2. Primeros acuerdos

Sergei quedó impactado al escuchar aquel nombre. No reaccionaba, solo miraba a Irini mientras ella seguía hablando:

—Soy Irini Papastavros. Soy tu prometida, tonto…

—No puede ser… ¿Y cómo es que vinimos a conocernos aquí por casualidad?

—No es casualidad, llevo varios días tratando de contactarte. Parece que yo supe del compromiso antes que tú. Pensé que deberíamos hablar, aunque aún no hemos sido presentados formalmente.

—Estoy perfectamente de acuerdo en que deberíamos hablar. No estoy a gusto con la noticia de nuestro matrimonio y me imagino que tú tampoco. — Sergei hizo una pausa, pues se percató de un detalle muy raro en lo que ella acababa de decir, así que cambió el tema:—  Espera un momento… Parece que me has estado siguiendo. Hoy me seguiste, eso es obvio. ¿Cómo hiciste para no perderme en la autopista? Allí corrí como un bólido, pocos autos podrían haberme seguido el paso.

—Ya yo sabía en qué auto andabas, así que contraté a un piloto que puede ser tanto o más rápido que tú.

—¿Más rápido que yo? Si tú lo dices…—Contestó Sergei, arqueando la ceja con escepticismo.

Irini intenta retomar el tema que la trajo hasta él:

—Bueno, eso a mí me importa poco. Lo que sí me interesa es aclarar algunas cosas contigo. No estoy segura de que este sea el mejor momento, porque no sé qué tan lúcido estés con tanto licor que has tomado. Te propongo que compartamos números de teléfonos para luego concertar una reunión de verdad, sin licor y sin distracciones.

—¿Sin distracciones? —repitió Sergei, contemplando, extasiado, la belleza de las facciones y los gestos de aquella mujer. Toda ella le parecía una diosa, una hermosa hada de una fantasía maravillosa.

—El acuerdo entre nuestros padres no pretende que tú y yo estemos atados de por vida. Luego de un año que podamos sostener un matrimonio fingido, podremos divorciarnos y seguir con nuestras vidas como mejor nos plazca. Lo que necesitamos es establecer acuerdos sobre cómo vamos a sobrellevar ese año, ya que tú y yo no nos conocemos, no estamos hechos el uno para el otro.

—Estoy de acuerdo con lo que dices, cuando quieras hablamos. Toma mi tarjeta— contesta Sergei, y luego se dirige al mesero, que está cerca:— Tráigame la cuenta. Incluya allí, por favor, la cuenta de la dama.

—Muy bien, gracias. Yo te llamo después— contestó Irini, dirigiéndose hacia la salida.

Sergei pagó la cuenta sin mucha prisa. Pero, de pronto, cierta idea intrigante se le cruzó por la cabeza. ¿Tomaría ella un taxi o estaría el piloto allí esperándola? Caminó de prisa hacia la puerta a tiempo para verla abordar, por el lado del chofer, un hermoso Koenigsegg CCX.

—Esto está muy raro— pensó.

Corrió hacia su vehículo y condujo, siguiéndola, por las iluminadas calles. Aún se veía en pleno la vertiginosa vida nocturna de la ciudad. El auto de ella se desvió en dirección a la autopista y, al entrar en aquella vía rápida, aumentó repentinamente la velocidad. Eso sorprendió a Sergei, quien hizo lo mismo para no perderla de vista. Volvió a sentir el torrente de adrenalina corriendo por las venas. Aceleró hasta alcanzarla, aunque la velocidad era excesiva. Colocó su auto al lado del auto de ella, para asegurarse de que ella advirtiera su presencia. De pronto, ella aceleró mucho más, dejándolo atrás en cuestión de segundos.

—Está loca—se dijo a sí mismo, bajando la velocidad. Recordó que estaba fuera de forma, con muchos tragos encima y sobre una vía que no estaba pensada precisamente para autos de carrera.

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Al día siguiente, Sergei se dirigía a la oficina de su padre. Caminó con paso lento por el salón de arte.  Miró al Khríteldorch y le pareció ver a un payaso. Solo pensaba en que aquella chica se burló de su ingenuidad, pues ella misma era una portentosa corredora de carreras. Él sabía bien que un aficionado no podría soportar esas velocidades tan altas.

Recibió una llamada de su padre para que se presentara en la oficina por algo de crucial importancia. Su padre era una persona extremadamente pragmática, raramente exageraba. Si lo llamó para que estuviera aquí, lo mejor que podía hacer era apresurarse.

Milena, la secretaria, le encomendó esperar unos minutos, ya que su padre se encontraba reunido con “proveedores”. Se acercó al ala norte del salón y contempló, a través del amplio ventanal, la maravillosa vista de la ciudad, una urbe cosmopolita, de sorprendente arquitectura, destino de turistas de todas parte del mundo.

Desde muy niño, mucho antes de que muriera su madre, visitaba este edificio. Para él, era como su segunda casa. Pero solo se le permitió andar libremente en él cuando llegó a cierta edad en la adolescencia, cuando aprendió a respetar acuerdos. Su padre siempre le decía que la disciplina y el compromiso eran pilares fundamentales en la vida de un hombre de negocios. Insistía en que el hombre “superior” no puede andar por la vida pretendiendo siempre hacer lo que le da la gana.

Escuchó la voz de la secretaria diciéndole que ya podía pasar a la oficina de su padre. Eso le extrañó un poco porque no vio salir a nadie. Se acercó hasta la puerta y entró. Al pasar, encontró a su padre aún reunido con tres personas, y casi le da un infarto al darse cuenta que una de ellas era Irini, la chica del bar, la loca corredora… 

Su padre se levantó y dijo:

—“Este es mi hijo amado, que está aquí para cerrar nuestro acuerdo y nuestra alianza. Luego del matrimonio de ellos, todo va a quedar en familia”.

