Apenas fue consciente de que le habían liberado las manos, Franco se acercó a la muchacha, que forcejeaba con sus cuerdas sin mucho éxito. La desató y la vio alejarse de él tan rápido como podía.
Victoria se lanzó contra la primera ventana que vio, y Franco no hizo ni un solo gesto para impedírselo porque sabía que no podía irse. Había vivido en aquella suficiente tiempo como para saber que era una fortaleza. Y tan difícil como era entrar, igual de difícil era salir.
Victoria sintió que se ahogaba cuando vio los barrotes por fuera de la ventana, y se colgó de ellos como si de verdad creyera que podía arrancarlos. Pero después de unos minutos había perdido la fuerza y la esperanza, y se acurrucó en un rincón, sollozando.
—Niña… escucha… —Franco se arrastró hasta ella mientras los puños le temblaban—. Niña… por favor...
Victoria lloraba a lágrima viva, pero él no tenía mucho tiempo para consolarla, y la única forma de calmarla fue abofeteándola.
—¡Mírame, niña! —ordenó Franco sosteniéndole la cara enntre sus manos—. Tienes que empezar a gritar… ahora… Si no creen que te estoy violando, te matarán…
Victoria no necesitaba demasiada motivación, ya estaba aterrada, así que sus gritos resonaron en aquella habitación mucho antes de lo que Santo Garibaldi esperaba.
Franco se arrodilló a su lado, pensando en cómo podían salir de esa, pero la droga ya estaba nublando su cerebro. Pronto no podría respirar de lo rápido que latía su corazón, y sus músculos comenzaron a agarrotarse. Se enclinó hacia adelante, apoyando los codos en el suelo, y se sostuvo la cabeza tratando de controlarse, pero etsaba a punto de empezar a temblar violentamente.
Si Victoria estaba aterrorizada por lo que estaba pasando, peor se puso al ver a aquel hombre así.
—¡Oye, oye! —lo sacudió, haciendo que se tendiera boca arriba. Había escuchado todo lo que su padre le había dicho pero no podía creer que fuera cierto.
—Lo siento… niña… —dijo Franco, sudando mientras las venas de su cuello empezaban a destacarse.
Victoria lo levantó hasta sentarlo un poco contra la cama y lo miró mientras las lágrimas le corrían.
—Me van a matar, ¿verdad…? Si tú te mueres… me van a matar, ¿no es cierto?
Franco no pudo evitar que un par de lágrimas se le salieran al mirarla, era una niña. Solo tenía diecinueve años, y probablementes toda una vida de sueños por cumplirse. No se merecía aquello.
—Lo… siento…
—Hazlo… —murmuró de repente la muchacha y Franco negó con desesperación.
—¡No!
—No me quiero morir… —sollozó Victoria y el primer instinto de Franco fue abrazarla con fuerza—. Por favor... ¡por favor no dejes que me maten…!
Franco quería prometerle que no le harían daño, pero en ese momento incluso su propia vida estaba en peligro. Luchó contra el efecto de la droga, contra aquella fiebre que le ponía el cuerpo caliente y sudoroso, pero en algún momento se dio cuenta de que no había solución.
Victoria podía sentir su calor, su tensión y su fuerza, pero era evidente que aquello terminaría matándolo. Tembló cuando sus manos le recorrieron la espalda y trató de ahogar los sollozos porque solo sería peor y lo sabía.
—Fra-Franco… —murmuró él casi sobre su boca—. Mi nombre... Franco...
—Victoria… —Fue la última palabra que pronunció antes de que los labios de aquel hombre se cerraran sobre los suyos con un beso posesivo y desesperado.
En un segundo la estaba besando y al siguiente Victoria cerró los ojos para no ver que literalmente le arrancaba la ropa del cuerpo. Intentó cubrirse con las manos, pero Franco la empujó sobre la alfombra, y quedó debajo de él mientras le sacaba las bragas y toda su desnudez se ponía en contacto con la desnudez abrasadora del italiano.
Franco la besó con urgencia, la acarició, era una muchacha preciosa que se merecía todo el tiempo del mundo para ser admirada, para ser amada, pero ninguno de los dos tenía ese tiempo.
Le abrió las piernas y acarició su clítoris, haciéndola gemir, pero sabía que no era de placer.
—Victoria… —susurró en su oído tratando de que se calmara. Aquello era inevitable pero él seguía sin ser una bestia—. Calma, amor, estoy aquí…
Jamás en toda su vida Franco había llamado «amor» a una mujer. Acarició sus senos, intentando controlarse para no lastimarla y siguió besándola hasta que sintió que sus músculos se tensaban. Su erección presionaba sobre el vientre de la muchacha y él intentaba con todas sus fuerzas no clavarse en ella como un animal.
