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La destrucción de nuestro paraíso.

Adler Remington, tercer Duque de Wellington, Marqués de Oxford y Barón de Netherfield, llevaba más dos horas encerrado en su despacho. Con la mirada fija en el fuego de su chimenea, pensaba en lo imbécil que había sido, al no haberse dado cuenta del cruel engaño del que había sido víctima y por el que había hecho tanto daño a la única persona que pudo ver en él, algo más que sus títulos nobiliarios o la aristocracia que llevaba en la sangre.

Se cubrió el rostro con pesar, al comprender que gracias a las dudas y la desconfianza que sembraron en él y a las perversas mentiras que lanzaron en contra de quien, ahora reconocía, era la única mujer que verdaderamente amaba, le arruinó la vida al único ser que vio al hombre que se esconde detrás de tanto lujo, prestigio y dinero; al verdadero Adler, o como ella siempre le decía, “Su amado y dulce corazón”.

Aún no podía creer como él, siendo un hombre de treinta años, con tres de los títulos nobiliarios más importantes de toda Inglaterra, los cuales había llevado de manera excepcional, ganándose así el honor de muchos nobles, (incluido, el de su propio tío, el mismísimo Rey de Inglaterra, quien lo quería como a un hijo), hubiese caído en esa trampa tan bien elaborada de una manera tan tonta. Se sentía sumamente culpable y profundamente avergonzado.

¿Algún día podrás perdonarme por haber destruido nuestro paraíso, amor mío? –susurró al vacío.

Highlands, Escocia.

Giorgiana Cavendish, estaba sentada bajo la sombra de un árbol frondoso, situado cerca de la humilde casa en la que vivía junto a su familia, dos años atrás, cuando decidieron apartarla de la vida en su amada Inglaterra y residenciarla en tierras escocesas, el lugar al que fue exiliada.

Llevaba dos horas con la mirada fija al frente, recordando lo feliz que fue durante aquellos tres años, al lado del único hombre al que amó de una manera profunda y real. Un hombre por el que estuvo dispuesta a renunciar a su propia vida para llegar a ser lo que todos esperaban de ella, en vista del título que al casarse con él ella poseería. Y, lo hizo con todo el gusto, porque realmente ella lo amaba y sólo quería que él se sintiera orgulloso de haberla hecho su esposa y su Duquesa.

Aún recordaba con algo de gracia las interminables clases de etiqueta, buenos modales y genealogía aristocrática, de la familia del que en ese momento fuese su futuro esposo. Clases que debía tomar a diario, a fin de ser digna de llevar los títulos nobiliarios que durante tres años le pertenecieron: Duquesa de Wellington, Marquesa de Oxford y Baronesa de Netherfield.

Sin embargo, el título que ella más ostentaba era el de ser la esposa del hombre al que le entregó su vida entera. El hombre que terminó destrozando su corazón y el paraíso que ambos habían construido a base de comprensión, comunicación y amor mutuo, o eso creía ella, hasta que por una malintencionada trampa puesta en su contra, el hombre que ella consideraba un ángel, se convirtió en un verdadero demonio, destruyéndole la vida entera, no sólo a ella, sino también a toda su familia.

¿Por qué no pudiste confiar en lo profundo de mi amor por ti? ¿Por qué no creíste en mí? –susurró ella con voz apesadumbrada al vacío. ¿Algún día lograré olvidar y perdonar todo el daño que me hiciste Adler?.

Wellington Hall, Inglaterra.

El Duque de Wellington, llevaba ya cinco horas encerrado en el despacho de su residencia principal, consumiéndose el cerebro, pensando de qué manera podría volver a hablar con su ex esposa y pedirle perdón, tras haberla humillado y exiliado lejos de Inglaterra a ella y a su familia, despojándolos de todo lo que tenían. Y todo, ¿Por qué? Por haberse dejado llevar por su estúpida impulsividad; impulsividad que, en ese momento, lo tenía sumido en el peor de los arrepentimientos y la más desgarradora angustia. 

De repente, escuchó unos toques a la puerta y al dar la autorización de entrada, ingresó al despacho uno de sus mejores amigos, Ian Gacy, Duque de Norfolk.

