XLIX Lobos malditos

Los lobos olían de manera similar a los perros. Sin embargo, su esencia era más primitiva y agreste, más cercana a la noche y la luna. Sara supo que se encontraría con lobos antes de verlos. Jamás había visto a uno en persona. Por instantes, no quiso mirarlos.

Agustín, el encargado del refugio, la presentó con Marcos. El hombre, bastante alto, dejó la pala y el chuzo que cargaba. Se sacó los guantes de cabritilla y le estrechó la mano. Tenía una mirada aguda, suspicaz y expresión de desenfado. Era joven, no aparentaba más de treinta años. Su aroma nada le dijo, era eclipsado por el de los lobos en su totalidad. Lobos, carne, desperdicios, nada más que analizar.

A su espalda estaban las jaulas. Unas casetas, cada una con pequeñas puertas traseras abatibles. En una había dos lobos pegados a la reja, como si quisieran oír la conversación.

¿Extrañarían a Trinidad? Tal vez debía darle una leída al capítulo del libro de etología que ella tenía en su habitación.

—No puede ser... ¡¿Cuándo pa
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