No iba a relajarse, estaba aterrorizada y era virgen. Y sabía que aquello iba a ser horrible de cualquier manera. Incluso sabiendo que su supervivencia dependía de ello, el primer instinto de Victoria era alejarse de él, así que Franco tuvo que sostenerle las manos por encima de la cabeza mientras la presionaba con su cuerpo.
Deslizó la otra mano entre los dos y metió un dedo en su interior, arrancándole un grito.
—Eso es, amor, tranquila...
Victoria sintió aquella invasión sin mucho dolor pero sabía que eso no era todo.
—Mírame, tienes que mirarme. Por favor Victoria, mírame…
Victoria levantó los ojos hacia él y vio las lágrimas en sus ojos enrojecidos mientras metía otro dedo. Estaba absurdamente estrecha y tensa, y Franco sabía el trauma que le estaba causando a aquella niña solo de penetrarla con dos dedos.
Intentó no lastimarla demasiado mientras la acostumbraba, pero podía sentir la droga actuando también en su sistema, y dentro de poco ya no lo soportaría más.
Se escupió en la mano, intentando humedecerla, a ella y a su miembro, para hacer aquello menos doloroso pero al final sabía que era inútil.
—Mírame, Victoria… todo está bien, amor, todo está bien —susurró mientras encontraba la entrada de su sexo y empujaba un poco para abrirla. Victoria se retorció debajo de él y solo se quedó quieta cuando sintió las lágrimas de Franco salpicándole las mejillas—. Lo siento, amor… pero tienes que gritar… tienes que gritar… ¡ahora!
Jamás en toda su vida Victoria había sentido un dolor como aquel. Era como si una barra de acero templado al rojo vivo se hubiera abierto paso a través de su carne, rompiendo, desgarrando, lastimando todo.Gritó, con desesperación, con dolor, con rabia, con miedo, mientras escuchaba los susurros de Franco sobre su boca.—Lo siento, amor, lo siento…Le soltó las manos y apoyó los antebrazos junto a su cara mientras las uñas de Victoria se clavaban si compasión en sus bíceps.—Lo siento… —dijo él antes de retirarse un poco y hundirse de nuevo en su pequeña vagina, que se contraía sin poder evitarlo. Y la triste realidad era que cuánto más le dolía a ella, más lo hacía disfrutar a él.Franco la besó, ganándose mordida tras mordida mientras la penetraba. La suavidad era un lujo que tuvieron por pocos minutos, hasta que la sangre del italiano se volvió un volcán en plena erupción.Trataba de consolarla y ella lo sabía. Estaba sufriendo y ella lo sabía. Intentaba ser delicado y aun en medio
3 años despuésRegio de Calabria, ItaliaFranco se apartó de la ventana. Estaba despierto desde hacía varias horas, pero como siempre que no podía dormir, se había sentado a mirar la única cosa que lo mantenía en pie: ella.Se vistió impecablemente para salir: saco, camisa y corbata negras; y en el momento en que abrió la puerta de su habitación, ya Amira estaba esperándolo con el mismo gesto pétreo que él tenía.La mujer lo siguió como cada mañana hasta uno de los jardines posteriores de la casa, y se quedó a unos cinco metros mientras Franco se acercaba a una lápida blanca que estaba en medio de las flores. Lo vio rozarla con los dedos, besar el único anillo que llevaba en su mano derecha y regresar sin decir una palabra.Amira no sabía de quién era aquella lápida, pero quien sea que hubiera sido Victoria, pesaba más en el corazón de Franco Garibaldi que su propia madre.—¿Tenemos noticias del cargamento de Bocca Nera? —preguntó él y Amira asintió, sentándose a su derecha en la mesa
—¡Está viva! —aquel grito salió del pecho de Franco, dirigido especialmente a Amira, que empezó a gritar órdenes mientras corría hacia ellos.—¡Despierten al doctor Hiyamoto y sus asistentes! ¡Llévenla a la clínica! ¡Vamos, muévanse! —gritó su Ejecutora.Tiró del brazo de Franco, obligándolo a soltarla para que pudieran sacarla del atúd y llevársela. La muchacha tenía una herida de bala en el abdomen y había perdido mucha sangre, pero aquel cirujano japones era una eminencia en la medicina y estaba siempre a disposición en la mansión.Franco estaba en shock, no podía creer que Victoria estuviera viva y menos que alguien se la hubiera enviado a punto de morir.¡Realmente estaba viva!¡Él no la había matado!Entonces alguien... alguien la había ocultado de él esos tres años... ¿solo para enviarsela cuando prácticamente no podía salvarla? Solo un hombre era capaz de semejante cosa: Su maldito padre—¡Lo voy a matar con mis propias manos! —rugió viendo la sangre de Victoria en ellas.Amir