Lo que pasaba, en ese momento, por la cabeza de Sergei era el significado de la expresión “sentimientos encontrados”. Odiaba verse envuelto en esa situación en la que no podía negarse, ni siquiera podía opinar o hacerle resistencia a su padre. Pero, al mismo tiempo, sentía una extraordinaria emoción de ver de nuevo a Irini. Su pelo rubio y brillante, su cuerpo esbelto, sus cautivantes y carnosos labios de fresa, su mirada penetrante…

Salió de su trance al darse cuenta que tenía a uno de los hombres extendiendo la mano, con una sonrisa. Sergei estrechó aquella mano, mientras el hombre decía:

—No te preocupes, yo también estaba nervioso cuando mis padres arreglaron mi matrimonio, pero siempre les voy a estar agradecido por haber encaminado mi vida hacia donde debía ser. Yo soy Andréi Sokolov y ella— señalando a la chica—es Irini, mi sobrina quien vive conmigo, tu prometida. El señor aquí a mi lado es Fyodor, mi abogado, que está aquí para tomar nota de algunos acuerdos importantes.

Sergei solo acertó a decir:

—Eh… Es un placer…

Andréi continuó su discurso:

—Pienso que tú e Irini tienen muchas cosas de qué hablar. Deberían salir, conversar y conocerse, mientras Nikolai y yo afinamos algunos detalles. —Terminó Andréi de hablar, al tiempo que el viejo Nikolai asentía con la cabeza.

—Me parece buena idea—respondió Sergei, más animado.

Él y ella salieron por la puerta y caminaron hacia el ventanal que daba vista a la ciudad. Ambos se sentaron en un mueble amplio cuya orientación permitía ver hacia adentro, pero también hacia afuera, a través del ventanal. Aquel mueble era un fino ejemplar Minotti, de delicados detalles y lujoso acabado. Toda la sala de estar era una hermosa colección de lujo. Aquellos espacios parecían perfectamente diseñados para propiciar pensamientos de paz, beatitud y meditación trascendental.

Sergei no pudo contener más la curiosidad:

—¿Dónde están tus padres? ¿Por qué vives con tu tío? ¿Por qué no usas su apellido?

—Legalmente soy Irini Sokolova, pero prefiero usar el apellido de mi madre pues mi padre nunca se ocupó de mí. Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía  tres años y mi padre murió, el mismo año, en un accidente automovilístico. Mi padre no tuvo más hijos y mi tío decidió rescatarme y adoptarme. Dice que soy la viva imagen de su hermano fallecido.  Él ha tenido por mí el cuidado que mi padre nunca tuvo. Ha sido como un padre para mí, por él yo haría cualquier cosa, incluso casarme con alguien a quien no conozco.

—Y hablando sobre el matrimonio, sobre ese inminente y aparentemente inevitable desastre. El asunto ha tomado una velocidad vertiginosa. Yo imaginaba que iba a tener más tiempo para sopesar bien las cosas.

—Pues sí, mi tío me sorprendió cuando me anunció que íbamos a hacer esta visita de hoy. Hubiéramos podido hablar ayer si tú no hubieras estado tan borracho.

—Tienes razón. Por eso no pude alcanzarte en la autopista.

—Sí, claro…—Responde Irini con toque de sarcasmo, y agrega—creo que debemos aceptar ese “desastre” que mencionaste y luego nos toca trabajar duro para aparentar un matrimonio feliz y al mismo tiempo mantener nuestras vidas separadas.

—O nos podemos casar de verdad, con todas las de la ley, y ver cuánto duramos juntos— replica Sergei con sonrisa irónica.

—¿A ti te parece que todo esto es un chiste?

—Realmente no. Pero últimamente estoy aprendiendo a apreciar el poder reírme de mis propias penas.

Irini, con el ceño fruncido, le replica:

—Pero, si te fijas bien, también te estás riendo de mis penas, y eso no es muy agradable ¿sabes?. Así que, por favor, guárdate tus chistes.

Sergei se sonrió y agregó:

—Algo me dice que tú y yo vamos a ser una pareja muy convincente…

Ella estuvo a punto de descargarle un insulto, pero se escuchó el abrir de la puerta de la oficina de Nikolai. Ambos se levantaron y caminaron al encuentro de los tres hombres que salían de la oficina.

Andréi los miró, mientras sonreía:

—¿Se divirtieron los tortolitos? ¿Pudieron hablar suficiente sobre los detalles de la boda? En realidad no necesitan preocuparse por nada, ustedes van a tener fiesta de compromiso y boda por separado. Ya todo eso está hablado.

Aquellos “tortolitos” se miraron y sonrieron. Nikolai se veía complacido mientras Irini, con su sonrisa, se unía a su tío y caminaban hacia la salida. Al verlos perderse en la salida, el viejo colocó la mano en el hombro de su hijo y le dijo:

—Quiero que sepas, hijo mío, que me siento orgulloso de ti—y volvió a su oficina, cerrando la puerta detrás de sí.

Sergei caminó hacia la salida a través de la galería de arte. Se detuvo allí largo rato, pensando. Cuando pasó por delante del Khríteldorch se convenció de que la imagen que veía era la de un niño feliz. Solo hasta ese momento se percató de que aún tenía en su rostro una sonrisa, dulce sonrisa que le dejó Irini…

De pronto, se oyó una voz que venía desde atrás:

—¡¿Qué m****a es esa que escuché de que te vas a casar?!

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