De golpe, cesan las risas disparatadas de Ahmed Hassim. Mi alma se queda desnuda delante de su mirada seductora, sin peros ni porqués. —¡Eres una muy mala mentirosa, Amira! —susurra, entre dientes, mientras disminuye, con lentitud, la distancia que nos separa.— ¿Te consideras inteligente, capaz de inventar, de pronto, una excusa creíble? Lamento decirte que, desde antes de que gateases, ya había metido mis buenos embustes. Me ha dado la salida idónea para ponerme boca arriba y afilar las garras. —¡Ah, sí! Ya lo recuerdo. El niño enfermo, que prefería quedarse con los videojuegos antes de ir a la tienda, tiene un amplio currículo como discípulo aventajado de Pinocho. Su mirada se ensombrece. Tarde me he dado cuenta de que no he debido mentarle ese momento tan complicado de su vida. Ya no me puedo seguir escudando tras mi inexperiencia en las normas sociales. Le he hecho daño de manera intencional. Le detallo, sin siquiera, disimular mis intenciones. Su rostro se ha mudado de cuajo
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