarazada de Luke. Sacudí la cabeza, intentando alejar esos pensamientos. No quería pensar en bebés ni en mi marido, solo quería disfrutar del momento presente.

La voz de Cristian me sacó de mis cavilaciones.

—¿Todo bien?

—Sí, todo bien.

—¿Te arrepientes de lo que pasó anoche?

—No, no me arrepiento —respondí con sinceridad.

Nuestra conversación fue interrumpida cuando el teléfono de Cristian comenzó a sonar. Se levantó de un salto y respondió al tercer tono.

Lo observé mientras caminaba por la habitación, y su expresión fue cambiando a medida que hablaba.

—Me surgió algo anoche, por eso no me pude quedar. Lo siento, Luke, no he visto a tu mujer. Si me entero de algo, te aviso.

Mientras hablaba por teléfono, se giró hacia mí, moviendo la mano con una amplia sonrisa, como si intentara decirme que me azotaría en el trasero. Dos minutos después, se despidió de su hermano y colgó.

—Tú, diablilla, me has metido en un buen lío —dijo sonriendo.

Salté sobre él, rodeé mis piernas sobre su cintura y lo besé.

—Que yo recuerde, fuiste tú quien me besó primero.

—Estabas borracha, y no me fiaba de esos tíos babosos. Además, yo era el más guapo de toda la discoteca.

—Bueno, no estás mal —mentí, aunque en realidad sí que era el más guapo de todos. Deslicé mis piernas hasta el suelo y me separé de él.

—Mientes fatal —dijo entre carcajadas.

Me reí y le di un suave golpe en el brazo.

—¿Qué hacemos ahora, señorita sin sentido común?

Me llevé una mano al estómago y puse una expresión de desesperación.

—¡Comer! Me muero de hambre. Solo puedo pensar en comida.

Cristian rió a carcajadas.

—¿En serio? ¿Después de todo esto, solo piensas en comida?

—Sí, y no cualquier comida. Necesito una pizza gigante, una hamburguesa con todo, y un helado del tamaño de mi cabeza.

—Vaya, tienes un apetito impresionante —dijo Cristian, aún riendo—. ¿Y si llamamos a ese restaurante que tanto te gustaba? ¿Te acuerdas?

—¡Perfecto! —grité, con los ojos brillando de emoción—. Pero solo si prometes que no te vas a comer mis papas fritas.

—Prometido —dijo él, levantando las manos en señal de rendición—. Aunque no puedo prometer que no te quite un poco de tu helado.

—¡Ni lo pienses! El helado es sagrado.

Cogí mi teléfono y llamé a mi restaurante favorito.

—Quiero una pizza con extra de queso, pepperoni, champiñones, y… ¿piña? —pregunté, mirando a Cristian con una sonrisa traviesa.

—¿Piña en la pizza? —dijo él, fingiendo horror—. ¡Eres una rebelde!

—Lo sé, y me encanta.

Pedí la comida y, mientras esperábamos, Cristian me miró con ternura.

—Sabes, me encanta que seas tan auténtica. No muchas personas admitirían que están pensando en comida en un momento como este.

—Bueno, soy una chica sencilla —dije encogiéndome de hombros—. Y además, ¿quién puede resistirse a una buena pizza?

La comida llegó y ambos nos lanzamos a nuestros platos con entusiasmo. Entre bocados y risas, disfrutamos de una comida deliciosa.

Dejé el tenedor en el plato y me acomodé en la silla, suspirando profundamente. Había comido más de lo que mi estómago podía soportar, y ahora sentía una pesadez que me obligaba a moverme lentamente. Con esfuerzo, me levanté y caminé hacia la cama, dejándome caer sobre el colchón con un suspiro de alivio. Mi barriga estaba hinchada y redonda.

Cristian, que había estado observándo con una sonrisa divertida, se acercó y se sentó en el borde de la cama.

—¿Te duele la tripita? ¿Quieres un masajito? — bromeó, riendo suavemente.

Le lancé una mirada de fingida indignación, pero no pudo evitar reírme también.

—Muy gracioso, Cristian. Muy gracioso. Te daría una patada, pero no puedo moverme.

De repente, el sonido de golpes en la puerta interrumpió nuestro momento de diversión. Ambos nos quedamos en silencio, escuchando atentamente. Una voz familiar se escuchó desde el otro lado de la puerta.

—¡Cabronazo, abre la puerta!

Mi corazón se detuvo por un instante. Reconocí la voz de inmediato. Era mi marido. Me incorporé rápidamente. ¿Qué hacía él aquí? ¿Cómo me había encontrado?

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