Esa noche, Arlet soñó con manos que apretaban su cuerpo, con labios que dejaban un rastro ardiente en su piel. Las imágenes del causante eran en su mayoría borrosas, de momento veía unos ojos azules, pero luego le parecía ver qué eran de un verde intenso.En plena madrugada se despertó completamente sudorosa, dándose cuenta de que apretaba con fuerza las sábanas. —¿Y esto qué es?—se dijo enderezándose en la cama. Jamás había tenido un sueño tan abrumador y, mucho menos, tan realista. Se puso de pie y quiso abrir la puerta y salir, pero se encontró con que estaba encerrada, como siempre. —¿Cuándo será el día que me permitan siquiera ir al jardín?—soltó la pregunta al aire, frustrada. Regresó a la cama e intentó dormir, pero no, el sueño no quería acudir en su auxilio; por el contrario, lo único que hacía era repetir y repetir los sucesos ocurridos horas antes. —Está intentando meterse en mi cabeza, no lo dejaré—se repitió con convicción, casi al amanecer. Días después, Arlet tuvo
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