Mauricio sonreía en medio del dolor y se apretaba el hombro herido con fuerza.—No sabía que me amabas tanto —le dijo juguetón a Sebastián, quien soltó un bufido intentando sonar indiferente, pero el alivio al ver que su amigo estaba bien era imposible de disfrazar.—Eres un jodido tonto, te interpusiste y pudiste haber muerto —le reprochó Sebastián, pero Mauricio seguía riendo mientras los paramédicos entraban a la empresa.—¿Y dejarte morir? ¿Qué tipo de mejor amigo sería si una loca te mata frente a mí? —alegaba sonriendo y quejumbroso, apretando más fuerte su herida que iba doliendo conforme pasaban los segundos.—Cuándo dejarás de ser un imbécil. Querías ser el héroe y que me sintiera culpable toda la vida —regañaba Sebastián con mucho temor. Sus amigos eran más que eso; no soportaría perderlo, especialmente de esa forma.—Debemos llevarlo al hospital; necesitan extraerle el proyectil —le indico uno de los paramédicos a Mauricio después de revisarle el hombro. Este asintió y se l
Sebastián estaba furioso consigo mismo. Se pedía fervientemente no preocuparse, porque su abuela no merecía que sintiera empatía por ella, pero su lucha era en vano. Lizbeth podía notar su preocupación. —Es sobre tu abuela de quien hablan. Si ella está ingresada en este mismo hospital, debemos investigar —le propuso ella, tirando de su mano, pero él se quedó inmóvil en su lugar. —En realidad, no me importa si está bien o está mal. Ella se las arreglará, créeme, los villanos no mueren —le respondió Sebastián sonriente, dejando que su orgullo determinara su juicio y sentir. Pero Lizbeth podía ver cómo sus ojos lo delataban, esos que no se mantenían fijos en un solo lado, sino que se desviaban para no enfrentarse a su mirada. —A mí no me parece. Sé que le tienes mucho resentimiento, pero no deja de ser familia. Hace poco eché a mi madre y a mi hermana de mi casa, y te confieso que era más doloroso para mí echarlas que para ellas mi actitud. Aunque nos queramos, son parte de nosotros,
La puerta de la habitación de la anciana Barrett se abrió con un chirrido. Lizbeth entró apresurada, notando que la anciana yacía en la camilla, con su cuerpo encogido y sus ojos suplicantes.—Agua… por favor —su voz apenas audible se elevaba en un ruego desesperado.Lizbeth se apresuró hacia la mesilla cercana, donde había una jarra y un vaso. El líquido transparente parecía un bálsamo para la anciana. Pero cuando Lizbeth se inclinó para ofrecerle el vaso, la señora Barrett la miró con hostilidad y empujó su mano, haciendo que el vaso se estrellara contra el suelo.—¡No necesito tu lástima! —le gritó la anciana—. Tengo personal que puede hacerlo todo por mí. —Su voz era un susurro ronco, pero su determinación era feroz.Lizbeth asintió, simulando aceptar el reproche. Sin embargo, su presencia en la habitación no era casual. La enfermera le había informado que la anciana estaba furiosa y que se negaba a que nadie más la atendiera, ya que quería ver a su asistente, quien la había aban
Sebastián se montó en el asiento trasero de su auto, ordenando a su conductor dirigirse al hospital donde buscarían a su esposa. El motor rugió mientras el vehículo se deslizaba por las calles de la ciudad. La urgencia lo impulsaba, y su mente estaba en un torbellino.«Si mi abuela la hace llorar, le haré pagar cada lágrima», no dejaba de repetir en su fuero interno, recordando cómo la anciana reaccionó cuando supo lo del matrimonio falso. En ese momento, su teléfono vibró en el bolsillo interno de su traje. Al sacarlo y ver que se trataba de un número desconocido, frunció el ceño.A diario recibía llamadas de estafadores que se hacían pasar por vendedores de productos vanguardistas en el mercado. Consideraba que esta era otra llamada más, pero aun así contestó con sequedad y vacilación: "¿Aló?" Sin embargo, al escuchar un sollozo al otro lado de la línea, alejó el teléfono de su oreja y miró la pantalla. "Sebastián… sácame de este infierno, ayúdame", suplicó la voz y reconoció que
