Capítulo 005

Dafne bajó las escaleras de su residencia con un enorme dolor de cabeza. Sus ojos hinchados dejaban entrever la caótica noche que había tenido.

―¡Felicidades, pequeña ratoncita! ―se oyó en el lugar.

Dafne reconoció esa voz grave, aunque juguetona: Junior, su hermano mayor, la observaba con una sonrisa de oreja a oreja.

La chica hizo memoria: era cierto, tenía veintidós años cuando volvió a la vida de aquel horrible destino. Ese día cumplía veintitrés. Si su memoria no fallaba, en un mes Oscar la llevaría a un restaurante elegante; en medio de música clásica y con una vista preciosa de las luces de la ciudad, se arrodillaría para pedirle matrimonio.

―¿Es mi cumpleaños? ―las palabras salieron dudosas de sus labios.

Junior negó con la cabeza.

―De verdad que sí quedaste loca después de aquel golpe. Es imposible que usted, ama y señora de toda Sicilia, haya olvidado su tan esperado cumpleaños ―se burló entre carcajadas. Sus oscuros ojos cafés lagrimearon un poco por lo cómico de la situación.

Dafne se acomodó el cabello. Ese día llevaba una coleta baja, pantalones de algodón sueltos y una blusa sencilla de color rosa. Nada comparado con sus ostentosos conjuntos de años anteriores: vestidos costosos de diseños únicos, joyas hermosas, un cabello deslumbrante y un maquillaje impecable.

La mano cálida de su hermano mayor la hizo regresar al presente.

―No tengo fiebre ―aseguró ella, y sus ojos se pusieron vidriosos.

La relación con sus hermanos no era muy cercana; se veían de dos a tres veces al año. Sin embargo, haber regresado de una vida miserable la había vuelto demasiado sensible. Sin esperar más, se abalanzó a los brazos de Junior.

El joven se quedó inmóvil; ese tipo de muestras de afecto eran casi inexistentes. Quizá en su infancia fueron cariñosos y sensibles, pero un día crecieron y cada uno tomó su propio camino.

―¿Segura que todo está bien? ―le preguntó Junior sin dejar de abrazarla.

―Sí… Solo te extrañé mucho.

Dafne recordó fugazmente la razón del alejamiento con sus hermanos: un rumor que pasó de persona a persona o, quizá, una verdad dolorosa.

Ella era pequeña cuando su madre, Alice, murió. Según lo que su padre le contaba, fue una mujer hermosa, amorosa y elegante, de cabello castaño y ojos azabaches, que falleció un par de años después de darla a luz. Dafne era la hija menor de Rómulo. Y en todo ese asunto surgían los rumores que afirmaban que Susan, la actual esposa de su padre, era la madre biológica de sus hermanos mayores. Esto significaría que, cuando su madre aún vivía, Susan había sido amante de su padre. Todas esas habladurías fueron destruyendo poco a poco la relación familiar.

Susan ni siquiera podía presentarse delante de Dafne, pues la chica no medía sus malos comentarios. No le importaba si estaban los socios de su padre, sus hermanos o personas externas; Dafne siempre minimizaba a su madrastra, le hacía gestos y básicamente la expulsaba del lugar.

Pero hoy, después de tanto… ¿de verdad eso era razón suficiente para alejarse de sus hermanos?

―De verdad que ese golpe sí te partió el cerebro ―se burló de nuevo Junior; sin embargo, una calidez se instaló en su pecho. Dafne siempre había sido una niña cariñosa y sociable; quizá la adolescencia o juventud resultaron complicadas para una niña que se convierte en mujer sin su madre.

Las emociones continuaban a flor de piel. Dafne tuvo que subir a su cuarto y poner un poco de empeño en arreglarse. La costumbre dictaba una fiesta majestuosa; su padre invitaba a sus amigos, socios y personas importantes del ámbito empresarial.

Dafne se puso un vestido casual, lindo. Arregló su cabello en ondas y maquilló sus labios con un tono suave. Su cerebro no parecía procesar la imagen frente a ella: un cabello sedoso, una piel joven, un vestido elegante, su vientre plano, sin rastro de aquella cicatriz que le dejó la pérdida de su primer bebé.

Un suspiro lleno de melancolía escapó de sus labios. En su mente desfilaron aquellas imágenes de las ecografías. Faltaban dos meses para conocer su rostro, para escuchar su voz. Dafne apretó los labios, cerró los ojos de golpe en un intento de recobrar la compostura. Esos recuerdos, siempre tan persistentes, terminarían por enloquecerla.

Cuando se sintió mejor, salió de su recámara, decidida a dejar de ser condenada por su propia mente y a concentrarse en esa nueva oportunidad.

Al bajar las escaleras, se encontró de frente con aquellos ojos azules cristalinos que tanto vio en sus sueños.

―Hola ―saludó ella con timidez. Desde la última “discusión” que tuvieron, se ignoraban mutuamente.

Alfonso ignoró el saludo y pasó de largo, como si aquella pequeña criatura adorable y hermosa no existiera.

La respiración de Dafne se volvió irregular. La culpa la ahogaba. En repetidas ocasiones, Alfonso le advirtió sobre la clase de hombre que era Oscar, siempre insinuándole que ese hombre era un oportunista falso. Ella, ciega y necia, se negaba a creerle.

―A-Alfonso ―lo llamó ella―. Ojalá puedas venir al festejo por mi cumpleaños.

Aunque él no se detuvo, sus pasos se hicieron más lentos. Soltó un pesado suspiro y, sin decir palabra, salió de allí.

El corazón de la joven latía frenéticamente contra su pecho. Inhaló y exhaló, y continuó su camino. Ese día, en su fiesta, Oscar se mostraba extremadamente celoso por las miradas que los invitados le dirigían a Dafne. De hecho, le pidió en tono meloso que se subiera a cambiar por algo “más modesto”, pues no le gustaba que otros hombres se comieran con la mirada a “su” mujer.

En su cabeza, Dafne tenía claro que necesitaba algo más que un vestido sexy para llevar a cabo su venganza; pero pensó que comenzar con algo tan simple tampoco estaba mal.

Así que, Oscar, espero que el atuendo de esta noche sea de tu agrado.

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