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Una cita para almorzar

—Aunque me temo, señor, que eso puede ser un problema.

Ese día no cabía de la dicha y desbordaba felicidad. Pasé más de veinte minutos en la ducha, casi el doble vistiéndome y, al llegar a mi despacho, hice algo que nunca había hecho o se me había ocurrido hacer: entré bailando luego de obsequiarle una rosa, que tomé de uno de los jarrones que decoraban los pasillos del hotel, a Berta.

—Para una bella dama —dije, en el momento en que se la entregué.

Me serví un brandy con Coca-Cola y miré por el ventanal, hacia el lugar en donde estaba el bistró en el que había conocido a la mujer que, en ese momento, me hacía el hombre más feliz del mundo. 

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