Una hora después, la casa de playa estaba en completo movimiento. Los escoltas aparecieron con los rostros serios, revisando cada rincón. La señora de servicio local llegó con discreción a empacar nuestras cosas, y yo, en silencio, guardé mis vestidos y bañadores que había comprado en una tienda aquí en Costa Rica y que apenas llegué a usar. La sensación de que el sueño había terminado me pesaba en el pecho.La brisa del mar todavía se filtraba por las ventanas abiertas, trayendo consigo el olor a sal, a arena mojada, a libertad. Quise aferrarme a eso, al murmullo de las olas, al calor suave de la madera bajo mis pies descalzos, a los recuerdos recientes: Viktor y yo riendo en la orilla, su piel salada contra la mía, su voz ronca diciéndome que me amaba en medio del agua, pero todo eso se deshacía con cada cierre de maleta, con cada orden que daban los hombres que nos protegían, con cada mirada tensa que cruzaban entre ellos.—¿Estás bien, malyshka? —preguntó Viktor al notar mi expres
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