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Capítulo 2. Me decepcionas.

«Tres años ya», pienso y resoplo internamente, desanimada conmigo misma y mis prioridades, por ser tan soñadora. Lo hago mientras prácticamente arrastro a Steph hasta la recepción.

—¿Por. Qué. Diablos. Hiciste. Eso? —pregunta mi posible ex mejor amiga, haciendo hincapié en cada dichosa palabra que sale de su boca. De más está decir que su rostro está rojo de rabia.

—Cálmate, tigresa —digo, rodando los ojos ante su exagerado enfado—. Te evité un mal rato.

—Y se supone que... ¿debo agradecerte que me alejaras de un mal rato como ese? —pregunta ella, sin entenderme del todo—. Amiga, con él, pasaría un millón de malos ratos —continúa, volteándose otra vez para ver al exclusivo cliente.

—No de él Steph, de Adelfa, que es bastante recia con las relaciones cliente- trabajador —explico con calma y siguiendo su mirada.

Me sorprende sobremanera y se asienta en mi estómago un estremecimiento, cuando me doy cuenta que sus maravillosos ojos azules están fijos en los míos.

No en los ojos verdes como esmeraldas de Steph.

En los míos. Color café. Simples. Comunes.

«Hasta yo quisiera pasar malos ratos a tu lado», confieso, casi babeando interiormente, emocionada y nerviosa por ser el objetivo de su profunda mirada.

—Ajá, te gusta —grita Steph, sobresaltándome.

Desconecto de la nebulosa donde me había metido y reacciono, para ver a Steph sonriendo maliciosa.

—¿Qué dices? Estás loca —desestimo y niego con la cabeza, secundando mi afirmación—. Y por favor, no grites, puede escucharte.

—Te gusta... mucho —insiste. No me quita ojo de encima, velando por si vuelvo a caer en la tentación y pues, no logro aguantar. Las ganas de confirmar que me observa son más intensas—. Ahí está la confirmación.

Me guiña un ojo cuando suspiro, agobiada y arrepentida de no haber sabido disimular absolutamente nada. De igual manera, intento convencerla de lo contrario, haciéndola pasar por loca.

—Déjame tranquila, Steph. Un hombre como ese no tiene nada que ver conmigo. No sería tan tonta de enamorarme —culmino, dispuesta a seguir trabajando.

—Pero, chica, ¿quién habló de amor? —dice y hace una mueca de asco. Luego vuelve a mirarlo con descaro—. Yo de él, además de conocer sus millones, solo necesitaría aferrarme al respaldo de su cama, preferiblemente de frente.

Hago una mueca, porque sus palabras me hacen sentir horrible. Específicamente, me visualizo arrastrándola por toda la cafetería, por meterse con mi amor platónico de esa manera. Aunque sé que, en la vida real, solo me alcanzaría para salir corriendo del lugar, con lágrimas surcando mi rostro.

No entiendo qué es lo que me atrae de él. Es hermoso, sí. Y está bueno, también. Pero es algo más. Sus ojos, las pocas veces que me han notado de verdad, me muestran un hombre como pocos, dispuesto a ofrecer confianza, respeto y amor. Es raro lo que siento cada vez que lo veo. Es como si un flechazo me diera justo en medio del pecho, cada maldito día.

A veces creo que soy demasiado ingenua, por mantener esta extraña sensación durante tres larguísimos años; sin posibilidades de nada. Pero es imposible dejar de soñar con él, esperarlo cada día, sentir mi sangre correr más rápido durante la media hora diaria que pasa aquí en la cafetería. Rogar para que decida, algún día, pasar al área de la librería, donde yo en verdad trabajo; pedir a quien sea que mueve los hilos del destino, que un encuentro nos haga mirarnos a los ojos y ser sinceros. O al menos serlo yo.

Estoy consciente de mi locura, yo misma me la diagnostico, porque los síntomas son siempre los mismos. Unas ganas inmensas de acercarme y confesar mis pesados pensamientos; llenarme de valor y, al menos, comentarle sobre el tiempo. Aunque eso suene raro.

—¡Ashley! —grita Adelfa, casi en mi oreja. Doy un brinco, porque me había quedado ensimismada pensando en estupideces.

Me giro, para verla detrás de mí, con sus brazos en jarra. Me mira frunciendo el ceño y logra acobardarme un poco.

—¿Qué... qué pasa? —tartamudeo, nerviosa por el espectáculo.

«Es que ni suerte tengo», pienso, resignada por semejante vergüenza.

—Atiende tú al señor O' Sullivan, Stephania todavía no está adiestrada y él, como sabes, es nuestro mejor cliente. No quiero que lo asuste.

Ante sus palabras, Steph hace un puchero. La miro, sonriendo por dentro; al parecer, la que estará cerca de él, por fin, seré yo.

