Todos los días se levantaba tarde, casi a las doce del mediodía para desayunar. Yo llegaba en la tarde del instituto y se disgustaba porque no había llegado antes, aunque no lo decía. A veces pasaba semanas sin hablarme, sentado frente a su teclado o con su guitarra colgada del cuello, su cabezota llena de ondas hermosas, perdido entre ideas y notas, vociferando alguna cosa a Roberto con una ferocidad que me hacía estremecer en la cocina mientras lavaba los platos. Cada día las cosas iban peor. Durante las noches trataba de evitarme, pero yo no lo dejaba. Me acostaba desnuda a su lado, deseosa, con unas ganas inmensas de que me tocara. En algunas oportunidades no lograba hacerlo reaccionar, otras, lo acariciaba, jugueteando con su cosa hasta hacerla despertar, lenta, pero firmemente. Entonces, de rodillas ante él, mi boca se apoderaba de su cosa, la mordisqueaba y la chupaba con pasión y notaba cómo vibraba y agitaba baj
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