No había visto a Héctor tan apuesto como esa tarde, cuando se acercó y, tomándome por sorpresa, puso su mano sobre mi brazo desnudo para llamar mi atención. Me giré y vi el brillo de sus ojos claros, entre azules y verdes, sonrientes porque éramos cómplices de lo que parecía un amor oculto, siéndolo sin serlo del todo, al menos solo por un tiempo, como me advirtió cuando hablamos para citarnos fuera del hotel. Nadie se puede enterar de que nos morimos por besarnos, que deseamos andar tomados de la mano y acariciarnos cuando estemos solos, o en compañía, sentados en una banca, en la sala de mi casa, en el restaurante al que ahora nos dirigimos y qué se ha llenado de tantos recuerdos en tan pocos meses. Nos dimos el gusto de tomar nuestras manos cuando estábamos a varias cuadras del hotel, próximos a entrar en la Sazón de Emilia. Ya no se formaba la larga
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