Dafne bajó las escaleras de su residencia con un enorme dolor de cabeza. Sus ojos hinchados dejaban entrever la caótica noche que había tenido.
―¡Felicidades, pequeña ratoncita! ―se oyó en el lugar. Dafne reconoció esa voz grave, aunque juguetona: Junior, su hermano mayor, la observaba con una sonrisa de oreja a oreja. La chica hizo memoria: era cierto, tenía veintidós años cuando volvió a la vida de aquel horrible destino. Ese día cumplía veintitrés. Si su memoria no fallaba, en un mes Oscar la llevaría a un restaurante elegante; en medio de música clásica y con una vista preciosa de las luces de la ciudad, se arrodillaría para pedirle matrimonio. ―¿Es mi cumpleaños? ―las palabras salieron dudosas de sus labios. Junior negó con la cabeza. ―De verdad que sí quedaste loca después de aquel golpe. Es imposible que usted, ama y señora de toda Sicilia, haya olvidado su tan esperado cumpleaños ―se burló entre carcajadas. Sus oscuros ojos cafés lagrimearon un poco por lo cómico de la situación. Dafne se acomodó el cabello. Ese día llevaba una coleta baja, pantalones de algodón sueltos y una blusa sencilla de color rosa. Nada comparado con sus ostentosos conjuntos de años anteriores: vestidos costosos de diseños únicos, joyas hermosas, un cabello deslumbrante y un maquillaje impecable. La mano cálida de su hermano mayor la hizo regresar al presente. ―No tengo fiebre ―aseguró ella, y sus ojos se pusieron vidriosos. La relación con sus hermanos no era muy cercana; se veían de dos a tres veces al año. Sin embargo, haber regresado de una vida miserable la había vuelto demasiado sensible. Sin esperar más, se abalanzó a los brazos de Junior. El joven se quedó inmóvil; ese tipo de muestras de afecto eran casi inexistentes. Quizá en su infancia fueron cariñosos y sensibles, pero un día crecieron y cada uno tomó su propio camino. ―¿Segura que todo está bien? ―le preguntó Junior sin dejar de abrazarla. ―Sí… Solo te extrañé mucho. Dafne recordó fugazmente la razón del alejamiento con sus hermanos: un rumor que pasó de persona a persona o, quizá, una verdad dolorosa. Ella era pequeña cuando su madre, Alice, murió. Según lo que su padre le contaba, fue una mujer hermosa, amorosa y elegante, de cabello castaño y ojos azabaches, que falleció un par de años después de darla a luz. Dafne era la hija menor de Rómulo. Y en todo ese asunto surgían los rumores que afirmaban que Susan, la actual esposa de su padre, era la madre biológica de sus hermanos mayores. Esto significaría que, cuando su madre aún vivía, Susan había sido amante de su padre. Todas esas habladurías fueron destruyendo poco a poco la relación familiar. Susan ni siquiera podía presentarse delante de Dafne, pues la chica no medía sus malos comentarios. No le importaba si estaban los socios de su padre, sus hermanos o personas externas; Dafne siempre minimizaba a su madrastra, le hacía gestos y básicamente la expulsaba del lugar. Pero hoy, después de tanto… ¿de verdad eso era razón suficiente para alejarse de sus hermanos? ―De verdad que ese golpe sí te partió el cerebro ―se burló de nuevo Junior; sin embargo, una calidez se instaló en su pecho. Dafne siempre había sido una niña cariñosa y sociable; quizá la adolescencia o juventud resultaron complicadas para una niña que se convierte en mujer sin su madre. Las emociones continuaban a flor de piel. Dafne tuvo que subir a su cuarto y poner un poco de empeño en arreglarse. La costumbre dictaba una fiesta majestuosa; su padre invitaba a sus amigos, socios y personas importantes del ámbito empresarial. Dafne se puso un vestido casual, lindo. Arregló su cabello en ondas y maquilló sus labios con un tono suave. Su cerebro no parecía procesar la imagen frente a ella: un cabello sedoso, una piel joven, un vestido elegante, su vientre plano, sin rastro de aquella cicatriz que le dejó la pérdida de su primer bebé. Un suspiro lleno de melancolía escapó de sus labios. En su mente desfilaron aquellas imágenes de las ecografías. Faltaban dos meses para conocer su rostro, para escuchar su voz. Dafne apretó los labios, cerró los ojos de golpe en un intento de recobrar la compostura. Esos recuerdos, siempre tan persistentes, terminarían por enloquecerla. Cuando se sintió mejor, salió de su recámara, decidida a dejar de ser condenada por su propia mente y a concentrarse en esa nueva oportunidad. Al bajar las escaleras, se encontró de frente con aquellos ojos azules cristalinos que tanto vio en sus sueños. ―Hola ―saludó ella con timidez. Desde la última “discusión” que tuvieron, se ignoraban mutuamente. Alfonso ignoró el saludo y pasó de largo, como si aquella pequeña criatura adorable y hermosa no existiera. La respiración de Dafne se volvió irregular. La culpa la ahogaba. En repetidas ocasiones, Alfonso le advirtió sobre la clase de hombre que era Oscar, siempre insinuándole que ese hombre era un oportunista falso. Ella, ciega y necia, se negaba a creerle. ―A-Alfonso ―lo llamó ella―. Ojalá puedas venir al festejo por mi cumpleaños. Aunque él no se detuvo, sus pasos se hicieron más lentos. Soltó un pesado suspiro y, sin decir palabra, salió de allí. El corazón de la joven latía frenéticamente contra su pecho. Inhaló y exhaló, y continuó su camino. Ese día, en su fiesta, Óscar se mostraba extremadamente celoso por las miradas que los invitados le dirigían a Dafne. De