Dafne volvió a ser un ente en la casa. Alfonso no la maltrataba ni siquiera levantaba la voz; al contrario, le traía dulces de vez en cuando y le permitió cargar a su bebé en un par de ocasiones. Un día incluso le dio uno propio: un muñeco de plástico. Algunas veces, Dafne era consciente de que ese ser era solo un objeto estático e inanimado; en otras, creía escucharlo llorar o reír.
Llevaba una vida tranquila. Observaba a distancia la vida de Alfonso y Sofía, su esposa. Incluso con su falta de cordura, se dijo que se había equivocado al juzgarlo. Los días transcurrían en calma, y quienes la rodeaban le permitían ser. A veces, cantaba feliz; otras, llena de furia, arrojaba objetos al suelo. —Esa mujer es un peligro —acusó Sofía—. Es imposible criar a mi hijo junto a alguien así. —¿Qué pretendes que haga? Ese desgraciado quería verla muerta, ¿quieres que yo complete lo que él empezó? Un escalofrío recorrió la espalda de Sofía. —No es eso —reconoció, sin apartar la vista de la manera sutil con la que Alfonso sujetaba a Dafne durante sus ataques de crisis—. Sin duda debió pasar por horrores para terminar en este estado. Alfonso apretó la mandíbula y, con voz suave, le pidió que se calmara. Cuando Dafne comenzó a gritar, él entendió que era el momento de darle un sedante. "El señor Óscar la golpea hasta dejarla inconsciente y… yo he visto que permite a los empleados entrar en su habitación para abusar de ella", relató una exempleada de la casa Caetani a una mujer, quien a su vez le contó el asunto a un trabajador de Grecco. Al enterarse, Alfonso fue a buscar a Dafne sin dudar. Hacía años que no la veía, y al encontrarla comprendió que esa hermosa flor se había marchitado hasta volverse una sombra de sí misma. Luchó por ella; incluso sus hombres resultaron heridos, y tras un rato, Óscar le dijo, con una sonrisa burlona, que se la llevara, que ya no le era de ninguna utilidad. Los meses transcurrieron hasta volverse años. El bebé se convirtió en un niño, y en su mente infantil se preguntaba: ¿por qué vivía una bruja en su casa? Nadie imaginaba que la aparente paz de los últimos años era parte de la venganza final que planeaba Óscar. Una noche, simplemente, sus hombres irrumpieron en la madrugada. Mataron a las empleadas domésticas, a los chóferes y a los dos mayordomos. Como acto final, dejaron viva a Sofía. —Vaya, pequeña prostituta, así que terminaste entregándote a Grecco. Mira nada más a ese bastardo, ¿segura que es de él? Sofía lo miró con ojos vidriosos, sin atreverse a responder. Los hombres de Óscar llevaron a Alfonso ante él. Amenazó con dispararle a Sofía en la cabeza y, sin esperar, cumplió su amenaza. Los ojos azules de Alfonso reflejaron desconcierto y horror al ver el cuerpo sin vida de su esposa. Acto seguido, Óscar hizo lo mismo con el pequeño Leonardo. Alfonso gritó y sus ojos derramaron lágrimas de impotencia. Luego fue el turno de Dafne, quien, al ver los ojos aterradores de Óscar, empezó a gritar y llorar. Su todavía marido la tomó del cabello y le escupió en la cara. —Eres lo más despreciable que pueda existir. Tú, monstruo maldito, ¿dónde quedó tu belleza, tu riqueza y tu vanidad? No eres más que un cadáver. —¡No te atrevas a hacerle daño! —rugió Alfonso, lleno de furia. —¿Qué tenemos aquí? —se burló Óscar—. Acabo de volarle la cabeza a tu mujer y a tu hijo y, ¿te duele más esta ruina humana? No me digas que sigues enamorado de ella. JA, JA, JA. —Desgraciado —espetó Alfonso. —¡Qué pareja tan hermosa! Me hacen llorar —dijo Óscar, soltó otra carcajada. De pronto, la camisa azul de Alfonso se manchó de rojo. Óscar le había disparado en el pecho sin dudar. —Algún día nos veremos en el infierno —logró decir Alfonso con gran esfuerzo. —El infierno está aquí —respondió Óscar y, con su enorme mano, abofeteó a Dafne con toda su fuerza. —¡Maldito! —exclamó Alfonso, sin poder levantarse del suelo. La cicatriz en el centro de su rostro se humedeció con sus lágrimas. Dafne gritaba de dolor y de miedo. —Hoy amanecí misericordioso. Veremos cuántos días puede