Victoria sintió que la cabeza iba a estallarle del dolor, probablemente por todas las drogas que le habían metido para sedarla. Una bofetada medianamente dolorosa acabó de despertarla y miró alrededor horrorizada.
No tenía ni idea de dónde estaba, y menos con quién, pero a su lado había al menos una docena de chicas tan aturdidas y asustadas como ella. Varios hombres paseaban por la habitación, revisando a las muchachas y llevándoselas.
Uno de esos hombres se paró frente a ella; parecía un gigante y tenía un aspecto profundamente desagradable. Atrapó su barbilla, la miró bien por un segundo y luego le habló en perfecto italiano.
—¿Eres virgen? —le preguntó, pero ella solo respondió con un sollozo, así que el hombre le dio otra bofetada que la hizo callarse al instante—. Te explicaré bien cómo es esto. Virgen: vendida a un amo. Desvirgada: vendida a un burdel. Mentirosa: muerta. ¿Entendiste?
Victoria apretó los dientes mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro.
—¡Pregunté si entendiste! —repitió y ella asintió apurada.
No podía creer el infierno en que se había convertido su vida en unas pocas horas. Había ido a Italia en el viaje de sus sueños, a conocer la historia de sus ancestros, porque aunque ella hubiera nacido en España, sus abuelos maternos eran italianos. Y sin saber cómo había terminado allí, atada a una silla y a punto de ser vendida.
—¿Entonces? ¿Qué va a ser? —se impacientó el hombre.
—Vi-virgen… —sollozó Victoria, aterrorizada—. Soy virgen…
—Mejor para ti —replicó el gigante volviéndose—. ¡Tenemos una ganadora!
Victoria vio que un hombre de unos sesenta años, canoso y de rostro feroz se acercaba a ellos.
—Esta servirá. Llévensela a la habitación de Franco.
Otro de los que estaban en el cuarto la levantó y se la echó al hombro, solo para llevarla a una habitación muy lujosa y amarrarla a otra silla.
Victoria no podía dejar de llorar. Tenía miedo, tenía frío, y sabía que posiblemente terminara muerta antes de que amaneciera.
Para su sorpresa, diez minutos después arrastraron a otra persona dentro de la habitación y lo ataron a una silla delante de ella. El hombre debía tener unos veinticinco o veintiséis años y gruñía con rebeldía. Era muy atractivo, con la piel ligeramente bronceada y el cabello casi blanco, y estaba muy enojado. Solo llevaba un pantalón negro de algodón que parecía de pijama y el torso desnudo, con cada perfecto músculo marcado mientras luchaba por zafarse.
—¿Te volviste loco? —le gritó a la oscuridad que los rodeaba.
—No, solo estoy tomando cartas en el asunto. —La imagen del señor canoso entró en su campo de visión, y Victoria ahogó un gemido de terror, llamando la atención de los dos—. ¡Tú eres el próximo Conte* de la 'Ndrangheta, ni siquiera los sicilianos tendrán tanto poder como tú! ¡Y no tienes estómago para llevar el negocio de la familia!
—¡Te dije que no quiero tener nada que ver con eso! —exclamó Franco con rabia—. Me hice médico para salvar vidas, y tú lo único que haces es acabar con ellas. ¡Estás loco si piensas que voy a seguir tus pasos!
Su padre dio una vuelta, rodeando la habitación y fue a pararse detrás de la silla de Victoria.
—Por desgracia para ti, eres mi único hijo —siseó—. Los Garibaldi hemos dirigido la 'Ndrangheta por décadas. ¿Qué crees? ¿Que voy a permitir que alguno de los estúpidos sobrinos de tu madre tome el mando después de mí? ¡Sobre mi cadáver! ¡Así que te guste o no, esta noche te convertirás en lo que siempre has debido ser…!
—¿¡Qué cosa, padre!? ¿¡Un monstruo como tú!? ¿Un hombre que vive de la droga, el tráfico de armas y de mujeres? —escupió Franco con desprecio.
—No, no muchacho. Un hombre no, ¡el rey de todo eso! —replicó su padre con satisfacción—. Te has cansado de decirme que soy un monstruo, ¡pero esta noche voy a demostrarte que hasta tú puedes ser uno!
Un hombre pasó el brazo alrededor del cuello de Franco para inmovilizarlo mientras otro le inyectaba algo que lo hizo gritar y lo mareó en un segundo.
—¡Mira aquí! —le ordenó su padre mientras atrapaba violentamente con una mano el cabello de Victoria y ella sollozaba—. Diecinueve años… virgen… Dile cómo te llamas, niña.
La muchacha dudó un segundo, pero el terror terminó por persuadirla.
—Vi-Victoria… me llamo Victoria… —lloró mientras Franco bajaba la cabeza, negando.
—Esta noche eres tú, o ella —le sonrió Santo Garibaldi.
—¿Qué mierd@ me inyectaste? —le gritó Franco que ya empezaba a sentirse mal.
