—Calma, Max. Ya estoy aquí —le dijo al cachorro que le lamia el rostro. Puso al pequeño Yorkshire en el suelo y él correteó feliz por la casa, que no era la más grande y lujosa de la manzana, pero tenía lo necesario para vivir.Tiró el bolso sobre su viejo y descolorido sofá, que alguna vez fue gris y mullido, y caminó hasta la cocina. No era que tuviese que andar mucho, el lugar era pequeño, pero necesitaba con urgencia un cambio, desde las paredes descascaradas y amarillentas, hasta la vieja heladera oxidada.—Hola, abue. ¡Ya llegué! —gritó para que la escuchase, porque había días que Margaret estaba totalmente sorda y otros que oía con claridad.Su abuelita caminó hasta la cocina, apoyándose en su bastón, y saludó a su querida nieta con un beso en la mejilla.—Hola, dulzura. Tu padre ll
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