sobrevivir una loca y un mafioso herido de muerte —anunció Óscar con una sonrisa sardónica. De inmediato, ordenó a sus hombres que se retiraran. Solos, Alfonso le pidió a Dafne que buscara ayuda. Que intentara refugiarse en una iglesia local y pidiera auxilio. Ella, sin embargo, no comprendía del todo sus palabras. Cuando Alfonso comenzó a sentir un frío profundo que le penetraba los huesos, la llamó de nuevo. Tomó su mano con delicadeza y le confesó aquello que había callado durante años: —Nunca logré sacarte de mi mente ni un solo instante… Dafne, yo… —las palabras se le agotaron, sus pulmones apenas le respondían y, minutos después, Alfonso Grecco murió. Dafne permaneció en la casa durante los días siguientes. A veces tocaba con cuidado la mejilla de Leonardo, extrañada de que durmiera tanto, ya que siempre había sido un niño lleno de energía. Recordaba el día en que Sofía la reprendió por abrazar a Leonardo con demasiada efusividad. El niño se había asustado mucho esa vez. El estómago empezó a dolerle por el hambre. Luego, se encontró con Alfonso, "dormido" junto a las escaleras. Lo observó de lejos, como había hecho tantas veces, fijándose en el azul de sus ojos. Sin embargo, esta vez notó algo diferente. El azul antes vívido y hermoso, ahora era opaco. Los recuerdos la golpearon con fuerza, pensó en Óscar, y por un instante tuvo un leve destello de lucidez. “¡El señor Alfonso está muerto!”, gritó en su interior. Desesperada y desgarrada por su pérdida, lloró sin poder detenerse. “He cometido tantos errores… Soy culpable. Si tan solo tuviera otra oportunidad, si tan solo pudiera vengarme”, clamó en su interior mientras tomaba un trozo de vidrio y se cortaba la muñeca. Minutos después, el cuerpo de Dafne Caetani de Nally cayó justo al lado del de Alfonso Grecco. La mujer recuerda haber visto una luz intensa que, extrañamente, no lastimaba sus ojos. Decidió seguirla y, casi al final, escuchó una voz: —¡Señorita Caetani, señorita Caetani, por favor resista! —Rita gritaba desesperada, en un intento de alertar a todos de que la hija de su señor había sufrido un accidente. La joven, en su afán por conseguir una foto asombrosa, se había asomado más allá del barandal del balcón, y al no fijarse, cayó al suelo. La altura no era tanta, pero cualquier percance parecía grave para una heredera consentida. Dafne abrió los ojos en cuanto el olor a alcohol llenó sus fosas nasales. Diez trabajadores domésticos de su padre la miraban expectantes. Lo que acababa de experimentar le arrancó un grito. Intentó levantarse y huir, pero no tenía la fuerza suficiente. Tras la conmoción, Rómulo se acercó para asegurarse de que su hija estuviera bien. A lo lejos escuchó su voz, y al verla de frente, pidió a su servidumbre que le contara qué había ocurrido. Dafne lo miró, y su rostro serio dio paso al llanto. Sin dudarlo, se arrojó a los brazos de su padre. Lo amaba; lo había extrañado cada día desde su muerte. Él fue quien realmente la amó, al punto de volverla en ese ser vanidoso, cruel y orgulloso. “Estoy muerta, pero estoy feliz si así puedo ver de nuevo a mi papi”, pensó Dafne, sin querer soltar a Rómulo.Había pasado un mes desde que Dafne sufrió aquel accidente. Su padre, al escucharla decir cosas tan absurdas como que estaba muerta y en el paraíso, la llevó de inmediato a un especialista.El médico sugirió que quizás el golpe en la cabeza había provocado alucinaciones y que, si estas persistían, sería necesario realizar otros estudios para examinar su cerebro con mayor profundidad.Dafne se encerró en su habitación, temerosa de dormir y despertar encontrándose con ese ser horrible frente al espejo. Cada mañana se observaba con atención, y se veía como la Dafne de veinte dos años: su piel fresca y suave, sus ojos de un color miel brillante, sin cicatrices, manchas ni arrugas.“Tal vez fue la caída… quizá el doctor tenga razón y todo fue una alucinación absurda”, trataba de convencerse.Buscó respuestas en sitios web, pero no encontraba nada lógico. Días después, se animó a salir de su cuarto con el deseo de pasar tiempo con su padre. Rómulo iba y venía por sus negocios, y rara vez e
