Alimceceg no podía creer lo que escuchaba. Y aunque se mantuvo de pie, a un lado del trono, imperturbable, serena y macabramente fría, en su interior quería salir corriendo, llegar a las caballerizas, ensillar uno de los caballos y galopar hacia el norte del río, allí donde Tuva Eke había estado los últimos días. No dijo nada. Sus ojos quedaron fijos sobre el hombrecillo que había llevado el mensaje a la tienda. Y en cierto punto, pensó que no podría mantener la compostura. —¡Búsquenlo hasta debajo de las piedras! —bramó—. No vuelvan a mí hasta que lo encuentren. El muchacho asintió y salió de la tienda casi que corriendo. Alimceceg expulsó el aire contenido en sus pulmones, observó de reojo a Cirina, quien mantenía su rostro sin ninguna expresi&
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