La luz tenue de la habitación dejaba ver la cara desencajada y llorosa de Dafne. Su marido, el honorable Oscar Nally, le propinó una bofetada. —No eres más que una put@ —pronunció cada palabra con asco y, acto seguido, empujó el menudo cuerpo de su esposa al suelo. Dafne cayó, y de sus labios se escapó un grito. La rutina de siempre: golpes, insultos y tirones de cabello. Una pregunta rondaba su cabeza cada vez que sus huesos dolían, cada vez que su garganta ardía de tanto gritar para que él parara: ¿En qué momento el príncipe azul se convirtió en una bestia? —Desearía que estuvieras muerta —soltó Oscar de repente. Sus ojos verdes mostraban el desprecio, el odio que brotaba desde lo profundo de su ser—. ¡Tu cara me enferma! —exclamó con furia, y luego su mano se estampó en el rostro de su mujer. Dafne quedó nuevamente tumbada en el suelo. Su cuerpo temblaba sin control. Su boca apenas logró pronunciar un "perdón". ¿Cuándo pasó de ser la heredera de una fortuna incalculable a un
Dafne volvió a ser un ente en la casa. Alfonso no la maltrataba ni siquiera levantaba la voz; al contrario, le traía dulces de vez en cuando y le permitió cargar a su bebé en un par de ocasiones. Un día incluso le dio uno propio: un muñeco de plástico. Algunas veces, Dafne era consciente de que ese ser era solo un objeto estático e inanimado; en otras, creía escucharlo llorar o reír. Llevaba una vida tranquila. Observaba a distancia la vida de Alfonso y Sofía, su esposa. Incluso con su falta de cordura, se dijo que se había equivocado al juzgarlo. Los días transcurrían en calma, y quienes la rodeaban le permitían ser. A veces, cantaba feliz; otras, llena de furia, arrojaba objetos al suelo. —Esa mujer es un peligro —acusó Sofía—. Es imposible criar a mi hijo junto a alguien así. —¿Qué pretendes que haga? Ese desgraciado quería verla muerta, ¿quieres que yo complete lo que él empezó? Un escalofrío recorrió la espalda de Sofía. —No es eso —reconoció, sin apartar la vista de l
Había pasado un mes desde que Dafne sufrió aquel accidente. Su padre, al escucharla decir cosas tan absurdas como que estaba muerta y en el paraíso, la llevó de inmediato a un especialista.El médico sugirió que quizás el golpe en la cabeza había provocado alucinaciones y que, si estas persistían, sería necesario realizar otros estudios para examinar su cerebro con mayor profundidad.Dafne se encerró en su habitación, temerosa de dormir y despertar encontrándose con ese ser horrible frente al espejo. Cada mañana se observaba con atención, y se veía como la Dafne de veinte dos años: su piel fresca y suave, sus ojos de un color miel brillante, sin cicatrices, manchas ni arrugas.“Tal vez fue la caída… quizá el doctor tenga razón y todo fue una alucinación absurda”, trataba de convencerse.Buscó respuestas en sitios web, pero no encontraba nada lógico. Días después, se animó a salir de su cuarto con el deseo de pasar tiempo con su padre. Rómulo iba y venía por sus negocios, y rara vez e
Dafne insistió con la respiración agitada que Óscar se fuera de allí. Alfonso intuyó que la feliz pareja había tenido otro conflicto, era costumbre saber de sus discusiones bobas. —Ya escuchaste —le repitió Alfonso—. Tu amada no quiere verte. —Dafne, ¿de verdad me corres así? No puedo creer que no se te pase el coraje. ¿Un berrinche va a arruinar nuestro compromiso? —habló Óscar indignado. La joven cerró los ojos. Los golpes, los gritos y maltratos se repetían en su cabeza. Los minutos pasaban lentos y la voz de Alfonso fue lo que la hizo volver a la realidad. —Ya se fue. Ella abrió los ojos, y posó su mirada en Alfonso. —Bueno… es que —dijo, en busca de alguna explicación. —No me interesa saber de sus dramas ridículos —escupió, se giró con la intención de irse. Dafne recordó que su relación con Alfonso no era precisamente buena. “No quiero que te acerques a mí. Eres un loco, olvídate de tu estúpida obsesión por mí si no quieres que uno de mis hermanos te parta
Dafne bajó las escaleras de su residencia con un enorme dolor de cabeza. Sus ojos hinchados dejaban entrever la caótica noche que había tenido. ―¡Felicidades, pequeña ratoncita! ―se oyó en el lugar. Dafne reconoció esa voz grave, aunque juguetona: Junior, su hermano mayor, la observaba con una sonrisa de oreja a oreja. La chica hizo memoria: era cierto, tenía veintidós años cuando volvió a la vida de aquel horrible destino. Ese día cumplía veintitrés. Si su memoria no fallaba, en un mes Oscar la llevaría a un restaurante elegante; en medio de música clásica y con una vista preciosa de las luces de la ciudad, se arrodillaría para pedirle matrimonio. ―¿Es mi cumpleaños? ―las palabras salieron dudosas de sus labios. Junior negó con la cabeza. ―De verdad que sí quedaste loca después de aquel golpe. Es imposible que usted, ama y señora de toda Sicilia, haya olvidado su tan esperado cumpleaños ―se burló entre carcajadas. Sus oscuros ojos cafés lagrimearon un poco por lo cómico de