CAPÍTULO 48.

Kael yacía inmóvil en el suelo, su cuerpo empapado en sangre, con la respiración profunda y errática. El rugido distante de las llamas le llegaba como una advertencia, pero en su interior, algo le decía que no iba a rendirse tan fácilmente. Cada centímetro de su piel era un mar de dolor, y aunque su mente gritaba rendición, su naturaleza de lobo lo mantenía aferrado a la vida, como un animal salvaje que no se dejaría devorar sin luchar.

Había recibido varios disparos, balas que habrían matado a cualquiera de su especie, pero él no era cualquiera. Ninguna de las balas había alcanzado sus órganos vitales. Su fortaleza física, producto de años de lucha y supervivencia, había jugado a su favor. Era un lobo grande y fuerte, construido para resistir lo imposible. Sus músculos, poderosos como el hierro, le permitieron soportar lo que habría sido fatal para cualquier otro. No obstante, el daño era severo. La sangre, caliente y espesa, se acumulaba alrededor de sus heridas y empapaba la tierra
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