El amanecer en la mansión Rossi era un espectáculo en sí mismo, con los primeros rayos del sol colándose tímidamente entre las cortinas pesadas de la gran sala. El comedor, adornado con muebles antiguos y reliquias de una época pasada, brillaba con una luz dorada que daba calidez a los fríos mármoles y maderas pulidas. Don Marcos ya estaba sentado en su lugar habitual, su figura encorvada, pero aún imponente, mientras esperaba a sus nietos con la misma paciencia de siempre.Franco, el fiel mayordomo, ya había dispuesto la mesa con esmero, colocando la vajilla fina y sirviendo un desayuno tradicional italiano. El aroma del café recién hecho impregnaba el aire, mezclándose con el olor de la mantequilla derretida sobre el pan tostado. Francesco, quien había pasado la noche en la mansión para consolar a su primo, bajó las escaleras con paso tranquilo.—Buenos días, nonno —saludó Francesco con una sonrisa, tomando asiento junto a su abuelo.—Buenos días, hijo. Me alegra verte aquí, hace mu
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