hecho, le pidió en tono meloso que se subiera a cambiar por algo “más modesto”, pues no le gustaba que otros hombres se comieran con la mirada a “su” mujer. En su cabeza, Dafne tenía claro que necesitaba algo más que un vestido sexy para llevar a cabo su venganza; pero pensó que comenzar con algo tan simple tampoco estaba mal. Así que, Óscar, espero que el atuendo de esta noche sea de tu agrado.Desde que llegó al lugar, Oscar tomó asiento en la mesa principal junto a su futuro suegro y cuñados. El bello jardín se decoraba con telas de un suave tono rosa pálido. En el centro, colocaron una tarima, donde una banda de música clásica ambientaba el festejo. A Rómulo le importó poco quiénes estaban en la mesa. Deseoso de aclarar sus dudas, le preguntó a Oscar: —¿Por qué te mantienes tan alejado de mi hija? Oscar miró a los lados, en un intento de mostrar que aquel no era el momento adecuado para esa conversación. —Si descubro que algo le has hecho, Nally, me dará igual que seas de mis mejores hombres; haré que te comas tu mierd@ —sentenció, con sus ojos llenos de una ira contenida. Óscar tragó saliva. Los hermanos de Dafne sonrieron, y el resto fingía no escuchar. Entre los invitados que llegaban, se distinguía una cabellera dorada. Un joven de traje formal avanzaba desde el recibidor hasta una de las mesas. Rómulo encendió un puro y, mientras observaba a los invitados
La luz tenue de la habitación dejaba ver la cara desencajada y llorosa de Dafne. Su marido, el honorable Oscar Nally, le propinó una bofetada. —No eres más que una put@ —pronunció cada palabra con asco y, acto seguido, empujó el menudo cuerpo de su esposa al suelo. Dafne cayó, y de sus labios se escapó un grito. La rutina de siempre: golpes, insultos y tirones de cabello. Una pregunta rondaba su cabeza cada vez que sus huesos dolían, cada vez que su garganta ardía de tanto gritar para que él parara: ¿En qué momento el príncipe azul se convirtió en una bestia? —Desearía que estuvieras muerta —soltó Oscar de repente. Sus ojos verdes mostraban el desprecio, el odio que brotaba desde lo profundo de su ser—. ¡Tu cara me enferma! —exclamó con furia, y luego su mano se estampó en el rostro de su mujer. Dafne quedó nuevamente tumbada en el suelo. Su cuerpo temblaba sin control. Su boca apenas logró pronunciar un "perdón". ¿Cuándo pasó de ser la heredera de una fortuna incalculable a un
Dafne volvió a ser un ente en la casa. Alfonso no la maltrataba ni siquiera levantaba la voz; al contrario, le traía dulces de vez en cuando y le permitió cargar a su bebé en un par de ocasiones. Un día incluso le dio uno propio: un muñeco de plástico. Algunas veces, Dafne era consciente de que ese ser era solo un objeto estático e inanimado; en otras, creía escucharlo llorar o reír. Llevaba una vida tranquila. Observaba a distancia la vida de Alfonso y Sofía, su esposa. Incluso con su falta de cordura, se dijo que se había equivocado al juzgarlo. Los días transcurrían en calma, y quienes la rodeaban le permitían ser. A veces, cantaba feliz; otras, llena de furia, arrojaba objetos al suelo. —Esa mujer es un peligro —acusó Sofía—. Es imposible criar a mi hijo junto a alguien así. —¿Qué pretendes que haga? Ese desgraciado quería verla muerta, ¿quieres que yo complete lo que él empezó? Un escalofrío recorrió la espalda de Sofía. —No es eso —reconoció, sin apartar la vista de l
Había pasado un mes desde que Dafne sufrió aquel accidente. Su padre, al escucharla decir cosas tan absurdas como que estaba muerta y en el paraíso, la llevó de inmediato a un especialista.El médico sugirió que quizás el golpe en la cabeza había provocado alucinaciones y que, si estas persistían, sería necesario realizar otros estudios para examinar su cerebro con mayor profundidad.Dafne se encerró en su habitación, temerosa de dormir y despertar encontrándose con ese ser horrible frente al espejo. Cada mañana se observaba con atención, y se veía como la Dafne de veinte dos años: su piel fresca y suave, sus ojos de un color miel brillante, sin cicatrices, manchas ni arrugas.“Tal vez fue la caída… quizá el doctor tenga razón y todo fue una alucinación absurda”, trataba de convencerse.Buscó respuestas en sitios web, pero no encontraba nada lógico. Días después, se animó a salir de su cuarto con el deseo de pasar tiempo con su padre. Rómulo iba y venía por sus negocios, y rara vez e
Dafne insistió con la respiración agitada que Óscar se fuera de allí. Alfonso intuyó que la feliz pareja había tenido otro conflicto, era costumbre saber de sus discusiones bobas. —Ya escuchaste —le repitió Alfonso—. Tu amada no quiere verte. —Dafne, ¿de verdad me corres así? No puedo creer que no se te pase el coraje. ¿Un berrinche va a arruinar nuestro compromiso? —habló Óscar indignado. La joven cerró los ojos. Los golpes, los gritos y maltratos se repetían en su cabeza. Los minutos pasaban lentos y la voz de Alfonso fue lo que la hizo volver a la realidad. —Ya se fue. Ella abrió los ojos, y posó su mirada en Alfonso. —Bueno… es que —dijo, en busca de alguna explicación. —No me interesa saber de sus dramas ridículos —escupió, se giró con la intención de irse. Dafne recordó que su relación con Alfonso no era precisamente buena. “No quiero que te acerques a mí. Eres un loco, olvídate de tu estúpida obsesión por mí si no quieres que uno de mis hermanos te parta