Dafne insistió con la respiración agitada que Óscar se fuera de allí.
Alfonso intuyó que la feliz pareja había tenido otro conflicto, era costumbre saber de sus discusiones bobas. —Ya escuchaste —le repitió Alfonso—. Tu amada no quiere verte. —Dafne, ¿de verdad me corres así? No puedo creer que no se te pase el coraje. ¿Un berrinche va a arruinar nuestro compromiso? —habló Óscar indignado. La joven cerró los ojos. Los golpes, los gritos y maltratos se repetían en su cabeza. Los minutos pasaban lentos y la voz de Alfonso fue lo que la hizo volver a la realidad. —Ya se fue. Ella abrió los ojos, y posó su mirada en Alfonso. —Bueno… es que —dijo, en busca de alguna explicación. —No me interesa saber de sus dramas ridículos —escupió, se giró con la intención de irse. Dafne recordó que su relación con Alfonso no era precisamente buena. “No quiero que te acerques a mí. Eres un loco, olvídate de tu estúpida obsesión por mí si no quieres que uno de mis hermanos te parta la cara ¿creerías que no me daría cuenta de eso?” la Dafne de su primera vida le había reclamado a Alfonso en su fiesta de diecisiete años. Ellos se llevaban por cuatro años, así que un Alfonso de veintiún años la miraba sin entender a qué se refería. “Óscar me contó todo, yo no quiero ser amiga de un criminal, enfermo”, sentenció aquella Dafne y en respuesta obtuvo silencio de parte de Alfonso. Después de eso su relación de amistad se fracturó por completo. Hubo una temporada donde ambos crecieron en el mismo espacio. Ella tenía cinco años y él nueve, todo se limitaba a juegos infantiles. Eran en ese momento mejores amigos y ninguno se imaginaba sin el otro. No obstante, Rómulo no rescataba a niños sin familia por ser altruista, lo hacía con intenciones más egoístas, hasta cierto punto perversas. —Linda, me han contado los empleados tu reacción al ver a Óscar, ¿acaso están enojados? — Rómulo miraba a su hija con atención. Dafne giró su cabeza de un lado al otro. No quiso o mejor dicho no tuvo nada que decir al respecto. Los días siguientes se sentía turbada al presenciar que cada pequeño suceso era un tanto diferente, pero a la vez igual al de su vida pasada. Su padre decía casi las mismas cosas. Saber lo que iba a pasar la ponía de nervios. No quería volver a ser torturada hasta enloquecer por un hombre cruel. No quería ver la destrucción de su familia, no quería experimentar de nuevo la muerte de su padre. Pensó en decirle la verdad a su familia, contarle las atrocidades que le hizo Óscar. Su lado razonable le decía que, si seguía así, su padre acabaría por internarla en un psiquiátrico. Oscar era el hombre perfecto. Siempre fiel a las órdenes del gran jefe. Cumplía todos sus caprichos. Su padre jamás le creería que Oscar era un hombre malo. Quizá debía terminar la relación con él y ya está, ¿por qué sería cuestionada por eso? En medio de su drama mental, alguien tocó la puerta. ―¿Si? ―preguntó ella, en espera que la otra persona dijera su nombre. ―Soy Mari, señorita… vine a… usted ha recibido un obsequio. Dafne arrugó el entrecejo ¿Obsequio? ―Pasa ―le pidió con voz suave. La muchacha entró a la habitación y contó que llegó un enorme ramo de rosas firmadas con el nombre de Eugenio Quezada y también dejaron una carta. Dafne repasó en sus recuerdos y luego de tanto, encontró quien era ese hombre: un tipo guapo, que casi llegaba a los treinta, supuestamente empresario. Ella lo desprecio hasta el cansancio, al igual que a todos los hombres que la buscaban de una manera romántica. Recordó que la causa principal eran los reclamos de Óscar. Infinidad de veces le dijo que, si no pintaba su línea con esos hombres, su relación no podía seguir. Todo el tiempo, el