3 años después
Regio de Calabria, Italia
Franco se apartó de la ventana. Estaba despierto desde hacía varias horas, pero como siempre que no podía dormir, se había sentado a mirar la única cosa que lo mantenía en pie: ella.
Se vistió impecablemente para salir: saco, camisa y corbata negras; y en el momento en que abrió la puerta de su habitación, ya Amira estaba esperándolo con el mismo gesto pétreo que él tenía.
La mujer lo siguió como cada mañana hasta uno de los jardines posteriores de la casa, y se quedó a unos cinco metros mientras Franco se acercaba a una lápida blanca que estaba en medio de las flores. Lo vio rozarla con los dedos, besar el único anillo que llevaba en su mano derecha y regresar sin decir una palabra.
Amira no sabía de quién era aquella lápida, pero quien sea que hubiera sido Victoria, pesaba más en el corazón de Franco Garibaldi que su propia madre.
—¿Tenemos noticias del cargamento de Bocca Nera? —preguntó él y Amira asintió, sentándose a su derecha en la mesa del comedor.
Para eterna rabia de Santo Garibaldi, cuando Franco había comenzado su ascenso en la 'Ndrangheta hacia tres años, había elegido como su Ejecutor nada menos que a una mujer, y encima extranjera. Pero aquella mujer le era tan leal que solo matándola lograría apartarla de él.
—Llega esta noche, pero algo me dice que dará problemas —murmuró Amira sirviéndose café—. Estamos hablando de treinta toneladas de cocaína pura, Franco, y sabemos que de esto depende tu título.
El italiano le regaló una sonrisa enigmática. Ella era la única persona en el mundo a la que le permitía tutearlo.
—¿Crees que no lo sé? Hace tres años mi padre me dio uno de los negocios de la organización, y poco a poco le he arrebatado todos los demás. Ya no hay nada en la 'Ndrangheta que yo no controle.
—Sí hay algo —le advirtió Amira.
—Sabes que no me meto en el tráfico de mujeres —gruñó Franco.
—¿Por ella? —Y los dos sabían a quién se refería.
—Por ella… —confirmó Franco y Amira no dijo nada más—. De cualquier manera, mi nombramiento como próximo Conte ya tiene fecha, solo están esperando que logre concretar el negocio con los colombianos para hacerlo efectivo. —Franco sonrió con cinismo—. Estoy seguro de que mi padre recuerda la promesa que le hice, y hará lo que sea para evitarlo.
Amira curvó los labios, pensativa.
—¿Qué tienes en mente?
—Un paseo a la luz de la luna —respondió Franco con tono seco.
Y tal como habían imaginado, a las doce de la noche ese mismo día, el carguero Santa Anita, que traía los dos contenedores llenos de cocaína pura, fue interceptado por tres barcos de la Guardia Costera mientras cruzaba el Estrecho de Mesina. Dos horas después, arribaba al puerto de Regio de Calabria, escoltado por las autoridades.
Santo Garibaldi mandó a cerrar con una sonrisa de satisfacción la puerta del almacén que la organización tenía en el puerto, y donde debía guardarse el cargamento, que en aquel junto momento debía estar siendo embargado por la policía.
—¡Vaya! ¡Ahora sí que lo arruinaste todo! —siseó entre dientes mirando a Franco.
Las ocho primeras cabezas de la organización estaban con ellos, indignados por la cantidad horrible de dinero que habían perdido en aquel negocio.
—¡Sé que todos creen que estás listo para ser el próximo Conte, pero todavía te falta mucho por aprender! ¡Ciento noventa millones! —escupió Santo, con una oscura satisfacción—. ¡Eso fue lo que nos costó tu arrogancia esta noche! ¡Ciento noventa millones de euros!
Franco extendió una mano hacia Amira, que puso una pistola semiautomática sobre ella, y luego cruzó las manos al frente sin inmutarse. A un gesto suyo la mujer se dirigió a una de las camionetas y trajo arrastrando a un hombre que vestía uniforme de la Guardia Costera.
—Capitán Lorenzo Viceli —dijo Franco viendo cómo Amira le sacaba el celular del bolsillo—. El hombre que recibió la llamada de alerta sobre el cargamento de Bocca Nera. Amira, si eres tan amable, ¿podrías devolver la llamada al último número?
La mujer presionó un botón y Franco esperó hasta que un teléfono comenzó a sonar entre los presentes. Antes de que alguien osara hacer un solo gesto, levantó la pistola y descargó una bala en la sien del Ejecutor de su padre.
Las cabezas de la 'Ndrangheta retrocedieron mientras Franco se acercaba a su padre y le susurraba al oído.
—Sé bien que lo hiciste tú, pero soy fiel a mi palabra, y tu final llegará cuando yo lo decida.
Se giró hacia el capitán de la Guardia Costera y le apuntó con el arma.
—Aceptar dinero de la mafia nunca es sano —declaró—. Su esposa y su hija serán debidamente compensadas.
