—¿Lo sientes, mi gordita? —ronroneó Roger a la vez que se acercaba a ella y la aprisionaba contra su pecho—. Todavía tiemblas cuando me tienes cerca, no niegues que aún me deseas.Elizabeth buscó a su espalda para aferrarse a la barandilla del elevador. No era capaz de mirarlo a los ojos y se mostraba tan indefensa en ese instante que casi lo hizo desistir.Estaba jugando sucio, se estaba aprovechando de la pasión que existía entre ellos para retenerla, pero era incapaz de controlar sus impulsos.Tres años sin estar con una mujer no era lo que lo hacía reaccionar de esa forma.Había tenido muchas oportunidades en ese tiempo de estar con otras mujeres, pero no deseaba a otra, quería a su esposa.Elizabeth lo había castrado, metafóricamente, para el resto del sexo femenino y si ella no lo perdonaba se veía viviendo como un monje el resto de sus días.De mujeriego a célibe, nadie podría creer eso de él.Roger le abarcó la cintura con sus manos, se sentía incapaz de alejarse y dejarla ir.
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