Jamás en toda su vida Victoria había sentido un dolor como aquel. Era como si una barra de acero templado al rojo vivo se hubiera abierto paso a través de su carne, rompiendo, desgarrando, lastimando todo.
Gritó, con desesperación, con dolor, con rabia, con miedo, mientras escuchaba los susurros de Franco sobre su boca.
—Lo siento, amor, lo siento…
Le soltó las manos y apoyó los antebrazos junto a su cara mientras las uñas de Victoria se clavaban si compasión en sus bíceps.
—Lo siento… —dijo él antes de retirarse un poco y hundirse de nuevo en su pequeña vagina, que se contraía sin poder evitarlo. Y la triste realidad era que cuánto más le dolía a ella, más lo hacía disfrutar a él.
Franco la besó, ganándose mordida tras mordida mientras la penetraba. La suavidad era un lujo que tuvieron por pocos minutos, hasta que la sangre del italiano se volvió un volcán en plena erupción.
Trataba de consolarla y ella lo sabía. Estaba sufriendo y ella lo sabía. Intentaba ser delicado y aun en medio de aquel horror se lo agradecía, pero también se daba cuenta de que si seguía conteniéndose, el resultado sería el mismo: los dos terminarían muertos.
—Lo siento, niña...
Durante un segundo ella tomó su cara entre las manos y lo miró a los ojos antes de murmurar.
—Lo sé...
A Victoria no le quedó más remedio entonces que abrazarse a su cuello cuando él la levantó contra una de las paredes y hundió la cabeza en la curva de su garganta. Desde allí sus lágrimas corrían sobre los senos de la chica, pero no podía detenerse. La penetró con dureza, sin darle tiempo ni oportunidad para adaptarse a su tamaño. La besó aunque lo mordiera y sus manos se cerraron sobre sus caderas mientras se empujaba una y otra vez dentro de ella, perdido en la fiebre y en el deseo.
Podía sentir la calidez y la humedad con la que empezaba a entrar mejor, rozando cada una de sus paredes hasta el delirio. Cerró los ojos, mientras sus sudores se mezclaban, mientras sus lágrimas se mezclaban, mientras la sangre de su virginidad hacía un hilo sobre sus muslos y él solo podía empujar más fuerte, más hondo, más duro. Como si ella no tuviera un final y él quisiera alcanzarlo.
Hasta que toda aquella tensión, el calor, la exaltación, encontraron su liberación. Franco echó atrás la cabeza y ahogó un grito mientras terminaba, y cayó de rodillas con Victoria en sus brazos. La chica temblaba y lloraba, y Franco sintió que si hubiera tenido una pistola a mano, se habría dado un tiro allí mismo.
—Lo siento, amor, lo siento —dijo tratando de que lo mirara pero Victoria solo esquivó.
Franco se levantó y la cargó hasta el baño, y se metió con ella en la ducha, manteniéndola fuertemente abrazada mientras el agua corría por sus cuerpos, porque sabía que ella no sería capaz de pararse sola.
—¡Mírame, niña, por Dios! Sabes que no quería hacer esto… no quiero…
Victoria sintió el sollozo de Franco contra su mejilla y lo miró.
—Perdóname. ¡Te lo suplico! Perdóname!
Él parecía a punto de volverse loco, probablemente era un buen hombre... o lo sería hasta ese día. Aquello se lo habían hecho a los dos, no solo a ella. Fuera quien fuera Franco Garibaldi, alguien acababa de destruirle la vida tanto como se la había destruido a ella.
Se permitió abrazarlo y llorar contra su pecho mientras él besaba su cabeza con una culpabilidad que lo perseguiría para toda la vida. Una culpabilidad que solo aumentaría en las siguientes horas, porque antes de que salieran del baño ya la fiebre había vuelto y ella estaba de cara a la pared, con los dedos de Franco firmemente entrelazados con los suyos mientras respiraba con dificultad sobre su nuca y la penetraba violentamente.
Victoria perdió la cuenta de cuántas veces la poseyó esa noche. Cuántas veces gritó, cuánta sangre perdió, cuántas veces lo escuchó pedir perdón y llorar sobre su vientre, cuántas veces lo vio intentar controlarse sin resultado… pero en algún momento la adrenalina dejó de hacer efecto, y su mundo, como el de Franco, también se oscureció.
Franco sentía que la habitación le daba vueltas, que todo dolía cuando el movimiento a su lado lo despertó. Su primer pensamiento fue para Victoria y su corazón se detuvo cuando lo primero que vio fue a uno de los hombres de su padre lanzarle una sábana por encima y levantarla.
Franco retrocedió cuando vio que la sábana le tapaba la cara y que bajo ella colgaba un brazo, frágil e inerte.
—¡Vaya! Esto sí que no lo esperé de ti —murmuró Santo Garibaldi, sentado en la silla donde antes había estado su hijo—. Violarla era una cosa… me habría conformado con eso… pero no esperé que la mataras.
