No tenía sueño. No quería dormir tampoco. Estuve, casi, una hora allí sentada, mirando mi móvil, viendo mis uñas, jalando mis pelos aún mojados, repasando lo que había comprado en el mercado, cuando tintinearon, al fin, las tazas y las cucharas y de repente, se desató un viento fuerte, golpeando los ventanales de la casa, incluso el ciclón repentino azotó la puerta principal. Tragué saliva- -Hora de la verdad, mi amor-, me dije convencida, apretando los puños con resolución, dispuesta a enfrentar al fantasma de mi marido. Hubo un largo silencio en toda la casa y hacía muchísimo frío, me congelaba en realidad. Yo estaba aterrada pasmada, sin moverme de la escalera, entornillada en el peldaño, pese a que quería estar tranquila, serena, y sentía todo mi cuerpo envuelta en piel de gallina, mis pelos estaban erizados, temblaba, y mi corazón no dejaba de tamborilear en el pecho. No sabía qué es lo que haría si lo vería allí, delante mío. Imaginé que me desmayaría otra vez, gritaría, sen
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