Adler, ¿Qué ocurre? ¿Por qué estás encerrado aquí desde hace cinco horas? –preguntó Ian. “¿Por qué estás bebiendo tan temprano?”

¿Cómo supiste que estaba encerrado aquí? –preguntó el Duque desde la ventana, con la mirada fija en los jardines de su palacio. “¿Quién te lo dijo?”

Todo el personal está preocupado por ti. De hecho, era tanta la angustia del señor Thompson, que no dudó en enviarme una nota en la que decía que me necesitabas con urgencia; y al ver tu estado, veo que no se equivocó. ¿Qué es lo que está pasando? –le dijo Ian.

Veo que mi mayordomo me conoce mejor que yo mismo. ¿Sabes? Una de las cosas que más me gustaba cuando Gigi era mi esposa, era cuando yo la veía en el jardín desde este mismo lugar, y ella levantaba la vista y me miraba sonriéndome dulcemente. Te puedo jurar que, con cada sonrisa que ella me obsequiaba, también me regalaba vida y alegría. Estando con ella fui verdaderamente feliz, ya que su optimismo definitivamente me envolvió. –dijo el Duque de Wellington.

Y me consta, porque cuando Giorgiana estaba aquí, su alegría era tan contagiosa, que todo Wellington Hall, quedó inundado de sus risas. ¿Pensar en esto es lo que te tiene en ese estado? ¿Pensar en ella cuando vivía aquí es lo que te entristece? –le dijo el Duque de Norfolk.

No, al contrario. Ese es uno de los recuerdos que siempre atesoraré en mi corazón. –dijo Adler Remington.

Entonces, ¿Qué es lo que sucede? –preguntó Lord Norfolk.

Me tendieron una trampa Ian, eso sucede. Me hicieron creer que Giorgiana me había sido infiel con Axel Fersen, que ella sólo se casó conmigo para obtener una alta posición en la aristocracia inglesa, y de esta manera, robarme todo el dinero, para irse con su amante, el Conde Fersen. –dijo el Duque de Wellington. “Y eso nunca fue verdad.”

Pero si desde el principio te dije que eso era una perversa mentira y no quisiste escuchar. ¿Por qué estás tan convencido ahora de que no es como tú creías? ¿Por qué ahora estás tan seguro de la inocencia de Giorgiana Cavendish? –le preguntó Lord Norfolk.

Quizás mi corazón nunca creyó que Gigi era culpable. Pero mis celos y creer que ella me había traicionado, nublaron mi razón y mi buen juicio. –contestó Adler.

Amigo, te advertí tantas veces que no actuaras movido por la rabia, porque te ibas arrepentir, pues yo sé lo impulsivo que tú eres. Pero supongo que en este momento habrá ocurrido algo que terminó convenciéndote de la inocencia de Gigi, ¿O me equivoco? –dijo Ian, apesadumbrado por ver a su amigo tan afligido.

No, no te equivocas. Mira esto… –le dijo Adler entregándole la misma carpeta que él había recibido horas antes. “¿Ahora entiendes el motivo de mi angustia?” –le preguntó a su amigo, que tenía los ojos abiertos del asombro, mientras leía los documentos que contenía la carpeta. Después de unos minutos de silencio, Adler continuó al decir:

—No sólo acusé falsamente de adulterio y robo a la mujer que amo, sino que la humillé completamente, tanto en privado como delante de todos. Y, no conforme con eso, la exilié lejos de Inglaterra, despojándola de absolutamente todo. ¡Y ella nunca hizo nada reprochable! Ahora ella está muy enferma. Yo, que tanto prometí protegerla de todo y de todos, fuí el que le causó el peor de los daños. Soy un monstruo.  –Y diciendo esto, Adler se cubrió el rostro con sus manos, en señal de derrota.

No sigas flagelándote con algo que ya ocurrió y que no puedes deshacer, la pregunta ahora es, ¿Qué piensas hacer? Porque si Giorgiana está tan enferma como este informe dice, debería regresar a Inglaterra de inmediato. –dijo Ian.

Lo sé. Sin embargo, ¿Qué hago para que me escuche, al ser yo la persona que más debe odiar en la vida? –preguntó el Duque de Wellington, mientras un par de lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

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