«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».«Significa que los Rossi tiene a tu hijo».Aquellas palabras seguían martilleando en la cabeza de Franco mientras Amira lo arrastraba hasta el baño más cercano para que se lavara las manos y se quitara aquella sangre, porque tal parecía que era capaz de darle superpoderes y ninguno bueno.Lo dejó sentado en una silla y fue a su habitación a buscarle una pulcra camisa negra. Franco ni siquiera se inmutó cuando ella lo desvistió y lo vistió de nuevo. No había nada sexual en eso de parte de ninguno de los dos. Y solo reaccionó cuando sintió aquel paño de agua helada sobre una de sus mejillas.—¿Cómo está? —murmuró intentando no desmoronarse.—La están operando —respondió Amira—. El disparo lastimó varios órganos, pero está pensado para no matar instantáneamente. Tienes que tener fe.—¿Fe? —escupió Franco con rabia—. ¿Cómo puedes hablarme de fe? ¿En quién? ¿En D
Si había algo a lo que incluso los miembros élite de la ´Ndrangheta le temían, era a los Silenciosos de Franco Garibaldi.¿Qué eran? ¿Quiénes eran?Cincuenta hombres que valían por un pequeño ejército. Cincuenta hombres altamente entrenados, especializados en operaciones tácticas en zona de guerra. Tan eficientes que rara vez se veían envueltos en una balacera, por eso se habían ganado el nombre de los Silenciosos.Caza, búsqueda y destrucción. La ira de Dios en trajes tácticos negros y un pensamiento frío e impasible.Los lideraba un hombre de la entera confianza de Franco, y a quien el resto del equipo respetaban como si fuera un dios. Y si alguien se pregunta cómo Franco Garibaldi se había ganado la lealtad irrevocable de aquel hombre, la respuesta era simple: Había salvado a su mujer y a su hija hacía algunos años, cuando todavía era médico.—Archer —dijo Franco media hora después, entrando por la puerta de su despacho, donde aquel hombre de casi cincuenta años lo esperaba ya.—Se
Los dientes apretados y la mueca en la cara de Santo Garibaldi fue más que suficiente para hacerlo sonreír. Podía ver aquella conciencia de que había cometido un error dibujada en todo su rostro.—¡Debiste saberlo! En el mismo momento en que amarraste a una chica virgen frente a mí, y me drogaste, debiste saber que me haría cargo de las consecuencias, que me haría cargo de ella…—¡Y eso te habría hecho débil otra vez! —rugió Santo—. ¿Creíste que iba a drogarte solo para ver cómo te llenabas de nuevo el alma de nobleza, y caminabas hacia el atardecer con esa zorra?Lo último que Santo vio en los siguientes cinco minutos, fue el puño de su hijo destrozándole la nariz y parte del pómulo izquierdo.—Deberías tener más cuidado con la forma en que hablas sobre mi mujer —siseó Franco con frialdad, respirando profundo y dando un par de pasos atrás—. Pusiste una virgen en mis manos, me dio un hijo, y está a punto de convertirse en la «Mamma» de la ’Ndrangheta.—Para eso tendrías que ser Conte
La rabia, el desconcierto y la indignación bullían como una marea incontenible en la expresión de Santo Garibaldi. Hacía unas horas estaba furioso porque Franco había logrado concretar aquel trato de cocaína con los colombianos, incluso había tenido que sacrificar a su Ejecutor haciendo que rompiera la omertà (ley del silencio), y estaba cavilando cómo entorpecer la distribución de aquel cargamento…Y ahora estaba ahí. Franco había conseguido no solo humillarlo y golpearlo, sino volver a La Santa, a la misma élite de la organización contra él.—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó Vitto.—¡Le he dedicado mi vida a la ´Ndrangheta! —gritó Santo desesperado.—La ´Ndrangheta es nuestra familia y nuestra familia es la ´Ndrangheta —replicó Bruno Assencio, otro miembro de La Santa—. Si no respetaste a tu propio hijo, no respetas nada.Vitto se giró hacia Franco y lo encaró.—Este es tu momento de decidir —le advirtió—. Voy a darte la oportunidad que no te dio tu padre. Si quieres