Y lo siguiente que se escuchó fue el disparo que atravesó a aquel hombre.
—A diferencia de ti, padre, yo no necesito que un Ejecutor haga mi trabajo sucio. —Le entregó el arma a Amira y se giró hacia los demás—. El cargamento está a salvo en el almacén de Torre Faro; usamos uno de los barcos de la propia Guardia Costera para sacarlo. Tienen doce horas para distribuirlo.
Aquellos hombres inclinaron las cabezas como muestra de respeto y eso lo hizo oficial. Mientras Santo Garibaldi estallaba de la rabia, aquella era la señal de que en dos semanas Franco sería nombrado el próximo Conte de la 'Ndrangheta.
Franco no hizo un solo gesto de satisfacción mientras regresaban a la mansión, pero apenas atravesaron la reja se dieron cuenta de que había diez guardias reunidos en el jardín frontal, rodeando algo.
—Señor… lo abandonaron en la puerta hace unos minutos —le explicó uno de los guardias y Franco hizo un gesto para que todos se hicieran a un lado.
En medio de todos estaba un ataúd blanco de madera preciosa, del que goteaban varios hilos de sangre fresca. Sin dudas era un mensaje para él, pero no podía imaginar adentro a nadie que le importara.
No permitió que nadie más lo abriera, pero cuando descubrió aquella tapa el rostro de la mujer dentro de él lo hizo tambalearse.
—¡Victoria…!
La muchacha abrió unos ojos agónicos y trató de alcanzar su mano.
—Tienes que sal-salvarlo… Franco… júrame… que lo salvarás… A nues-tro hijo… ¡Júramelo…!
—¡Está viva! —aquel grito salió del pecho de Franco, dirigido especialmente a Amira, que empezó a gritar órdenes mientras corría hacia ellos.—¡Despierten al doctor Hiyamoto y sus asistentes! ¡Llévenla a la clínica! ¡Vamos, muévanse! —gritó su Ejecutora.Tiró del brazo de Franco, obligándolo a soltarla para que pudieran sacarla del atúd y llevársela. La muchacha tenía una herida de bala en el abdomen y había perdido mucha sangre, pero aquel cirujano japones era una eminencia en la medicina y estaba siempre a disposición en la mansión.Franco estaba en shock, no podía creer que Victoria estuviera viva y menos que alguien se la hubiera enviado a punto de morir.¡Realmente estaba viva!¡Él no la había matado!Entonces alguien... alguien la había ocultado de él esos tres años... ¿solo para enviarsela cuando prácticamente no podía salvarla? Solo un hombre era capaz de semejante cosa: Su maldito padre—¡Lo voy a matar con mis propias manos! —rugió viendo la sangre de Victoria en ellas.Amir
«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».Aquellas palabras seguían martilleando en la cabeza de Franco mientras Amira lo arrastraba hasta el baño más cercano para que se lavara las manos y se quitara aquella sangre, porque tal parecía que era capaz de darle superpoderes y ninguno bueno.Lo dejó sentado en una silla y fue a su habitación a buscarle una pulcra camisa negra. Franco ni siquiera se inmutó cuando ella lo desvistió y lo vistió de nuevo. No había nada sexual en eso de parte de ninguno de los dos. Y solo reaccionó cuando sintió aquel paño de agua helada sobre una de sus mejillas.—¿Cómo está? —murmuró intentando no desmoronarse.—La están operando —respondió Amira—. El disparo lastimó varios órganos, pero está pensado para no matar instantáneamente. Tienes que tener fe.—¿Fe? —escupió Franco con rabia—. ¿Cómo puedes hablarme de fe? ¿En quién? ¿En D
Si había algo a lo que incluso los miembros élite de la ´Ndrangheta le temían, era a los Silenciosos de Franco Garibaldi.¿Qué eran? ¿Quiénes eran?Cincuenta hombres que valían por un pequeño ejército. Cincuenta hombres altamente entrenados, especializados en operaciones tácticas en zona de guerra. Tan eficientes que rara vez se veían envueltos en una balacera, por eso se habían ganado el nombre de los Silenciosos.Caza, búsqueda y destrucción. La ira de Dios en trajes tácticos negros y un pensamiento frío e impasible.Los lideraba un hombre de la entera confianza de Franco, y a quien el resto del equipo respetaban como si fuera un dios. Y si alguien se pregunta cómo Franco Garibaldi se había ganado la lealtad irrevocable de aquel hombre, la respuesta era simple: Había salvado a su mujer y a su hija hacía algunos años, cuando todavía era médico.—Archer —dijo Franco media hora después, entrando por la puerta de su despacho, donde aquel hombre de casi cincuenta años lo esperaba ya.—Se
