ELENAEl suave vaivén de la mecedora parecía calmar a Igor, quien ya había cerrado sus pequeños ojos. Mi hijo. Mi milagro. Lo miré con un amor que dolía en el pecho mientras lo colocaba con cuidado en su cuna. Su respiración era tranquila, un suave susurro que me hacía olvidar, aunque solo por un instante, el caos que rugía afuera.Sabía que mi ejército estaba ahí fuera, buscándola. Atenea había escapado y, con cada hora que pasaba, el peligro crecía. Pero en ese momento, la única presencia que importaba era la de mi hijo. Acaricié su mejilla con la yema de los dedos y me prometí, como tantas veces antes, que haría todo lo posible por protegerlo.Al girarme hacia la esquina de la habitación, mi mirada cayó sobre los diez diarios que Dámaso me había entregado. Eran viejos, encuadernados en cuero desgastado, fueron enviados por su madre, ahí estaba la historia de mi origen, mi historia, todo lo que había estado oculto...Pero antes de que pudiera empezar a leer, una presencia irrumpió e
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