Cuando entraron a la casa Laura se fue directamente a la habitación. No quería pensar, porque si lo hacía quizá se arrepintiera de la decisión que había tomado, y esta vez no debía hacerlo. Así que lo mejor era mantenerse alejada de él, se dijo, evitar a toda costa que se le acercara, que la tocara, que le dijera la única palabra que quería oír, la única que podía hacer que cambiara de opinión: quédate.Abrió la maleta sobre la cama y empezó a guardar sus cosas sin orden ni concierto: la ropa arrugada, los zapatos entre los vestidos… Iba y venía del baño al dormitorio y tiraba sobre la maleta sus frasquitos, sus artilugios, esos que tanta gracia le hacían a él. Tenía los ojos empañados por las lágrimas… Y Sergio seguía sin decir nada, sin pedirle que se quedara, sin acercarse a ella para abrazarla. ¡Mejor! Si la abrazara, si ahora le hiciera el amor, flaquearía. ¡Tan débil era su voluntad!Sergio no entró en el cuarto, no le habló, no dijo nada. Era como si se lo hubiera tragado la ti
Condujo como flotando en una nube. Las lágrimas empañaban su visión y estaba tan conmocionada que no prestaba atención al tráfico: oía pitidos y algunas imprecaciones de otros conductores sin saber que iban dirigidos a ella. Pisaba el acelerador, deseando llegar a su casa, deseando alejarse lo más posible de Sergio y de sus mentiras. Había aguantado demasiado, en sus circunstancias nadie habría soportado tanto como ella.Y entró en la fase de la autocompasión. Lo sabía, pero no podía ni quería evitarlo.Ahora comprendía que nunca había estado enamorada de Daniel. Pero en su momento creyó estarlo, y la desilusión que sintió al descubrir que estaba atada por los lazos de la lealtad a un hombre al que no amaba, con ser tremenda, no era nada parecido a lo que sentía ahora. Amaba a Sergio. Por primera vez en su vida se había enamorado… ¿Por qué siempre tenía que buscarse a los hombres más raros, los más conflictivos?Cuando entró en su casa soltó la pesada maleta de golpe y comenzó a dar v
… la nieta de Henry Roms.Era el cambio de milenio: esas Navidades pasaríamos del siglo XX al XXI. El acontecimiento merecía una celebración, y Carla Roms decidió festejarlo por todo lo alto en su casa de Peñíscola, un enorme y elegante chalé frente al mar que su abuelo le dejaba usar en ocasiones especiales. Marga, su hermano Lucas y yo éramos los invitados estrella.Y los únicos, como pude comprobar cuando llegué al chalé en mi descapotable con Marga y su hermano. Carla nos esperaba y nos hizo pasar a un lugar que incluso a mí, acostumbrado a los mayores lujos, me pareció espectacular. Era un salón con paredes de cristal desde donde se podía contemplar cómo el mar rompía contra las rocas más abajo, formando cintas blancas de espuma rizada.Carla estaba preciosa, como siempre. Era de la misma edad que Marga, veintiocho años, y tenía un rostro de facciones finas y perfectas, con enormes ojos verdes, rasgados, herencia seguramente de sus antepasados centroeuropeos, y un pelo rojo natur
Laura alzó la cabeza, desconcertada por la forma de escribir de Sergio. No parecía él, la persona que hablaba en ese relato era un niñato mimado e inmoral. ¿Había cambiado o seguía siendo así? El Sergio que a ella la había conquistado no era así, pero ya no podía estar segura de conocerlo, pues sólo sabía de él lo que él había querido contarle, que no era mucho. Su entendimiento se basaba en el sexo. Fuera de eso, Sergio era un completo desconocido para ella, y ahora lo estaba comprobando.Volvió a sentir la tentación de aplazar la lectura. ¿Y si lo dejaba para más tarde? Se le estaban quitando las ganas de seguir leyendo, no quería descubrir que Sergio era una especie de indeseable, que era lo que daban a entender esas páginas, más que por el contenido, por el tono en que estaban escritas.Pero la curiosidad se impuso y continuó:Cuando bajamos ya había algunos invitados, toda gente guapa y de buena familia. Algunos ya estaban colocados y otros se dedicaban a ello con ahínco: el alco