Los ojos de Franco se llenaron de lágrimas en un segundo. No recordaba eso, no recordaba haberla lastimado… ¡no…! ¡él no podía…!
Miró aquel cuerpo cubierto por la sábana y el nudo en la garganta lo enmudeció. ¡Era una niña! ¡Era solo una niña…!
Santo Garibaldi se levantó, se acercó a ella y sacó un pequeño anillo que había en esa mano que colgaba. Y luego se lo lanzó a su hijo sobre la cama.
—La próxima vez que te atrevas a decir que tu padre es un monstruo, mira ese anillo y recuerda quién eres tú —le advirtió.
Franco tomó el anillo de Victoria y lo apretó en su puño mientras se levantaba de la cama. No le importó estar desnudo, porque en aquel mismo momento tenía la confianza, la ira y la fuerza de un dios.
—Escúchame muy bien, Santo Garibaldi. Hiciste todo esto con un solo propósito, ¿verdad? ¡Pues sea! Pero el mismo día en que tome el control sobre la 'Ndrangheta, te juro que mi primer acto será firmar tu sentencia de muerte. —Se puso el anillo de Victoria en el meñique y lo besó—. ¡Te lo juro por la Santa Mamma!
3 años despuésRegio de Calabria, ItaliaFranco se apartó de la ventana. Estaba despierto desde hacía varias horas, pero como siempre que no podía dormir, se había sentado a mirar la única cosa que lo mantenía en pie: ella.Se vistió impecablemente para salir: saco, camisa y corbata negras; y en el momento en que abrió la puerta de su habitación, ya Amira estaba esperándolo con el mismo gesto pétreo que él tenía.La mujer lo siguió como cada mañana hasta uno de los jardines posteriores de la casa, y se quedó a unos cinco metros mientras Franco se acercaba a una lápida blanca que estaba en medio de las flores. Lo vio rozarla con los dedos, besar el único anillo que llevaba en su mano derecha y regresar sin decir una palabra.Amira no sabía de quién era aquella lápida, pero quien sea que hubiera sido Victoria, pesaba más en el corazón de Franco Garibaldi que su propia madre.—¿Tenemos noticias del cargamento de Bocca Nera? —preguntó él y Amira asintió, sentándose a su derecha en la mesa
—¡Está viva! —aquel grito salió del pecho de Franco, dirigido especialmente a Amira, que empezó a gritar órdenes mientras corría hacia ellos.—¡Despierten al doctor Hiyamoto y sus asistentes! ¡Llévenla a la clínica! ¡Vamos, muévanse! —gritó su Ejecutora.Tiró del brazo de Franco, obligándolo a soltarla para que pudieran sacarla del atúd y llevársela. La muchacha tenía una herida de bala en el abdomen y había perdido mucha sangre, pero aquel cirujano japones era una eminencia en la medicina y estaba siempre a disposición en la mansión.Franco estaba en shock, no podía creer que Victoria estuviera viva y menos que alguien se la hubiera enviado a punto de morir.¡Realmente estaba viva!¡Él no la había matado!Entonces alguien... alguien la había ocultado de él esos tres años... ¿solo para enviarsela cuando prácticamente no podía salvarla? Solo un hombre era capaz de semejante cosa: Su maldito padre—¡Lo voy a matar con mis propias manos! —rugió viendo la sangre de Victoria en ellas.Amir
«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».Aquellas palabras seguían martilleando en la cabeza de Franco mientras Amira lo arrastraba hasta el baño más cercano para que se lavara las manos y se quitara aquella sangre, porque tal parecía que era capaz de darle superpoderes y ninguno bueno.Lo dejó sentado en una silla y fue a su habitación a buscarle una pulcra camisa negra. Franco ni siquiera se inmutó cuando ella lo desvistió y lo vistió de nuevo. No había nada sexual en eso de parte de ninguno de los dos. Y solo reaccionó cuando sintió aquel paño de agua helada sobre una de sus mejillas.—¿Cómo está? —murmuró intentando no desmoronarse.—La están operando —respondió Amira—. El disparo lastimó varios órganos, pero está pensado para no matar instantáneamente. Tienes que tener fe.—¿Fe? —escupió Franco con rabia—. ¿Cómo puedes hablarme de fe? ¿En quién? ¿En D
Si había algo a lo que incluso los miembros élite de la ´Ndrangheta le temían, era a los Silenciosos de Franco Garibaldi.¿Qué eran? ¿Quiénes eran?Cincuenta hombres que valían por un pequeño ejército. Cincuenta hombres altamente entrenados, especializados en operaciones tácticas en zona de guerra. Tan eficientes que rara vez se veían envueltos en una balacera, por eso se habían ganado el nombre de los Silenciosos.Caza, búsqueda y destrucción. La ira de Dios en trajes tácticos negros y un pensamiento frío e impasible.Los lideraba un hombre de la entera confianza de Franco, y a quien el resto del equipo respetaban como si fuera un dios. Y si alguien se pregunta cómo Franco Garibaldi se había ganado la lealtad irrevocable de aquel hombre, la respuesta era simple: Había salvado a su mujer y a su hija hacía algunos años, cuando todavía era médico.—Archer —dijo Franco media hora después, entrando por la puerta de su despacho, donde aquel hombre de casi cincuenta años lo esperaba ya.—Se
