LIII Madre

Sara se estacionó en el jardín de la que parecía una hermosa mansión, con blancos muros estilizados y ventanas grandes y traslúcidas, que delineaban los cuatro pisos. Podría haber sido un hotel, ideal para pasar el verano cerca del mar, que rugía a la distancia. La casona estaba emplazada sobre un risco, bajo el que rompían las holas. Unos cuantos kilómetros hacia el sur estaba la casa en la playa de Misael. Tan increíblemente cerca y tan lejos a la vez.

—Hola, buenas tardes. Soy la detective Rojas, hice una cita con el doctor Roa para ver a una paciente —le dijo Sara a la recepcionista.

Hasta donde había visto del interior, el lugar le seguía pareciendo un hotel. Tal vez lo delatara el aroma, con un cierto toque químico y meloso, característico de los sedantes.

—El doctor está en una reunión. Si gusta, puede tomar asiento para esperarlo.

—Gracias.

Los asientos de la recepción eran de cuero café, mullidos y cómodos. Dos enfermeras pasaron frente a ella.

—Ha estado bastante tranquila ú
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