No podía más. Dejó el ordenador sobre el sofá y se levantó para ponerse a dar vueltas como un animal enjaulado mientras se frotaba las manos. En ese momento sonó su móvil y la joven corrió a mirar quién era, porque, si se trataba de Sergio, no pensaba responder. Pero no era él, sino Celia. ¡Qué inoportuna! Se sentía incapaz de hablar con nadie, y menos con ella, así que dejó que el teléfono sonara. Luego lo desconectó, para no sufrir más interrupciones, y continuó.De pronto Marga desapareció. Me quedé muy aliviado, porque así podría buscar a Carla con más tranquilidad, aunque sin olvidarme de las bellezas que por allí pululaban, la mayoría muy colocadas, con las que era fácil juguetear. En una de éstas, cuando estaba a punto de echar un polvo con una morena gordita cuyas carnes eran pura concupiscencia, me llamó Lucas. Yo me cabreé, porque me había cortado el rollo con mi Venus entradita en carnes, pero él insistió en que lo siguiera. Carla y Marga me tenían preparada una sorpresa, d
Se tapó la boca con las manos, realmente impresionada. Los corsés que llevaban Marga y Carla eran iguales al que le prestó Celia, aquel que Sergio no había querido ni ver. Y la escena era muy similar: ella estaba situada bajo una vela, y se había puesto así justo para que la luz le diera sobre el pelo, resaltando su tono rojizo. Al verla, Sergio debió de evocar aquella escena que, según la última frase que había leído, no debió de dejar en él muy buenos recuerdos. ¡Qué estúpida había sido! ¡Otra vez lo había estropeado todo! Sin quererlo, le había hecho revivir un recuerdo que quería olvidar.«De todos modos, vaya coincidencia», dijo en voz alta y le pareció oír la voz de Celia: «Esas cosas sólo te pasan a ti, siempre te vas a lo más raro». Pero en esta ocasión su hermana no tenía razón, porque algo así jamás le había pasado.Volvió a fijar los ojos en la pantalla. Ese escrito le estaba revelando a un Sergio que ella no conocía, porque, sencillamente, ya no existía. Se aferró a esa id
Tiró el ordenador sobre el sofá y cerró los ojos. No podía creerlo… Sergio había matado a esa mujer, la había torturado hasta la muerte. Ahora entendía por qué se resistía a contárselo.Las lágrimas asomaron a sus ojos y se echó a llorar, negándose a creer lo que acababa de leer. Era imposible. No podía ser verdad, ese hombre horrible no era él, no era Sergio, su Sergio, considerado, tierno y cariñoso…Pero sí lo era. O al menos lo había sido.El llanto le hizo bien. Se fue calmando poco a poco y, cuando pensó que ya estaba lo suficientemente tranquila, volvió a sentarse y a poner el ordenador sobre sus rodillas.Aún le quedaban unas líneas.Nuestros abuelos eran muy influyentes y no tuvieron mucha dificultad para tapar los hechos. Oficialmente, Carla murió de un ataque al corazón. Sus restos fueron incinerados. Mi abuelo no volvió a ser el mismo conmigo desde entonces. Nunca me habló de aquella noche ni de la muerte de Carla. Supongo que para él era incluso más doloroso que para mí; s
No sabía qué hora era, ni dónde estaba ni qué hacía en ese lugar irreconocible. Se levantó y recorrió el cuarto dominada por una tremenda agitación, con la sobrecogedora incertidumbre que asalta a cualquier mortal al despertar en un lugar desconocido al que ni siquiera sabe cómo ha llegado.Poco a poco se fue tranquilizando: estaba en su casa, ése era su salón… Y los recuerdos acudieron en tropel a su mente, cayendo sobre ella como un jarro de agua fría: había discutido con Sergio, lo había abandonado, lo había dejado, había leído esa especie de terrorífica confesión y luego se había quedado dormida… Sí, había dejado a Sergio y ahora estaba sola, en su casa. Pero nada de lo que veía le parecía suyo. No tenía nada que ver con ese lugar, con esos libros, con todos esos cachivaches que ella misma había comprado y que tanto le gustaban hasta hacía unos pocos días. No, ya no formaba parte de aquello; lo sabía porque todo le resultaba ajeno, lejano…Se sentía vacía. De pronto no sabía qué h