Ocho minutos tardaba Irum en la ducha cada mañana. Se vestía en tres y desayunaba en quince. Desde su pent-house llegaba a la empresa en diez y una vez en su oficina, el tiempo lo medía en horas. Horas en reuniones, horas frente al computador, horas planeando cómo acrecentar su fortuna.¿Invertía algo de tiempo en pensar cómo gastar el dinero que ganaba? No en las veinticuatro horas que duraba su día. El regreso al pent-house le tomaba más de diez minutos, pero menos de treinta. En casa leía veinte minutos, ni más ni menos, por muy interesante que estuviera la trama. Cenaba en treinta y cinco y luego iba junto a la chimenea puntualmente y cogía su teléfono durante ocho minutos. A veces Alejandro lo ponía al tanto de algún asunto importante, otras le contestaba a Ángel los mensajes que le enviaba, lo que alcanzara a hacer en ocho minutos.Dormía ocho horas y media y al despertar todo se volvía a repetir, así había sido, con pequeñas variaciones, por casi siete años, desde que llegara
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