«¡¿Seré yo!?» reacciono, acojonada, al darme cuenta de lo que eso significa. De repente, mis piernas tiemblan y creo que no tendré fuerzas para siquiera dar dos pasos.

—Es para hoy, Ashley —agita mi jefa. Se aleja de mí, para conducir a Steph hacia la librería y darle las tareas correspondientes.

Steph me mira, guiña un ojo y sonríe con malicia. Yo me quedo ahí, parada en el medio del salón, sin poder hacer nada.

«Es solo un cliente más», me digo, para convencerme.

Tomo una respiración, dos. Siento como me relajo poco a poco. Cuando me siento más segura, pero aún no del todo convencida, me encamino hacia la mesa del hombre de mis sueños. Llego a su lado, pero él mantiene su mirada en el libro que lleva trayendo consigo desde hace unos días. Carraspeo, para llamar su atención. Su reacción no es inmediata, levanta su mirada con lentitud, hasta conectarla con la mía. Mantiene su cabeza inclinada, por lo que sus maravillosos pozos azules me miran desde abajo, al estar él sentado y yo de pie, a su lado.

—¡Ho...hola! —carraspeo y chillo a la vez.

Me doy una colleja mental por mi falta de carácter en los momentos claves de mi existencia. Él, sigue mirándome, sin hablar. Me pone nerviosa la profundidad de su mirada y cuando creo que voy a salir corriendo en dirección contraria, sonríe. Un atisbo de sonrisa; alza la comisura de su boca solamente. Más específico, el lado derecho, que es el izquierdo mío.

«Dios, ya estoy pensando estupideces», reclamo, resoplando y rodando los ojos en mi cabeza, como por décima vez.

—¿Va a tomar algo? —pregunto, después de tragar duro para evitar perder la voz otra vez. Por suerte, ahora mantengo mi tono de voz normal.

Él asiente. Tampoco habla. Y yo me desespero por querer escuchar su voz, hablándome solo a mí.

—Adelante. —Lo insto, apuntando mi lápiz en la pequeña libreta y desviando la mirada de sus ojos hipnóticos.

—¿No lo sabes? —pregunta, luego de unos segundos de silencio, y casi comienzo a sudar por las ganas de quitar mi mirada de la m*****a libreta.

Levanto la cabeza, mirándolo con confusión. Yo sé lo que pide cada vez, tengo estudiadas absolutamente todas sus rutinas. Pero eso, él no puede saberlo.

—No creo. ¿Debería saberlo? —devuelvo, asumiendo un rol un poco empoderado. Me ofende bastante la arrogancia con la que me hace la pregunta.

Él se queda mirándome. Otra vez.

«Ay Diosito», grito en mis pensamientos. Es que quisiera...

—¿Puedes enseñarme tu libreta de notas? —pregunta, entonces, interrumpiendo mis cavilaciones.

Me extraña su pregunta y, cuando me dispongo a entregarle la libreta, miro unos garabatos que hice, sin darme cuenta.

—¡No! —grito, alterada.

Pero ya es tarde. Mi libreta está en sus manos. Intento aguantarla, tirar de ella para que él no logre ver del todo lo que está escrito.

—Café amargo, un chorro de miel y canela, eso es precisamente lo que quiero —murmura, con voz divertida, mientras lee su pedido en la pequeña libreta.

Tapo mis ojos, avergonzada a niveles estratosféricos. Suspiro, martirizada y angustiada a partes iguales. Es que solo a mí me suceden cosas como ésta.

—Hey, no tengas pena —dice, entonces, rozando mi codo para que lo atienda—. Es normal que conozcas lo que pido.

Lo miro, confusa. Y no logro aguantar mi tonta pregunta.

—Eh, ¿sí?

—Ujum. —Asiente con la cabeza—. No soy muy original y llevo bastante tiempo visitando este lugar a diario.

Me sonríe, ahora comprensivo. No entiendo su cambio de humor, es como si se hubiera sentido culpable por dejarme en evidencia.

—Ok, gracias —respondo. Me doy vuelta, murmurando un—: enseguida está su pedido.

Camino hacia la barra como alma que lleva el diablo. Respiro con dificultad y tengo que sostenerme de una de las sillas para mantener el equilibrio.

«Esto es demasiado», digo para mí misma.

—¿Lo invitaste a salir? ¿Le dijiste que te gusta?

Steph hace mil preguntas y a ninguna le hallo sentido. La miro como si de verdad le faltara algún tornillo y ella resopla, no conforme con mi reacción. Por unos segundos locos, solo pienso en que pudo escaparse de Adelfa con tal de seguir el chisme.

—Me decepcionas —concluye, rodando los ojos y resoplando.

«Al parecer, se le pegaron mis tics», es lo único que pienso. Mi cabeza no da para más.

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