De pie, frente a la entrada de un restaurante, Lizbeth soltó un suspiro con pesar antes de ingresar y acercarse a la recepcionista.— ¡Buenas noches! Soy invitada de la Sra. Barrett. ¿Podría indicarme dónde está nuestra mesa, por favor?— ¡Claro! Bienvenida a nuestro restaurante. Por favor, sígame. Su mesa está lista.Mientras atravesaba el salón lleno de comensales, Lizbeth pensaba en lo que le diría a Soraya. Aunque estaba dispuesta a decírselo a través de la llamada que esta le hizo, la mujer no le dio la oportunidad.—No tengo ánimos para estar aquí — murmuró para sí misma con los hombros decaídos. Estaba muy triste; le costaba asimilar que no solo había perdido al bebé que tanto protegió, sino que también había terminado por perder al hombre que amaba. Se arrepentía de haber actuado bajo la presión del dolor; solo pensó en el bienestar de su suegra cuando lo que debía hacer era permitirse ser egoísta y disfrutar de su amor, aunque tuviera que superar cada obstáculo para lograrlo.
Con la frente sudada y en medio de ese grito, Lizbeth se sentó en la cama mientras unos brazos fuertes la abrazaban.—Shh... ya pasó, solo fue un mal sueño — le decía Sebastián mientras dejaba un beso en su frente. Ella, con la respiración agitada, se aferraba a uno de sus brazos.—Fue demasiado real — insistió Lizbeth con ojos aguados, alzando la mirada para verlo a los ojos. — Nicolás me amenazó con dañarte si no me apartaba de tu lado… ¿Y si cumple con su amenaza?—Ese imbécil no hará nada. No puedes permitir que te atormente con sus amenazas vacías. Tampoco le des poder para jugar con tu mente — la calmó Sebastián pasándole una mano por la cabeza cariñosamente.Lizbeth movió la cabeza de un lado a otro mientras sus lágrimas abandonaban sus cuencas.—Sebastián, ese hombre es un delincuente, me lo dijo.Sebastián la alzó en sus brazos, acomodándola en su regazo. Se aferró a su cintura sin dejar de apreciar su miedo. El cabello de Lizbeth creaba un velo que cubría ambas caras, y una
Mauricio sonreía en medio del dolor y se apretaba el hombro herido con fuerza.—No sabía que me amabas tanto —le dijo juguetón a Sebastián, quien soltó un bufido intentando sonar indiferente, pero el alivio al ver que su amigo estaba bien era imposible de disfrazar.—Eres un jodido tonto, te interpusiste y pudiste haber muerto —le reprochó Sebastián, pero Mauricio seguía riendo mientras los paramédicos entraban a la empresa.—¿Y dejarte morir? ¿Qué tipo de mejor amigo sería si una loca te mata frente a mí? —alegaba sonriendo y quejumbroso, apretando más fuerte su herida que iba doliendo conforme pasaban los segundos.—Cuándo dejarás de ser un imbécil. Querías ser el héroe y que me sintiera culpable toda la vida —regañaba Sebastián con mucho temor. Sus amigos eran más que eso; no soportaría perderlo, especialmente de esa forma.—Debemos llevarlo al hospital; necesitan extraerle el proyectil —le indico uno de los paramédicos a Mauricio después de revisarle el hombro. Este asintió y se l
Sebastián estaba furioso consigo mismo. Se pedía fervientemente no preocuparse, porque su abuela no merecía que sintiera empatía por ella, pero su lucha era en vano. Lizbeth podía notar su preocupación. —Es sobre tu abuela de quien hablan. Si ella está ingresada en este mismo hospital, debemos investigar —le propuso ella, tirando de su mano, pero él se quedó inmóvil en su lugar. —En realidad, no me importa si está bien o está mal. Ella se las arreglará, créeme, los villanos no mueren —le respondió Sebastián sonriente, dejando que su orgullo determinara su juicio y sentir. Pero Lizbeth podía ver cómo sus ojos lo delataban, esos que no se mantenían fijos en un solo lado, sino que se desviaban para no enfrentarse a su mirada. —A mí no me parece. Sé que le tienes mucho resentimiento, pero no deja de ser familia. Hace poco eché a mi madre y a mi hermana de mi casa, y te confieso que era más doloroso para mí echarlas que para ellas mi actitud. Aunque nos queramos, son parte de nosotros,