Los dientes apretados y la mueca en la cara de Santo Garibaldi fue más que suficiente para hacerlo sonreír. Podía ver aquella conciencia de que había cometido un error dibujada en todo su rostro.—¡Debiste saberlo! En el mismo momento en que amarraste a una chica virgen frente a mí, y me drogaste, debiste saber que me haría cargo de las consecuencias, que me haría cargo de ella…—¡Y eso te habría hecho débil otra vez! —rugió Santo—. ¿Creíste que iba a drogarte solo para ver cómo te llenabas de nuevo el alma de nobleza, y caminabas hacia el atardecer con esa zorra?Lo último que Santo vio en los siguientes cinco minutos, fue el puño de su hijo destrozándole la nariz y parte del pómulo izquierdo.—Deberías tener más cuidado con la forma en que hablas sobre mi mujer —siseó Franco con frialdad, respirando profundo y dando un par de pasos atrás—. Pusiste una virgen en mis manos, me dio un hijo, y está a punto de convertirse en la «Mamma» de la ’Ndrangheta.—Para eso tendrías que ser Conte
La rabia, el desconcierto y la indignación bullían como una marea incontenible en la expresión de Santo Garibaldi. Hacía unas horas estaba furioso porque Franco había logrado concretar aquel trato de cocaína con los colombianos, incluso había tenido que sacrificar a su Ejecutor haciendo que rompiera la omertà (ley del silencio), y estaba cavilando cómo entorpecer la distribución de aquel cargamento…Y ahora estaba ahí. Franco había conseguido no solo humillarlo y golpearlo, sino volver a La Santa, a la misma élite de la organización contra él.—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó Vitto.—¡Le he dedicado mi vida a la ´Ndrangheta! —gritó Santo desesperado.—La ´Ndrangheta es nuestra familia y nuestra familia es la ´Ndrangheta —replicó Bruno Assencio, otro miembro de La Santa—. Si no respetaste a tu propio hijo, no respetas nada.Vitto se giró hacia Franco y lo encaró.—Este es tu momento de decidir —le advirtió—. Voy a darte la oportunidad que no te dio tu padre. Si quieres
Enojado, frustrado, desesperado.No eran las mejores emociones, pero prefería esas a la vergüenza de mirar a aquella muchacha a la cara.Tres años habían pasado y seguía siendo la misma cara, la misma expresión perdida que había visto hacía tres años, solo que ahora una tristeza infinita lo dominada todo.—Yo… lo siento —murmuró con voz ahogada, besando el dorso de su mano mientras le mojada la piel con sus lágrimas, y agradeció a la virgen que ella no rechazara al menos ese gesto.Victoria lo vio echar atrás la silla y arrodillarse junto a ella, apoyando la frente en su mano.—Sé que no tengo derecho a pedirlo, pero por favor… perdóname. Lo siento…—Lo escuché la primera vez —replicó ella y Franco levantó la mirada—. Lo escuché la primera vez y todas las veces que me lo dijiste esa noche… Y también sé que no fue tu culpa.—Pensé que te había matado —dijo Franco y ella arrugó el ceño—. La única razón por la que no te busqué, por la que no te protegí fue esa… ¡Pero fue mi culpa, yo era
El rostro de Franco Garibaldi era una máscara de desprecio. Se había acostumbrado a tener a sus enemigos muy cerca, pero aquel era otro nivel de traición.Lo había visto en la expresión de su padre. Santo Garibaldi había vendido a Victoria, pero no tenía ni idea de que ella había tenido un hijo. Pero alguien más sí lo sabía. Alguien había recolectado su ADN de alguna forma, y sabía que tenía un hijo que estaba en manos de los Rossi.Y lo peor de todo, era que pertenecía a la organización. Nadie más tenía acceso a su casa o a su vida. Eso también significaba que cada paso que diera podía ser—¿Franco?—Comprendo —fue todo lo que dijo él antes de ponerse de pie y abotonarse el saco.—¿Qué…? ¿Qué vas a hacer? —murmuró Victoria—. ¿Tienes idea de cómo recuperar a nuestro hijo…?—Sí —le aseguró Franco—. Tú misma lo dijiste, ellos quieren algo de mí, así que voy a hacer que me lo pidan.Victoria frunció el ceño y se abrazó el cuerpo. Había esperado durante tres años ser libre de nuevo, pero
El señor Mancini era un político respetable, tercera generación de políticos respetables que no se habían enriquecido totalmente con las arcas del país, pero tampoco lo habían ayudado en nada. Básicamente pertenecían a las escalas inferiores en el mundo de la política, sin embargo la mediocre carrera de Roberto Mancini había despegado repentinamente hacía un par de años, llevándolo en una espiral de inconcebibles éxitos electorales hasta situarlo como Primer Ministro del país.En su momento Franco recordaba haberse preguntado si estaría respaldado por los sicilianos o los napolitanos, pero la realidad era que en ningún momento había emitido un solo edicto contra la ´Ndrangheta, así que habían pasado por alto su nombramiento. Sin embargo, ahora que la existencia de los Rossi era una realidad incuestionable, ahora Franco veía el ascenso de Mancini con otros ojos.Debían ser cerca de las dos de la madrugada cuando Franco entró en aquella habitación completamente blanca, con luces blancas