—¿Por qué? ¿Todavía no lo sientes? —Su padre soltó a la muchacha y llegó junto a él, inclinándose con la maldad retratada en el rostro—. Es una pequeña dosis de lo que le inyectamos a los purasangre cuando queremos potros nuevos.
Victoria habría jurado que el rostro de aquel hombre también se puso lívido de terror, quizás porque él sí entendía plenamente lo que eso significaba.
—¿Y qué esperas que haga? ¿Qué la viole? —le gritó Franco a su padre viendo cómo el viejo sonreía.
—O no, eso depende de ti. Pero sabes muy bien lo que pasará: tu corazón va a acelerarse, tu cerebro se aturdirá, tendrás una jodida erección por horas y a menos que liberes todo eso, probablemente tu cuerpo colapsará. Convulsionarás, tendrás parálisis muscular… con suerte alguna venita reventará en tu cerebro antes de que sufras demasiado —aseguró tocándole la cabeza con un dedo.
—¡Eres una basura! —le gritó Franco, furioso, ganándose un puñetazo bastante fuerte para la edad de su padre.
—Somos lo que somos, muchacho. Así que tendrás que elegir: o ella o tú. ¡Veremos si eres tan noble como crees!
Franco levantó la mirada para clavarla en la chiquilla aterrorizada que habían atado frente a él. La droga ya empezaba a hacerle efecto, pero al menos tenía la suficiente lucidez para escuchar las últimas palabras que su padre le dijo a uno de los guardias.
—Suéltalo… Y si no la oyes gritar en veinte minutos, mátala.
*El título más alto dentro de la organización. El máximo jefe.
Apenas fue consciente de que le habían liberado las manos, Franco se acercó a la muchacha, que forcejeaba con sus cuerdas sin mucho éxito. La desató y la vio alejarse de él tan rápido como podía. Victoria se lanzó contra la primera ventana que vio, y Franco no hizo ni un solo gesto para impedírselo porque sabía que no podía irse. Había vivido en aquella suficiente tiempo como para saber que era una fortaleza. Y tan difícil como era entrar, igual de difícil era salir. Victoria sintió que se ahogaba cuando vio los barrotes por fuera de la ventana, y se colgó de ellos como si de verdad creyera que podía arrancarlos. Pero después de unos minutos había perdido la fuerza y la esperanza, y se acurrucó en un rincón, sollozando. —Niña… escucha… —Franco se arrastró hasta ella mientras los puños le temblaban—. Niña… por favor... Victoria lloraba a lágrima viva, pero él no tenía mucho tiempo para consolarla, y la única forma de calmarla fue abofeteándola. —¡Mírame, niña! —ordenó Franco sosten
Jamás en toda su vida Victoria había sentido un dolor como aquel. Era como si una barra de acero templado al rojo vivo se hubiera abierto paso a través de su carne, rompiendo, desgarrando, lastimando todo.Gritó, con desesperación, con dolor, con rabia, con miedo, mientras escuchaba los susurros de Franco sobre su boca.—Lo siento, amor, lo siento…Le soltó las manos y apoyó los antebrazos junto a su cara mientras las uñas de Victoria se clavaban si compasión en sus bíceps.—Lo siento… —dijo él antes de retirarse un poco y hundirse de nuevo en su pequeña vagina, que se contraía sin poder evitarlo. Y la triste realidad era que cuánto más le dolía a ella, más lo hacía disfrutar a él.Franco la besó, ganándose mordida tras mordida mientras la penetraba. La suavidad era un lujo que tuvieron por pocos minutos, hasta que la sangre del italiano se volvió un volcán en plena erupción.Trataba de consolarla y ella lo sabía. Estaba sufriendo y ella lo sabía. Intentaba ser delicado y aun en medio
3 años despuésRegio de Calabria, ItaliaFranco se apartó de la ventana. Estaba despierto desde hacía varias horas, pero como siempre que no podía dormir, se había sentado a mirar la única cosa que lo mantenía en pie: ella.Se vistió impecablemente para salir: saco, camisa y corbata negras; y en el momento en que abrió la puerta de su habitación, ya Amira estaba esperándolo con el mismo gesto pétreo que él tenía.La mujer lo siguió como cada mañana hasta uno de los jardines posteriores de la casa, y se quedó a unos cinco metros mientras Franco se acercaba a una lápida blanca que estaba en medio de las flores. Lo vio rozarla con los dedos, besar el único anillo que llevaba en su mano derecha y regresar sin decir una palabra.Amira no sabía de quién era aquella lápida, pero quien sea que hubiera sido Victoria, pesaba más en el corazón de Franco Garibaldi que su propia madre.—¿Tenemos noticias del cargamento de Bocca Nera? —preguntó él y Amira asintió, sentándose a su derecha en la mesa