La puerta de la habitación de la anciana Barrett se abrió con un chirrido. Lizbeth entró apresurada, notando que la anciana yacía en la camilla, con su cuerpo encogido y sus ojos suplicantes.—Agua… por favor —su voz apenas audible se elevaba en un ruego desesperado.Lizbeth se apresuró hacia la mesilla cercana, donde había una jarra y un vaso. El líquido transparente parecía un bálsamo para la anciana. Pero cuando Lizbeth se inclinó para ofrecerle el vaso, la señora Barrett la miró con hostilidad y empujó su mano, haciendo que el vaso se estrellara contra el suelo.—¡No necesito tu lástima! —le gritó la anciana—. Tengo personal que puede hacerlo todo por mí. —Su voz era un susurro ronco, pero su determinación era feroz.Lizbeth asintió, simulando aceptar el reproche. Sin embargo, su presencia en la habitación no era casual. La enfermera le había informado que la anciana estaba furiosa y que se negaba a que nadie más la atendiera, ya que quería ver a su asistente, quien la había aban
Sebastián se montó en el asiento trasero de su auto, ordenando a su conductor dirigirse al hospital donde buscarían a su esposa. El motor rugió mientras el vehículo se deslizaba por las calles de la ciudad. La urgencia lo impulsaba, y su mente estaba en un torbellino.«Si mi abuela la hace llorar, le haré pagar cada lágrima», no dejaba de repetir en su fuero interno, recordando cómo la anciana reaccionó cuando supo lo del matrimonio falso. En ese momento, su teléfono vibró en el bolsillo interno de su traje. Al sacarlo y ver que se trataba de un número desconocido, frunció el ceño.A diario recibía llamadas de estafadores que se hacían pasar por vendedores de productos vanguardistas en el mercado. Consideraba que esta era otra llamada más, pero aun así contestó con sequedad y vacilación: "¿Aló?" Sin embargo, al escuchar un sollozo al otro lado de la línea, alejó el teléfono de su oreja y miró la pantalla. "Sebastián… sácame de este infierno, ayúdame", suplicó la voz y reconoció que
La expresión de enfado en el rostro de Sebastián era tan evidente que todos los empleados de la empresa pudieron verlo. Alejandro, al enterarse de su llegada, se dirigió a su oficina. Antes de abrir la puerta, tocó suavemente y solo asomó la cabeza, manteniendo el resto de su cuerpo en el umbral.—Dime, ¿estás muy cabreado o solo es un término medio? — preguntó Alejandro con una sonrisa ladina. —Y, por curiosidad, ¿qué tan agresivo podrías ponerte? No quiero ser golpeado — bromeó, aunque su mirada reflejaba genuina curiosidad.Sebastián, que había estado con facciones endurecidas, comenzó a reír.—Eres tan o más idiota que Mauricio — soltó, viendo cómo su amigo se sentaba frente a su escritorio.Alejandro continuó, observando a Sebastián con incredulidad.—Es que, amigo, recuerdo que la última vez que me golpeaste, tuve que ponerme hielo durante dos días y me resulta totalmente extraño que ahora no te tornes agresivo. ¿Tu esposa te ha sanado? Tus arranques de ira son menos intensos de
—¿Aquí?, ¡estás borracho! —ella golpeó su hombro, pero aun así, él no la soltó.—Sí, hagámoslo aquí —insistió, acomodando su cara en el hueco de su cuello, besando la piel del mismo con pasión.—Tu madre podría salir y vernos —alegó Lizbeth jadeante, pareciéndole excitante dejarse llevar por esas manos que subían por sus muslos y esos labios calientes que besaban sus clavículas.Empezó a balancear las caderas sin música, dejándole percibir la dureza de sus pezones erectos. Sebastián siempre la arrastraba a la pecaminosidad; nuevamente, sentía que tener intimidad con él era un acto indebido y apropiado al mismo tiempo.La adrenalina recorría su sistema mientras Sebastián le pasaba las manos por el trasero, apretándolo, azotándolo suavemente y levantando poco a poco su vestido.Él la pegó a la pared y le alzó una pierna con posesividad y dominio, mirándola con esos ojos ambarinos que estaban oscurecidos por la lujuria.—¡Dios! Mejor vayamos a nuestra habitación —pidió ella en un gemido,