hombre escupía mentiras. Entre líneas le daba a entender que él era su mejor opción. No existía ser el mundo que la amara tanto como él. Que los tipos que la pretendían querían jugar un rato con ella y después botarla. ―Esta carta… es para usted ―dijo la chica y extendió el papel en dirección de la joven Dafne. Ella la tomó sin darle demasiada importancia. Le dio las gracias y le dijo que podía retirarse. Mari la miró unos segundos, asombrada por su actitud. La Dafne Caetani que conocía, jamás le hablaba en tono amable. Mucho menos le daba las gracias por algo tan simple como avisarle de unas flores y una carta. En la soledad del cuarto, por curiosidad, Dafne abrió lel sobre, y se sobresaltó al ver que el remitente era Óscar Nally. “Amada Dafne, te envió esta carta para recordarte lo mucho que significas para mí. Todo el universo conspiró y el resultado es este amor que crece conforme pasan los segundos…” Dafne arrugó el papel. Mentiras y más mentiras. Vinieron los recuerdos amargos: después de su boda, Oscar se la pasaba de viaje por supuestos asuntos de trabajo, años después se enteraría de la propia boca del bastardo que tenía muchas amantes. ―Maldito ―pronunció esa palabra con tanto odio. Aventó con fuerza la dichosa carta de amor. La sangre de Dafne se calentó. Sus ojos se humedecieron, apretó los labios con la finalidad de reprimir sus sollozos. Óscar le hizo tanto daño. Le daba golpizas interminables, hasta que se desmayaba del dolor. Le decía que era una mujer podrida que jamás llegaría a tener hijos. Le gritaba la lástima que le daba. Óscar Nally era más que un hombre cruel y perverso. Usaba la mascara del hombre perfecto. Las malditas líneas escritas en esa carta, el amor verdadero y eterno que le juraba. Su porte, su uniforme verde con los patrones de camuflaje. Su caballerosidad excesiva y el respeto que fingía tenerle. Dafne lloró y lloró. Sus recuerdos todavía difusos, dolían. Esa noche no quiso cenar se encerró en su cuarto, hasta que se quedó dormida. En sus sueños volvió a experimentar el filo del vidrio que abría la piel de su muñeca. “He cometido tantos errores… Soy culpable. Si tan solo tuviera otra oportunidad, si tan solo pudiera vengarme”. Sus propias palabras hacían eco en su interior. Dafne se despertó, sus sollozos llenaron las cuatro paredes. ―Óscar Nally, tú y yo tenemos cuentas pendientes ―dijo con voz firme. Del dolor florecía un odio puro.Dafne bajó las escaleras de su residencia con un enorme dolor de cabeza. Sus ojos hinchados dejaban entrever la caótica noche que había tenido. ―¡Felicidades, pequeña ratoncita! ―se oyó en el lugar. Dafne reconoció esa voz grave, aunque juguetona: Junior, su hermano mayor, la observaba con una sonrisa de oreja a oreja. La chica hizo memoria: era cierto, tenía veintidós años cuando volvió a la vida de aquel horrible destino. Ese día cumplía veintitrés. Si su memoria no fallaba, en un mes Oscar la llevaría a un restaurante elegante; en medio de música clásica y con una vista preciosa de las luces de la ciudad, se arrodillaría para pedirle matrimonio. ―¿Es mi cumpleaños? ―las palabras salieron dudosas de sus labios. Junior negó con la cabeza. ―De verdad que sí quedaste loca después de aquel golpe. Es imposible que usted, ama y señora de toda Sicilia, haya olvidado su tan esperado cumpleaños ―se burló entre carcajadas. Sus oscuros ojos cafés lagrimearon un poco por lo cómico de