Dafne insistió con la respiración agitada que Óscar se fuera de allí. Alfonso intuyó que la feliz pareja había tenido otro conflicto, era costumbre saber de sus discusiones bobas. —Ya escuchaste —le repitió Alfonso—. Tu amada no quiere verte. —Dafne, ¿de verdad me corres así? No puedo creer que no se te pase el coraje. ¿Un berrinche va a arruinar nuestro compromiso? —habló Óscar indignado. La joven cerró los ojos. Los golpes, los gritos y maltratos se repetían en su cabeza. Los minutos pasaban lentos y la voz de Alfonso fue lo que la hizo volver a la realidad. —Ya se fue. Ella abrió los ojos, y posó su mirada en Alfonso. —Bueno… es que —dijo, en busca de alguna explicación. —No me interesa saber de sus dramas ridículos —escupió, se giró con la intención de irse. Dafne recordó que su relación con Alfonso no era precisamente buena. “No quiero que te acerques a mí. Eres un loco, olvídate de tu estúpida obsesión por mí si no quieres que uno de mis hermanos te parta
Dafne bajó las escaleras de su residencia con un enorme dolor de cabeza. Sus ojos hinchados dejaban entrever la caótica noche que había tenido. ―¡Felicidades, pequeña ratoncita! ―se oyó en el lugar. Dafne reconoció esa voz grave, aunque juguetona: Junior, su hermano mayor, la observaba con una sonrisa de oreja a oreja. La chica hizo memoria: era cierto, tenía veintidós años cuando volvió a la vida de aquel horrible destino. Ese día cumplía veintitrés. Si su memoria no fallaba, en un mes Oscar la llevaría a un restaurante elegante; en medio de música clásica y con una vista preciosa de las luces de la ciudad, se arrodillaría para pedirle matrimonio. ―¿Es mi cumpleaños? ―las palabras salieron dudosas de sus labios. Junior negó con la cabeza. ―De verdad que sí quedaste loca después de aquel golpe. Es imposible que usted, ama y señora de toda Sicilia, haya olvidado su tan esperado cumpleaños ―se burló entre carcajadas. Sus oscuros ojos cafés lagrimearon un poco por lo cómico de
Desde que llegó al lugar, Oscar tomó asiento en la mesa principal junto a su futuro suegro y cuñados. El bello jardín se decoraba con telas de un suave tono rosa pálido. En el centro, colocaron una tarima, donde una banda de música clásica ambientaba el festejo. A Rómulo le importó poco quiénes estaban en la mesa. Deseoso de aclarar sus dudas, le preguntó a Oscar: —¿Por qué te mantienes tan alejado de mi hija? Oscar miró a los lados, en un intento de mostrar que aquel no era el momento adecuado para esa conversación. —Si descubro que algo le has hecho, Nally, me dará igual que seas de mis mejores hombres; haré que te comas tu mierd@ —sentenció, con sus ojos llenos de una ira contenida. Óscar tragó saliva. Los hermanos de Dafne sonrieron, y el resto fingía no escuchar. Entre los invitados que llegaban, se distinguía una cabellera dorada. Un joven de traje formal avanzaba desde el recibidor hasta una de las mesas. Rómulo encendió un puro y, mientras observaba a los invitados
La luz tenue de la habitación dejaba ver la cara desencajada y llorosa de Dafne. Su marido, el honorable Oscar Nally, le propinó una bofetada. —No eres más que una put@ —pronunció cada palabra con asco y, acto seguido, empujó el menudo cuerpo de su esposa al suelo. Dafne cayó, y de sus labios se escapó un grito. La rutina de siempre: golpes, insultos y tirones de cabello. Una pregunta rondaba su cabeza cada vez que sus huesos dolían, cada vez que su garganta ardía de tanto gritar para que él parara: ¿En qué momento el príncipe azul se convirtió en una bestia? —Desearía que estuvieras muerta —soltó Oscar de repente. Sus ojos verdes mostraban el desprecio, el odio que brotaba desde lo profundo de su ser—. ¡Tu cara me enferma! —exclamó con furia, y luego su mano se estampó en el rostro de su mujer. Dafne quedó nuevamente tumbada en el suelo. Su cuerpo temblaba sin control. Su boca apenas logró pronunciar un "perdón". ¿Cuándo pasó de ser la heredera de una fortuna incalculable a un