Los dientes apretados y la mueca en la cara de Santo Garibaldi fue más que suficiente para hacerlo sonreír. Podía ver aquella conciencia de que había cometido un error dibujada en todo su rostro.—¡Debiste saberlo! En el mismo momento en que amarraste a una chica virgen frente a mí, y me drogaste, debiste saber que me haría cargo de las consecuencias, que me haría cargo de ella…—¡Y eso te habría hecho débil otra vez! —rugió Santo—. ¿Creíste que iba a drogarte solo para ver cómo te llenabas de nuevo el alma de nobleza, y caminabas hacia el atardecer con esa zorra?Lo último que Santo vio en los siguientes cinco minutos, fue el puño de su hijo destrozándole la nariz y parte del pómulo izquierdo.—Deberías tener más cuidado con la forma en que hablas sobre mi mujer —siseó Franco con frialdad, respirando profundo y dando un par de pasos atrás—. Pusiste una virgen en mis manos, me dio un hijo, y está a punto de convertirse en la «Mamma» de la ’Ndrangheta.—Para eso tendrías que ser Conte
La rabia, el desconcierto y la indignación bullían como una marea incontenible en la expresión de Santo Garibaldi. Hacía unas horas estaba furioso porque Franco había logrado concretar aquel trato de cocaína con los colombianos, incluso había tenido que sacrificar a su Ejecutor haciendo que rompiera la omertà (ley del silencio), y estaba cavilando cómo entorpecer la distribución de aquel cargamento…Y ahora estaba ahí. Franco había conseguido no solo humillarlo y golpearlo, sino volver a La Santa, a la misma élite de la organización contra él.—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó Vitto.—¡Le he dedicado mi vida a la ´Ndrangheta! —gritó Santo desesperado.—La ´Ndrangheta es nuestra familia y nuestra familia es la ´Ndrangheta —replicó Bruno Assencio, otro miembro de La Santa—. Si no respetaste a tu propio hijo, no respetas nada.Vitto se giró hacia Franco y lo encaró.—Este es tu momento de decidir —le advirtió—. Voy a darte la oportunidad que no te dio tu padre. Si quieres
Enojado, frustrado, desesperado.No eran las mejores emociones, pero prefería esas a la vergüenza de mirar a aquella muchacha a la cara.Tres años habían pasado y seguía siendo la misma cara, la misma expresión perdida que había visto hacía tres años, solo que ahora una tristeza infinita lo dominada todo.—Yo… lo siento —murmuró con voz ahogada, besando el dorso de su mano mientras le mojada la piel con sus lágrimas, y agradeció a la virgen que ella no rechazara al menos ese gesto.Victoria lo vio echar atrás la silla y arrodillarse junto a ella, apoyando la frente en su mano.—Sé que no tengo derecho a pedirlo, pero por favor… perdóname. Lo siento…—Lo escuché la primera vez —replicó ella y Franco levantó la mirada—. Lo escuché la primera vez y todas las veces que me lo dijiste esa noche… Y también sé que no fue tu culpa.—Pensé que te había matado —dijo Franco y ella arrugó el ceño—. La única razón por la que no te busqué, por la que no te protegí fue esa… ¡Pero fue mi culpa, yo era
El rostro de Franco Garibaldi era una máscara de desprecio. Se había acostumbrado a tener a sus enemigos muy cerca, pero aquel era otro nivel de traición.Lo había visto en la expresión de su padre. Santo Garibaldi había vendido a Victoria, pero no tenía ni idea de que ella había tenido un hijo. Pero alguien más sí lo sabía. Alguien había recolectado su ADN de alguna forma, y sabía que tenía un hijo que estaba en manos de los Rossi.Y lo peor de todo, era que pertenecía a la organización. Nadie más tenía acceso a su casa o a su vida. Eso también significaba que cada paso que diera podía ser—¿Franco?—Comprendo —fue todo lo que dijo él antes de ponerse de pie y abotonarse el saco.—¿Qué…? ¿Qué vas a hacer? —murmuró Victoria—. ¿Tienes idea de cómo recuperar a nuestro hijo…?—Sí —le aseguró Franco—. Tú misma lo dijiste, ellos quieren algo de mí, así que voy a hacer que me lo pidan.Victoria frunció el ceño y se abrazó el cuerpo. Había esperado durante tres años ser libre de nuevo, pero