Sebastián, con el teléfono aún pegado a la oreja, sentía cómo la sangre se le helaba al escuchar la risa burlona de quien afirmaba ser su hermano, supuestamente fallecido. La incredulidad y el horror se entrelazaban en su mente, mientras sus puños apretados y sus nudillos blanquecinos delataban la tormenta interna que lo azotaba.“Debes estar en shock, creías que había muerto, ¿verdad?”, la voz del individuo resonaba como un eco siniestro en la línea.“¿Quién eres?”. Sebastián apenas podía articular las palabras; su voz era un gruñido tenso.“Retrasado mental, ya te lo he dicho, soy Oliver”, la afirmación cayó como una losa, pesada y fría.“¡Esta broma es de muy mal gusto!”, replicó Sebastián sonriendo una ira tan inmensa que parecía teñir cada sílaba pronunciada.“No es ninguna broma, Sebastián Barrett. Soy Oliver, y quiero que tú y tu familia experimenten lo que yo sufrí. Dime, ¿qué se siente al ver cómo la fortuna por la que tanto luchan se evapora entre sus manos?Lizbeth, testigo
Samuel estaba sentado en un pequeño cuarto, con su mirada clavada en la puerta. Al oír el chirrido de las bisagras, se puso de pie de un salto y observó cómo su padre entraba lentamente, esquivando el encuentro de sus ojos.—Papá, ¿ya podré salir? —preguntó Samuel con ansiedad y esperanza.—No, hijo —la voz de Sergio se quebraba al hablar—. La verdad es que no tenemos dinero para pagar la fianza —cada palabra parecía cargar con un peso mayor que la anterior.Sergio suspiró con resignación.La cara de Samuel, antes alzada por la expectación, se desplomó en un gesto de desolación. Puesto que la realidad de su circunstancia se asentó sobre él como un manto pesado y helado.—¿Supongo que Sebastián no quiere ayudar? —inquirió Samuel, casi inaudible.Sergio asintió con pesar.—Está en todo su derecho, aunque le pedí perdón, de seguro no es fácil perdonarme —reflexionó Samuel en voz alta, con la mirada perdida en el suelo, dejando escapar la culpa y el remordimiento que lo consumían.—Solo a
—Madre, ¿qué busca este hombre aquí? — exigió, sacando rápidamente su teléfono.—Debes cumplir con lo que prometiste — le exigió Nicolás a Soraya.E inmediatamente ella se volteó hacia Sebastián.—Hijo, guarda ese teléfono. Necesitamos hablar — le imploró con urgencia.Aunque Lizbeth estaba pasmada, sin entender del todo la situación, se acercó a Sebastián y puso su mano sobre la suya, provocando que Nicolás apretara los molares.—Escuchemos.
—Vámonos, querida nuera, únicamente te hice venir porque quería que escucharas que no debes sentir ningún reproche. Este hombre no es mi hijo mayor; mi hijo mayor, el chico que crié, murió cuando tenía nueve años —declaró Soraya, tomando su bolso.—¡No se atrevan a irse! —gritó Nicolás, furioso, desenfundando su arma para apuntar a Soraya y, sin que él lo pudiera ver, tres hombres armados salieron de distintos sitios de la casa, apuntando a su cabeza.—Eres una perr@ traicionera— soltó Nicolás sin dejar de sonreír histérico, con su mirada clavada en la de Lizbeth. — Debí arrastrarte conmigo.—En uno de es
Dejando su curiosidad en un segundo plano, Lizbeth bajó junto a la anciana, quien esperaba en su estudio. La cual estaba sentada en su silla de ruedas, mirando por la ventana con una expresión triste y distante, con ojos perdidos en el horizonte. Lizbeth extendió la carpeta hacia ella con manos temblorosas.—Entiendo que estabas enojada conmigo por haber entrado a tu familia cuando no tenía tu permiso y, aun teniendo tu desaprobación, respeté tu manera de ser. Pero, ¿cuál fue tu motivo para investigar a mi padre? — inquirió Lizbeth, agitando la carpeta con un gesto molesto. La anciana abrió los ojos como esferas, sorprendida, y un destello de miedo cruzó su rostro arrugado.—¿Lo leíste? — le preguntó inmediatamente, con la voz convertida en un susurro.—No lo hice.La anciana suspiró aliviada y extendió la única mano que podía mover, pidiéndole con un gesto mudo que se lo entregara. Lizbeth observó la mano arrugada y temblorosa, sintiendo una mezcla de compasión y repulsión.—No me
—Madre… — musitó Sergio, impotente, después de unos segundos de silencio. — De verdad te convertiste en un monstruo— soltó a través de sus dientes apretados y la anciana se estremeció. En ese momento Sergio no pensó en que sus palabras podrían afectar a su madre y hacerla recaer, estaba tan indignado que no se aguantó.—Aunque solo conocía parte de la historia, si en ella había un villano, era tu padre, y te convertiste en él, al hacernos la vida difícil a nosotros. No nos protegiste, nos asfixiaste haciendo lo que te daba la gana. Arruinaste a mis hijos, acabaste con lo que te hacía poderosa, incluso contigo misma, ¿Estás feliz? ¡Eh, monstruo, estás feliz! ¡Mi padre no está aquí para ver cuán perversa eres!—Sergio… hijo…— decía la anciana en medio de su llanto, las palabras de rabia de su propio hijo la estaban apuñalando como espadas en su corazón.—Fue suficiente, madre, hasta hoy te tendré consideración, dejaré que todo lo que ambicionaste se convierta en ceniza, trataré de recu
Estando frente al espejo, peinando su cabello, Lizbeth no dejaba de pensar en la náusea matutina que apenas había empezado y se llenaba de recriminaciones. Sus cejas se fruncían ligeramente, y su expresión reflejaba un torbellino de emociones que iban desde la preocupación hasta la frustración.«No debo adelantarme al proceso, tal vez solo estoy paranoica. Si eso es, estamos pasando por tantas cosas que los nervios me pueden estar traicionando», justificó para sí misma en un momento, tratando de alejar las inseguridades. Sin embargo, un destello de duda cruzó por sus ojos, que se fijaban intensamente en su reflejo.«Solo dos meses, debí cuidarme durante dos meses para empezar con el método anticonceptivo, pero no, me enfoqué tanto en ser feliz que olvidé lo más importante», volvió a pelear consigo. Sus labios se apretaron, reflejando su autorreproche.—Liz, estás hermosa, ahora no quiero dejarte salir. Ella se estremeció al sentir el cálido aliento de Sebastián en su piel, su corazó
—Vine en cuanto vi tu mensaje. Dime que todo está bien— susurró Milena a Lizbeth con una voz que mezclaba preocupación y alivio, al encontrarla en la sala de espera de la clínica privada. Lizbeth, echa un manojo de nervios, aguardaba su turno para la consulta con el ginecólogo.—Sé que es tonto, y debes tener mil cosas que hacer, pero no quiero enfrentar esto sola— confesó Lizbeth, su voz tan frágil como el batir de alas de una mariposa, y justo entonces, una enfermera pronunció su nombre.—Lilius, no seas tonta. Aunque estoy furiosa contigo por haberme sido infiel con tu esposo, te amo tanto que siempre estaré aquí para ti, soy tu exclusiva— bromeó Milena, inyectando humor en la tensión del momento con un teatral movimiento de cejas y extendiendo una mano hacia Lizbeth.—Gracias, Mile. Eres la mejor amiga que alguien podría desear. Y lo siento, de verdad, por lo que pasó. Sé que cometí un error imperdonable— admitió Lizbeth, llevándose una mano al pecho y formando un puchero tan tie