La expresión de enfado en el rostro de Sebastián era tan evidente que todos los empleados de la empresa pudieron verlo. Alejandro, al enterarse de su llegada, se dirigió a su oficina. Antes de abrir la puerta, tocó suavemente y solo asomó la cabeza, manteniendo el resto de su cuerpo en el umbral.—Dime, ¿estás muy cabreado o solo es un término medio? — preguntó Alejandro con una sonrisa ladina. —Y, por curiosidad, ¿qué tan agresivo podrías ponerte? No quiero ser golpeado — bromeó, aunque su mirada reflejaba genuina curiosidad.Sebastián, que había estado con facciones endurecidas, comenzó a reír.—Eres tan o más idiota que Mauricio — soltó, viendo cómo su amigo se sentaba frente a su escritorio.Alejandro continuó, observando a Sebastián con incredulidad.—Es que, amigo, recuerdo que la última vez que me golpeaste, tuve que ponerme hielo durante dos días y me resulta totalmente extraño que ahora no te tornes agresivo. ¿Tu esposa te ha sanado? Tus arranques de ira son menos intensos de
—¿Aquí?, ¡estás borracho! —ella golpeó su hombro, pero aun así, él no la soltó.—Sí, hagámoslo aquí —insistió, acomodando su cara en el hueco de su cuello, besando la piel del mismo con pasión.—Tu madre podría salir y vernos —alegó Lizbeth jadeante, pareciéndole excitante dejarse llevar por esas manos que subían por sus muslos y esos labios calientes que besaban sus clavículas.Empezó a balancear las caderas sin música, dejándole percibir la dureza de sus pezones erectos. Sebastián siempre la arrastraba a la pecaminosidad; nuevamente, sentía que tener intimidad con él era un acto indebido y apropiado al mismo tiempo.La adrenalina recorría su sistema mientras Sebastián le pasaba las manos por el trasero, apretándolo, azotándolo suavemente y levantando poco a poco su vestido.Él la pegó a la pared y le alzó una pierna con posesividad y dominio, mirándola con esos ojos ambarinos que estaban oscurecidos por la lujuria.—¡Dios! Mejor vayamos a nuestra habitación —pidió ella en un gemido,
Sebastián, con el teléfono aún pegado a la oreja, sentía cómo la sangre se le helaba al escuchar la risa burlona de quien afirmaba ser su hermano, supuestamente fallecido. La incredulidad y el horror se entrelazaban en su mente, mientras sus puños apretados y sus nudillos blanquecinos delataban la tormenta interna que lo azotaba.“Debes estar en shock, creías que había muerto, ¿verdad?”, la voz del individuo resonaba como un eco siniestro en la línea.“¿Quién eres?”. Sebastián apenas podía articular las palabras; su voz era un gruñido tenso.“Retrasado mental, ya te lo he dicho, soy Oliver”, la afirmación cayó como una losa, pesada y fría.“¡Esta broma es de muy mal gusto!”, replicó Sebastián sonriendo una ira tan inmensa que parecía teñir cada sílaba pronunciada.“No es ninguna broma, Sebastián Barrett. Soy Oliver, y quiero que tú y tu familia experimenten lo que yo sufrí. Dime, ¿qué se siente al ver cómo la fortuna por la que tanto luchan se evapora entre sus manos?Lizbeth, testigo
Samuel estaba sentado en un pequeño cuarto, con su mirada clavada en la puerta. Al oír el chirrido de las bisagras, se puso de pie de un salto y observó cómo su padre entraba lentamente, esquivando el encuentro de sus ojos.—Papá, ¿ya podré salir? —preguntó Samuel con ansiedad y esperanza.—No, hijo —la voz de Sergio se quebraba al hablar—. La verdad es que no tenemos dinero para pagar la fianza —cada palabra parecía cargar con un peso mayor que la anterior.Sergio suspiró con resignación.La cara de Samuel, antes alzada por la expectación, se desplomó en un gesto de desolación. Puesto que la realidad de su circunstancia se asentó sobre él como un manto pesado y helado.—¿Supongo que Sebastián no quiere ayudar? —inquirió Samuel, casi inaudible.Sergio asintió con pesar.—Está en todo su derecho, aunque le pedí perdón, de seguro no es fácil perdonarme —reflexionó Samuel en voz alta, con la mirada perdida en el suelo, dejando escapar la culpa y el remordimiento que lo consumían.—Solo a