Los días se deslizaron con la suavidad de una corriente de río, imperceptibles al principio, pero con más fuerza a medida que el sol seguía su curso. El bebé, que alguna vez fue tan pequeño, semejante a una semilla recién plantada en la tierra fértil del amor, floreció con una vitalidad deslumbrante. En los primeros meses, sus ojos esmeralda despertaron a la vida, llenos al principio de la calma inexplorada de quien apenas descubre el mundo, dos esmeraldas dormidas en el fondo del mar.El tiempo, con su mano invisible, transformó su cabello, que al nacer era un fino vello dorado, casi etéreo, en mechones rubios, más definidos, que ahora enmarcaban un rostro lleno de curiosidad y sonrisas traviesas. Ya no era el frágil recién nacido que una vez dormía plácido en brazos, ajeno a todo, sino un pequeño explorador que se preparaba para dar sus primeros pasos hacia el mundo.La cuna, que solía acunar a un ser diminuto y delicado, ahora parecía demasiado pequeña para contener toda la energía
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