De un manotazo, Irum mandó a volar todo lo que había sobre el escritorio de su despacho. Carpetas, documentos, el portátil, lápices, una escultura que era una réplica a escala de un ejército de guerreros de terracota, todo acabó en el suelo. Luego fue el turno del librero. Nada se mantendría de pie ante su ira, que se desbordaba como la lava ardiente de un volcán embravecido. Las puñaladas que arteramente le habían clavado los traidores por la espalda ahora le atravesaban el pecho.En sus intentos por prescindir de los servicios de Alejandro y contratar a un nuevo abogado, Irum había descubierto la atroz verdad que lo tenía echando espuma por la boca, el golpe final para terminar de destruirlo. —¿Esto fue lo que siempre quisiste? ¿Quedarte con todo lo que me pertenece? —le preguntó Irum.Alejandro no se había atrevido a ir, hablaban por teléfono, cosa que para Irum confirmaba su cobardía.—No es así, Irum.—¡Me quitaste toda facultad para decidir sobre mis bienes! Me lo quitaste tod
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