«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».Aquellas palabras seguían martilleando en la cabeza de Franco mientras Amira lo arrastraba hasta el baño más cercano para que se lavara las manos y se quitara aquella sangre, porque tal parecía que era capaz de darle superpoderes y ninguno bueno.Lo dejó sentado en una silla y fue a su habitación a buscarle una pulcra camisa negra. Franco ni siquiera se inmutó cuando ella lo desvistió y lo vistió de nuevo. No había nada sexual en eso de parte de ninguno de los dos. Y solo reaccionó cuando sintió aquel paño de agua helada sobre una de sus mejillas.—¿Cómo está? —murmuró intentando no desmoronarse.—La están operando —respondió Amira—. El disparo lastimó varios órganos, pero está pensado para no matar instantáneamente. Tienes que tener fe.—¿Fe? —escupió Franco con rabia—. ¿Cómo puedes hablarme de fe? ¿En quién? ¿En D
Si había algo a lo que incluso los miembros élite de la ´Ndrangheta le temían, era a los Silenciosos de Franco Garibaldi.¿Qué eran? ¿Quiénes eran?Cincuenta hombres que valían por un pequeño ejército. Cincuenta hombres altamente entrenados, especializados en operaciones tácticas en zona de guerra. Tan eficientes que rara vez se veían envueltos en una balacera, por eso se habían ganado el nombre de los Silenciosos.Caza, búsqueda y destrucción. La ira de Dios en trajes tácticos negros y un pensamiento frío e impasible.Los lideraba un hombre de la entera confianza de Franco, y a quien el resto del equipo respetaban como si fuera un dios. Y si alguien se pregunta cómo Franco Garibaldi se había ganado la lealtad irrevocable de aquel hombre, la respuesta era simple: Había salvado a su mujer y a su hija hacía algunos años, cuando todavía era médico.—Archer —dijo Franco media hora después, entrando por la puerta de su despacho, donde aquel hombre de casi cincuenta años lo esperaba ya.—Se
Los dientes apretados y la mueca en la cara de Santo Garibaldi fue más que suficiente para hacerlo sonreír. Podía ver aquella conciencia de que había cometido un error dibujada en todo su rostro.—¡Debiste saberlo! En el mismo momento en que amarraste a una chica virgen frente a mí, y me drogaste, debiste saber que me haría cargo de las consecuencias, que me haría cargo de ella…—¡Y eso te habría hecho débil otra vez! —rugió Santo—. ¿Creíste que iba a drogarte solo para ver cómo te llenabas de nuevo el alma de nobleza, y caminabas hacia el atardecer con esa zorra?Lo último que Santo vio en los siguientes cinco minutos, fue el puño de su hijo destrozándole la nariz y parte del pómulo izquierdo.—Deberías tener más cuidado con la forma en que hablas sobre mi mujer —siseó Franco con frialdad, respirando profundo y dando un par de pasos atrás—. Pusiste una virgen en mis manos, me dio un hijo, y está a punto de convertirse en la «Mamma» de la ’Ndrangheta.—Para eso tendrías que ser Conte
La rabia, el desconcierto y la indignación bullían como una marea incontenible en la expresión de Santo Garibaldi. Hacía unas horas estaba furioso porque Franco había logrado concretar aquel trato de cocaína con los colombianos, incluso había tenido que sacrificar a su Ejecutor haciendo que rompiera la omertà (ley del silencio), y estaba cavilando cómo entorpecer la distribución de aquel cargamento…Y ahora estaba ahí. Franco había conseguido no solo humillarlo y golpearlo, sino volver a La Santa, a la misma élite de la organización contra él.—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó Vitto.—¡Le he dedicado mi vida a la ´Ndrangheta! —gritó Santo desesperado.—La ´Ndrangheta es nuestra familia y nuestra familia es la ´Ndrangheta —replicó Bruno Assencio, otro miembro de La Santa—. Si no respetaste a tu propio hijo, no respetas nada.Vitto se giró hacia Franco y lo encaró.—Este es tu momento de decidir —le advirtió—. Voy a darte la oportunidad que no te dio tu padre. Si quieres
Enojado, frustrado, desesperado.No eran las mejores emociones, pero prefería esas a la vergüenza de mirar a aquella muchacha a la cara.Tres años habían pasado y seguía siendo la misma cara, la misma expresión perdida que había visto hacía tres años, solo que ahora una tristeza infinita lo dominada todo.—Yo… lo siento —murmuró con voz ahogada, besando el dorso de su mano mientras le mojada la piel con sus lágrimas, y agradeció a la virgen que ella no rechazara al menos ese gesto.Victoria lo vio echar atrás la silla y arrodillarse junto a ella, apoyando la frente en su mano.—Sé que no tengo derecho a pedirlo, pero por favor… perdóname. Lo siento…—Lo escuché la primera vez —replicó ella y Franco levantó la mirada—. Lo escuché la primera vez y todas las veces que me lo dijiste esa noche… Y también sé que no fue tu culpa.—Pensé que te había matado —dijo Franco y ella arrugó el ceño—. La única razón por la que no te busqué, por la que no te protegí fue esa… ¡Pero fue mi culpa, yo era