Desde que llegó al lugar, Oscar tomó asiento en la mesa principal junto a su futuro suegro y cuñados. El bello jardín se decoraba con telas de un suave tono rosa pálido. En el centro, colocaron una tarima, donde una banda de música clásica ambientaba el festejo. A Rómulo le importó poco quiénes estaban en la mesa. Deseoso de aclarar sus dudas, le preguntó a Oscar: —¿Por qué te mantienes tan alejado de mi hija? Oscar miró a los lados, en un intento de mostrar que aquel no era el momento adecuado para esa conversación. —Si descubro que algo le has hecho, Nally, me dará igual que seas de mis mejores hombres; haré que te comas tu mierd@ —sentenció, con sus ojos llenos de una ira contenida. Óscar tragó saliva. Los hermanos de Dafne sonrieron, y el resto fingía no escuchar. Entre los invitados que llegaban, se distinguía una cabellera dorada. Un joven de traje formal avanzaba desde el recibidor hasta una de las mesas. Rómulo encendió un puro y, mientras observaba a los invitados
La luz tenue de la habitación dejaba ver la cara desencajada y llorosa de Dafne. Su marido, el honorable Oscar Nally, le propinó una bofetada. —No eres más que una put@ —pronunció cada palabra con asco y, acto seguido, empujó el menudo cuerpo de su esposa al suelo. Dafne cayó, y de sus labios se escapó un grito. La rutina de siempre: golpes, insultos y tirones de cabello. Una pregunta rondaba su cabeza cada vez que sus huesos dolían, cada vez que su garganta ardía de tanto gritar para que él parara: ¿En qué momento el príncipe azul se convirtió en una bestia? —Desearía que estuvieras muerta —soltó Oscar de repente. Sus ojos verdes mostraban el desprecio, el odio que brotaba desde lo profundo de su ser—. ¡Tu cara me enferma! —exclamó con furia, y luego su mano se estampó en el rostro de su mujer. Dafne quedó nuevamente tumbada en el suelo. Su cuerpo temblaba sin control. Su boca apenas logró pronunciar un "perdón". ¿Cuándo pasó de ser la heredera de una fortuna incalculable a un
Dafne volvió a ser un ente en la casa. Alfonso no la maltrataba ni siquiera levantaba la voz; al contrario, le traía dulces de vez en cuando y le permitió cargar a su bebé en un par de ocasiones. Un día incluso le dio uno propio: un muñeco de plástico. Algunas veces, Dafne era consciente de que ese ser era solo un objeto estático e inanimado; en otras, creía escucharlo llorar o reír. Llevaba una vida tranquila. Observaba a distancia la vida de Alfonso y Sofía, su esposa. Incluso con su falta de cordura, se dijo que se había equivocado al juzgarlo. Los días transcurrían en calma, y quienes la rodeaban le permitían ser. A veces, cantaba feliz; otras, llena de furia, arrojaba objetos al suelo. —Esa mujer es un peligro —acusó Sofía—. Es imposible criar a mi hijo junto a alguien así. —¿Qué pretendes que haga? Ese desgraciado quería verla muerta, ¿quieres que yo complete lo que él empezó? Un escalofrío recorrió la espalda de Sofía. —No es eso —reconoció, sin apartar la vista de l
Había pasado un mes desde que Dafne sufrió aquel accidente. Su padre, al escucharla decir cosas tan absurdas como que estaba muerta y en el paraíso, la llevó de inmediato a un especialista.El médico sugirió que quizás el golpe en la cabeza había provocado alucinaciones y que, si estas persistían, sería necesario realizar otros estudios para examinar su cerebro con mayor profundidad.Dafne se encerró en su habitación, temerosa de dormir y despertar encontrándose con ese ser horrible frente al espejo. Cada mañana se observaba con atención, y se veía como la Dafne de veinte dos años: su piel fresca y suave, sus ojos de un color miel brillante, sin cicatrices, manchas ni arrugas.“Tal vez fue la caída… quizá el doctor tenga razón y todo fue una alucinación absurda”, trataba de convencerse.Buscó respuestas en sitios web, pero no encontraba nada lógico. Días después, se animó a salir de su cuarto con el deseo de pasar tiempo con su padre. Rómulo iba y venía por sus negocios, y rara vez e