—¡Está viva! —aquel grito salió del pecho de Franco, dirigido especialmente a Amira, que empezó a gritar órdenes mientras corría hacia ellos.—¡Despierten al doctor Hiyamoto y sus asistentes! ¡Llévenla a la clínica! ¡Vamos, muévanse! —gritó su Ejecutora.Tiró del brazo de Franco, obligándolo a soltarla para que pudieran sacarla del atúd y llevársela. La muchacha tenía una herida de bala en el abdomen y había perdido mucha sangre, pero aquel cirujano japones era una eminencia en la medicina y estaba siempre a disposición en la mansión.Franco estaba en shock, no podía creer que Victoria estuviera viva y menos que alguien se la hubiera enviado a punto de morir.¡Realmente estaba viva!¡Él no la había matado!Entonces alguien... alguien la había ocultado de él esos tres años... ¿solo para enviarsela cuando prácticamente no podía salvarla? Solo un hombre era capaz de semejante cosa: Su maldito padre—¡Lo voy a matar con mis propias manos! —rugió viendo la sangre de Victoria en ellas.Amir
«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».Aquellas palabras seguían martilleando en la cabeza de Franco mientras Amira lo arrastraba hasta el baño más cercano para que se lavara las manos y se quitara aquella sangre, porque tal parecía que era capaz de darle superpoderes y ninguno bueno.Lo dejó sentado en una silla y fue a su habitación a buscarle una pulcra camisa negra. Franco ni siquiera se inmutó cuando ella lo desvistió y lo vistió de nuevo. No había nada sexual en eso de parte de ninguno de los dos. Y solo reaccionó cuando sintió aquel paño de agua helada sobre una de sus mejillas.—¿Cómo está? —murmuró intentando no desmoronarse.—La están operando —respondió Amira—. El disparo lastimó varios órganos, pero está pensado para no matar instantáneamente. Tienes que tener fe.—¿Fe? —escupió Franco con rabia—. ¿Cómo puedes hablarme de fe? ¿En quién? ¿En D
Si había algo a lo que incluso los miembros élite de la ´Ndrangheta le temían, era a los Silenciosos de Franco Garibaldi.¿Qué eran? ¿Quiénes eran?Cincuenta hombres que valían por un pequeño ejército. Cincuenta hombres altamente entrenados, especializados en operaciones tácticas en zona de guerra. Tan eficientes que rara vez se veían envueltos en una balacera, por eso se habían ganado el nombre de los Silenciosos.Caza, búsqueda y destrucción. La ira de Dios en trajes tácticos negros y un pensamiento frío e impasible.Los lideraba un hombre de la entera confianza de Franco, y a quien el resto del equipo respetaban como si fuera un dios. Y si alguien se pregunta cómo Franco Garibaldi se había ganado la lealtad irrevocable de aquel hombre, la respuesta era simple: Había salvado a su mujer y a su hija hacía algunos años, cuando todavía era médico.—Archer —dijo Franco media hora después, entrando por la puerta de su despacho, donde aquel hombre de casi cincuenta años lo esperaba ya.—Se
Los dientes apretados y la mueca en la cara de Santo Garibaldi fue más que suficiente para hacerlo sonreír. Podía ver aquella conciencia de que había cometido un error dibujada en todo su rostro.—¡Debiste saberlo! En el mismo momento en que amarraste a una chica virgen frente a mí, y me drogaste, debiste saber que me haría cargo de las consecuencias, que me haría cargo de ella…—¡Y eso te habría hecho débil otra vez! —rugió Santo—. ¿Creíste que iba a drogarte solo para ver cómo te llenabas de nuevo el alma de nobleza, y caminabas hacia el atardecer con esa zorra?Lo último que Santo vio en los siguientes cinco minutos, fue el puño de su hijo destrozándole la nariz y parte del pómulo izquierdo.—Deberías tener más cuidado con la forma en que hablas sobre mi mujer —siseó Franco con frialdad, respirando profundo y dando un par de pasos atrás—. Pusiste una virgen en mis manos, me dio un hijo, y está a punto de convertirse en la «Mamma» de la ’Ndrangheta.—Para eso tendrías que ser Conte
La rabia, el desconcierto y la indignación bullían como una marea incontenible en la expresión de Santo Garibaldi. Hacía unas horas estaba furioso porque Franco había logrado concretar aquel trato de cocaína con los colombianos, incluso había tenido que sacrificar a su Ejecutor haciendo que rompiera la omertà (ley del silencio), y estaba cavilando cómo entorpecer la distribución de aquel cargamento…Y ahora estaba ahí. Franco había conseguido no solo humillarlo y golpearlo, sino volver a La Santa, a la misma élite de la organización contra él.—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó Vitto.—¡Le he dedicado mi vida a la ´Ndrangheta! —gritó Santo desesperado.—La ´Ndrangheta es nuestra familia y nuestra familia es la ´Ndrangheta —replicó Bruno Assencio, otro miembro de La Santa—. Si no respetaste a tu propio hijo, no respetas nada.Vitto se giró hacia Franco y lo encaró.—Este es tu momento de decidir —le advirtió—. Voy a darte la oportunidad que no te dio tu padre. Si quieres