Enojado, frustrado, desesperado.No eran las mejores emociones, pero prefería esas a la vergüenza de mirar a aquella muchacha a la cara.Tres años habían pasado y seguía siendo la misma cara, la misma expresión perdida que había visto hacía tres años, solo que ahora una tristeza infinita lo dominada todo.—Yo… lo siento —murmuró con voz ahogada, besando el dorso de su mano mientras le mojada la piel con sus lágrimas, y agradeció a la virgen que ella no rechazara al menos ese gesto.Victoria lo vio echar atrás la silla y arrodillarse junto a ella, apoyando la frente en su mano.—Sé que no tengo derecho a pedirlo, pero por favor… perdóname. Lo siento…—Lo escuché la primera vez —replicó ella y Franco levantó la mirada—. Lo escuché la primera vez y todas las veces que me lo dijiste esa noche… Y también sé que no fue tu culpa.—Pensé que te había matado —dijo Franco y ella arrugó el ceño—. La única razón por la que no te busqué, por la que no te protegí fue esa… ¡Pero fue mi culpa, yo era
El rostro de Franco Garibaldi era una máscara de desprecio. Se había acostumbrado a tener a sus enemigos muy cerca, pero aquel era otro nivel de traición.Lo había visto en la expresión de su padre. Santo Garibaldi había vendido a Victoria, pero no tenía ni idea de que ella había tenido un hijo. Pero alguien más sí lo sabía. Alguien había recolectado su ADN de alguna forma, y sabía que tenía un hijo que estaba en manos de los Rossi.Y lo peor de todo, era que pertenecía a la organización. Nadie más tenía acceso a su casa o a su vida. Eso también significaba que cada paso que diera podía ser—¿Franco?—Comprendo —fue todo lo que dijo él antes de ponerse de pie y abotonarse el saco.—¿Qué…? ¿Qué vas a hacer? —murmuró Victoria—. ¿Tienes idea de cómo recuperar a nuestro hijo…?—Sí —le aseguró Franco—. Tú misma lo dijiste, ellos quieren algo de mí, así que voy a hacer que me lo pidan.Victoria frunció el ceño y se abrazó el cuerpo. Había esperado durante tres años ser libre de nuevo, pero
El señor Mancini era un político respetable, tercera generación de políticos respetables que no se habían enriquecido totalmente con las arcas del país, pero tampoco lo habían ayudado en nada. Básicamente pertenecían a las escalas inferiores en el mundo de la política, sin embargo la mediocre carrera de Roberto Mancini había despegado repentinamente hacía un par de años, llevándolo en una espiral de inconcebibles éxitos electorales hasta situarlo como Primer Ministro del país.En su momento Franco recordaba haberse preguntado si estaría respaldado por los sicilianos o los napolitanos, pero la realidad era que en ningún momento había emitido un solo edicto contra la ´Ndrangheta, así que habían pasado por alto su nombramiento. Sin embargo, ahora que la existencia de los Rossi era una realidad incuestionable, ahora Franco veía el ascenso de Mancini con otros ojos.Debían ser cerca de las dos de la madrugada cuando Franco entró en aquella habitación completamente blanca, con luces blancas
Franco sentía que se le iba a salir el corazón. Hacía años que nada lo hacía correr y menos desesperarse, pero bastaba que se tratara de Victoria para que todo en su cerebro se desconectara.Lo tenía sin cuidado lo que pudieran decir sobre él. El Conte de la ´Ndrangheta corriendo detrás de una mujer… nada de eso le importaba. Lo único que tenía valor para él en aquel momento era saber que ella estaba mal.Se detuvo jadeando en la puerta de su habitación y la vio pegada al enorme ventanal, ahogada en llanto mientras las enfermeras y el doctor intentaban calmarla, pero todo parecía imposible.—¿Victoria…? —murmuró Franco caminando hacia ella y la vio temblar y llorar más fuerte—. ¿Qué pasa…?—¡Está lloviendo! —sollozó la muchacha—. ¡Está lloviendo mucho, está tronando!Y él no entendía nada pero aun así tiró de su mano para abrazarla.—¿Qué pasa con eso? —le preguntó con suavidad.—¡Él le tiene miedo! ¡Massimo odia las tormentas! —exclamó Victoria desesperada—. Le tiene mucho miedo a lo