—Él ha tomado una decisión —me dice Fátima sin más preámbulos, como si lo disfrutase. De esa misma forma ha debido escucharlo veinte años atrás. Sin embargo, no mienta el nombre de mi padre. También a ella su presencia le infunde tal miedo que evita mencionarlo. Me siento a su lado, pero no añoro su compañía. Las piernas me tiemblan, se niegan a sostener la carga pesada de la incertidumbre y los temores. Floto en una nebulosa densa, sin hallar un lastre que me acerque a la tierra. Ahora, tras un punto y seguido, sin darme tiempo para reponerme de la mala noticia, ella me arengará un tedioso discurso. —¿Y bien? —pregunto con tal de no quedarme callada. Mi madre se levanta y se pavonea alrededor de mí con toda majestad. Tal parece una diosa metida en un cuerpo humano. Me sorprende que, en un momento tan delicado, aún tenga tiempo para mostrarme su superioridad. —En siete días, serás la esposa de un poderoso magnate petrolero. El sábado, a las dos de la tarde, tendrá lugar la ceremo
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