Pese a que me lo suplicó y llegó a echarse al piso, de rodillas, no le dije a Rubí lo que había decidido. Quería conservarlo en secreto hasta no haber hablado con Anura.
—Y una pistica, así, pequeñita —insistió, encogiendo los dedos—. Porfis, a mí, que te dio posada anoche.
—Posada y serenata —dije, con ganas de desquitarme por lo colorada que llegó a ponerme frente a su novio, con sus comentarios sobre mis pretendientes.
—¿Serenata?
Imité el sonido de sus jadeos.
—Ahhh, aaahhh, aaaaahhh.
Se puso coloradísima, pero de la risa que la
Era mediodía y no había recibido noticias sobre la decisión de Esmeralda, lo que me tenía en un estado de zozobra tan lamentable, que me costaba concentrarme en otra cosa que no fuera mi celular, que atendía ante cualquier sonido, a la espera del mensaje que esperaba leer, fuera positivo o negativo. Cuando terminé la reunión con uno de los proveedores y bajé al restaurante a almorzar, no aguanté más y llamé a Gerardo, pero debí colgarle de inmediato cuando vi a mi mamá en la entrada del hotel.—Mamá, qué sorpresa. —La saludé y besé su mejilla—. Sigue. ¿Vienes a almorzar?—Precisamente, necesito hablar contigo.Caminamos juntos al restaurante y nos sentamos.
Cuando le comuniqué mi decisión a Anura, vi que reaccionó de una forma muy distinta a la que había esperado que lo hiciera. No me dijo nada, solo se levantó, se acercó y yo me paré. Me abrazó.—Sabía que eso era lo que ibas a decidir, pero me gustaría saber cuáles son tus razones —dijo después de que me hubiera soltado.Esperé a que ella se sentara para volver a hacerlo.—No voy a vivir sabiendo qué habría pasado…—Si no hubiera ido al concurso —concluyó ella—. En mi vida hay algo que tengo muy claro, Esmeralda, y es que siempre prefiero arrepentirme por algo que hice, que por algo que dejé de hacer.
Los siguientes tres meses fueron los más pesados de mi vida, en términos de trabajo. Fueron demasiadas cosas las que debimos organizar con Efraín, un montón de viajes, por lo menos uno cada semana, tanto a Europa como a Las Bahamas, el lugar en donde se llevaría a cabo el concurso. También aprovechamos la excelente recepción que tuvo su lanzamiento para hacer una selección de participantes que no solo promocionara el lanzamiento del evento, sino que también dejara algunos beneficios económicos al proyecto, que consumía recursos a un nivel que no llegué a considerar y la coproductora aliada, una televisora inglesa, ya estaba montada sin haber todavía pagado su pasaje, así que la única chequera que estaba trabajando era la mía.Pero no todo fue trabajo durante ese tiempo. Cuando Gerardo me co
Habían pasado casi cuatro meses desde el evento en el hotel y había sido, por un poco más de dos, sous chef de Anura. La fecha de inicio del concurso ya había sido confirmada y se grabaría con un margen de una semana de diferencia respecto a su transmisión en la televisión europea. Hacían falta solo dos días para el viaje a Las Bahamas, casi no lograba dormir y Anura detectó mi ansiedad. —Has recibido todo lo que te he podido dar, en este tiempo tan corto, para que vayas aún mejor de lo que eras hace cuatro meses —dijo en lo que, supuse, era nuestra despedida, no definitiva, pero sí la de antes del viaje—. Estoy segura de que, con el nivel que tienes en este momento, puedes ganar. Solo te haría falta una pizca muy pequeña de suerte, porque todo lo demás lo aportas con tu talento. Agradecí lo que hizo por mí, las oportunidades que me había dado y lo que
—Aunque me temo, señor, que eso puede ser un problema.Ese día no cabía de la dicha y desbordaba felicidad. Pasé más de veinte minutos en la ducha, casi el doble vistiéndome y, al llegar a mi despacho, hice algo que nunca había hecho o se me había ocurrido hacer: entré bailando luego de obsequiarle una rosa, que tomé de uno de los jarrones que decoraban los pasillos del hotel, a Berta.—Para una bella dama —dije, en el momento en que se la entregué.Me serví un brandy con Coca-Cola y miré por el ventanal, hacia el lugar en donde estaba el bistró en el que había conocido a la mujer que, en ese momento, me hacía el hombre más feliz del mundo. No había visto a Héctor tan apuesto como esa tarde, cuando se acercó y, tomándome por sorpresa, puso su mano sobre mi brazo desnudo para llamar mi atención. Me giré y vi el brillo de sus ojos claros, entre azules y verdes, sonrientes porque éramos cómplices de lo que parecía un amor oculto, siéndolo sin serlo del todo, al menos solo por un tiempo, como me advirtió cuando hablamos para citarnos fuera del hotel. Nadie se puede enterar de que nos morimos por besarnos, que deseamos andar tomados de la mano y acariciarnos cuando estemos solos, o en compañía, sentados en una banca, en la sala de mi casa, en el restaurante al que ahora nos dirigimos y qué se ha llenado de tantos recuerdos en tan pocos meses. Nos dimos el gusto de tomar nuestras manos cuando estábamos a varias cuadras del hotel, próximos a entrar en la Sazón de Emilia. Ya no se formaba la largaDe paso por el Sazón de Emily
Era la primera vez que iba a viajar en avión y no estaba nerviosa. ¡Estaba aterrorizada! Se suponía que, como su mamá y protectora, debía transmitirle seguridad a Verónica, pero la verdad era que ella estaba más tranquila que yo y hasta se paraba en la silla, miraba para un lado y otro, subía y bajaba la ventanilla, preguntaba por la función de cada uno de los botones del asiento, de la pantalla de televisión, del control, de lo que hacía o dejaba de hacer el equipo de oxígeno sobre el asiento y yo solo pensaba que, cuando nos fuéramos a elevar, el avión iba a fallar y nos íbamos a chocar contra el suelo.—¿Estás bien, mamá? Es que te veo muy blanca. ¿Quieres ir al baño? ¿Tienes dolor de estómago? A mí me pasa que cuando me duele la barr
El hotel era precioso y las habitaciones lo eran más. No podía creer la cantidad de lujos que tenía. Las dos camas eran tamaño Queen y estaban en el mismo espacio, frente a un televisor de cincuenta pulgadas. Había otro espacio más sencillo, con una cama doble y un televisor de treinta pulgadas que, supuse, sería par al niñera de Verónica. Había, además, un comedor sencillo, de cuatro puestos, una pequeña cocina con un microondas -el artículo más odiado por los cocineros profesionales, debo decir-, una cafetera y una estufa de dos hornillos. Estaba también el característico mini-bar y la neverita de todos los hoteles, y, sobre la encimera que dividía la cocina de la sala -un pequeño espacio con un sofá y dos sillas, frente a un gran balcón que, de inmediato, odié que estuviera, por la seguridad de Ver&oacut