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CAPÍTULO 3. ¡Te lo juro por la Santa Mamma!

Jamás en toda su vida Victoria había sentido un dolor como aquel. Era como si una barra de acero templado al rojo vivo se hubiera abierto paso a través de su carne, rompiendo, desgarrando, lastimando todo.

Gritó, con desesperación, con dolor, con rabia, con miedo, mientras escuchaba los susurros de Franco sobre su boca.

—Lo siento, amor, lo siento…

Le soltó las manos y apoyó los antebrazos junto a su cara mientras las uñas de Victoria se clavaban si compasión en sus bíceps.

—Lo siento… —dijo él antes de retirarse un poco y hundirse de nuevo en su pequeña vagina, que se contraía sin poder evitarlo. Y la triste realidad era que cuánto más le dolía a ella, más lo hacía disfrutar a él.

Franco la besó, ganándose mordida tras mordida mientras la penetraba. La suavidad era un lujo que tuvieron por pocos minutos, hasta que la sangre del italiano se volvió un volcán en plena erupción.

Trataba de consolarla y ella lo sabía. Estaba sufriendo y ella lo sabía. Intentaba ser delicado y aun en medio de aquel horror se lo agradecía, pero también se daba cuenta de que si seguía conteniéndose, el resultado sería el mismo: los dos terminarían muertos.

—Lo siento, niña...

Durante un segundo ella tomó su cara entre las manos y lo miró a los ojos antes de murmurar.

—Lo sé...

A Victoria no le quedó más remedio entonces que abrazarse a su cuello cuando él la levantó contra una de las paredes y hundió la cabeza en la curva de su garganta. Desde allí sus lágrimas corrían sobre los senos de la chica, pero no podía detenerse. La penetró con dureza, sin darle tiempo ni oportunidad para adaptarse a su tamaño. La besó aunque lo mordiera y sus manos se cerraron sobre sus caderas mientras se empujaba una y otra vez dentro de ella, perdido en la fiebre y en el deseo.

Podía sentir la calidez y la humedad con la que empezaba a entrar mejor, rozando cada una de sus paredes hasta el delirio. Cerró los ojos, mientras sus sudores se mezclaban, mientras sus lágrimas se mezclaban, mientras la sangre de su virginidad hacía un hilo sobre sus muslos y él solo podía empujar más fuerte, más hondo, más duro. Como si ella no tuviera un final y él quisiera alcanzarlo.

Hasta que toda aquella tensión, el calor, la exaltación, encontraron su liberación. Franco echó atrás la cabeza y ahogó un grito mientras terminaba, y cayó de rodillas con Victoria en sus brazos. La chica temblaba y lloraba, y Franco sintió que si hubiera tenido una pistola a mano, se habría dado un tiro allí mismo.

—Lo siento, amor, lo siento —dijo tratando de que lo mirara pero Victoria solo esquivó.

Franco se levantó y la cargó hasta el baño, y se metió con ella en la ducha, manteniéndola fuertemente abrazada mientras el agua corría por sus cuerpos, porque sabía que ella no sería capaz de pararse sola.

—¡Mírame, niña, por Dios! Sabes que no quería hacer esto… no quiero…

Victoria sintió el sollozo de Franco contra su mejilla y lo miró.

—Perdóname. ¡Te lo suplico! Perdóname!

Él parecía a punto de volverse loco, probablemente era un buen hombre... o lo sería hasta ese día. Aquello se lo habían hecho a los dos, no solo a ella. Fuera quien fuera Franco Garibaldi, alguien acababa de destruirle la vida tanto como se la había destruido a ella.

Se permitió abrazarlo y llorar contra su pecho mientras él besaba su cabeza con una culpabilidad que lo perseguiría para toda la vida. Una culpabilidad que solo aumentaría en las siguientes horas, porque antes de que salieran del baño ya la fiebre había vuelto y ella estaba de cara a la pared, con los dedos de Franco firmemente entrelazados con los suyos mientras respiraba con dificultad sobre su nuca y la penetraba violentamente.

Victoria perdió la cuenta de cuántas veces la poseyó esa noche. Cuántas veces gritó, cuánta sangre perdió, cuántas veces lo escuchó pedir perdón y llorar sobre su vientre, cuántas veces lo vio intentar controlarse sin resultado… pero en algún momento la adrenalina dejó de hacer efecto, y su mundo, como el de Franco, también se oscureció.

Franco sentía que la habitación le daba vueltas, que todo dolía cuando el movimiento a su lado lo despertó. Su primer pensamiento fue para Victoria y su corazón se detuvo cuando lo primero que vio fue a uno de los hombres de su padre lanzarle una sábana por encima y levantarla.

Franco retrocedió cuando vio que la sábana le tapaba la cara y que bajo ella colgaba un brazo, frágil e inerte.

—¡Vaya! Esto sí que no lo esperé de ti —murmuró Santo Garibaldi, sentado en la silla donde antes había estado su hijo—. Violarla era una cosa… me habría conformado con eso… pero no esperé que la mataras.

Los ojos de Franco se llenaron de lágrimas en un segundo. No recordaba eso, no recordaba haberla lastimado… ¡no…! ¡él no podía…!

Miró aquel cuerpo cubierto por la sábana y el nudo en la garganta lo enmudeció. ¡Era una niña! ¡Era solo una niña…!

Santo Garibaldi se levantó, se acercó a ella y sacó un pequeño anillo que había en esa mano que colgaba. Y luego se lo lanzó a su hijo sobre la cama.

—La próxima vez que te atrevas a decir que tu padre es un monstruo, mira ese anillo y recuerda quién eres tú —le advirtió.

Franco tomó el anillo de Victoria y lo apretó en su puño mientras se levantaba de la cama. No le importó estar desnudo, porque en aquel mismo momento tenía la confianza, la ira y la fuerza de un dios.

—Escúchame muy bien, Santo Garibaldi. Hiciste todo esto con un solo propósito, ¿verdad? ¡Pues sea! Pero el mismo día en que tome el control sobre la 'Ndrangheta, te juro que mi primer acto será firmar tu sentencia de muerte. —Se puso el anillo de Victoria en el meñique y lo besó—. ¡Te lo juro por la Santa Mamma!

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