Leonardo Arriaga entró a la imponente torre de su empresa con un aire de autoridad habitual, pero con un toque de cansancio que no pasaba desapercibido. Era un hombre acostumbrado a tener el control absoluto, sin embargo, los últimos días parecían haberlo desestabilizado. Había mucho en su mente, demasiados hilos que se enredaban en sus pensamientos: Isabela, Camila, los negocios, y ese extraño deseo de algo que no podía nombrar. Cuando cruzó el lobby, los empleados a su alrededor murmuraban, sorprendidos por su tardanza. No era propio de Leonardo llegar después del amanecer. Al ingresar a la planta ejecutiva, su asistente personal, Laura, lo esperaba frente al despacho con una expresión tensa. —Señor Arriaga, buenos días. Camila estuvo aquí toda la mañana esperándolo. Leonardo alzó una ceja, visiblemente molesto. —¿Y sigue aquí? Laura asintió con un leve gesto de cabeza, pero antes de que pudiera responder, una voz familiar interrumpió la conversación. —¡Leonardo! —exclamó Cami
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