Era muy poco, un detalle nimio, una simple discrepancia de horario para la que habría una sencilla explicación. Pero era lo único que tenía y se aferró a ello. Debía hablar con alguien que supiera exactamente qué pasó aquella noche. Sergio no lo sabía, porque pudieron pasar muchas cosas desde que se desmayó hasta que despertó el 2 de enero, y tampoco se fiaba mucho de su interpretación de los hechos: con tanta droga en el cuerpo tendría delirios. Quizá había exagerado las cosas y no había sido todo tan horrible como él pretendía… En ese punto detuvo sus pensamientos, consciente de que su cerebro le estaba jugando una mala pasada intentando hacerle creer lo que quería creer. No, en ese punto todo estaba claro. El relato de Sergio era el de un hombre que sabe lo que dice, no eran delirios. No debía apartarse de su línea de razonamiento. ¿Quién conocía lo sucedido en ese lapso en que Sergio estuvo dormido? Marga, Lucas y Henry Roms, el abuelo de Carla. Marga y Lucas estaban descartados,
Cuando regresó Sergio, a las seis de la tarde, Laura estaba en el sofá, con un libro abierto, simulando estar enfrascada en la lectura, aunque en realidad maquinaba una mentira creíble para soltarle a Roms cuando Sergio la interrumpió.—Hola, mi amor —tiró el abrigo de cualquier manera sobre un sillón y se sentó con ella. La abrazó y le dio un beso—. ¿Qué tal el día?—Aquí, leyendo —mintió. Había decidido no hablarle de la visita de Antonio. Otra mentira más. Últimamente tenía demasiados secretos y empezaba a comprender a Sergio. A veces era mejor callar para no perjudicar a la persona que quieres proteger, y eso era lo que ella estaba haciendo. Al menos era lo que le gustaba pensar que hacía. De todos modos tenía la intención de contárselo. Más tarde…—¿No has salido con tu hermana?—No, ya tenía una cita —nueva mentira—. Hemos quedado para comer mañana. Como ella sale de trabajar a las tres, iré a su casa y tomaremos algo allí —otra. Tenía que llamar a Celia para que no la descubrie
Esa mañana se movían silenciosos por la casa. Laura estaba muy preocupada, pero no quería que él se diera cuenta de hasta qué punto, y fingía un ánimo que estaba muy lejos de sentir. Hasta el día anterior había estado segura de que Marga jamás diría nada de lo sucedido la noche en que murió Carla, porque también ella saldría malparada. Pero después de su entrevista con Antonio se había dado cuenta de que no hacía falta publicar una noticia en los periódicos para darla a conocer, que era mucho más eficaz lanzar el rumor en el lugar adecuado y esperar escondido a ver qué pasaba.Sergio se tomó de pie su taza de café. Por fin le había dicho a Laura que no le sentaba muy bien comer por las mañanas y la joven ya no lo agasajaba con sus fabulosos desayunos, una desilusión para ella y un alivio para él. Pero ahora ésa era la menor de sus preocupaciones.—Sergio… Hay un problema que… Bueno, no hago más que darle vueltas y…Dudaba.—Déjate de rodeos, Laura, y habla de una vez.—Está bien… Ya h
Las horas transcurrían con irritante lentitud. Carmen se marchó. Laura se duchó y se cambió de ropa. ¿Cómo vestirse para esa entrevista? Formal, se dijo, no le convenía aparecer como una jovencita asustada, sino como una mujer seria, segura de sí misma, de manera que se puso su traje pantalón gris, con tacones para parecer más alta, y se recogió el pelo. Su inquietud por la entrevista de esa tarde había hecho que olvidara a Sergio y ahora miró el teléfono con preocupación. No la había llamado. ¿Sería buena o mala señal? No lo sabía, pero resistió la tentación de llamarlo ella. Ya se enteraría de cómo le había ido cuando hablaran más tarde.
Le costó bastante encontrar la dirección, porque el señor Roms vivía en un barrio de las afueras, en la zona norte de Madrid, difícil de localizar, al menos para ella que no tenía lo que se dice un fino sentido de la orientación. Así que se perdió y dio varias vueltas sin sentido durante veinte minutos antes de aparcar frente a la casa a las cuatro menos siete minutos de la tarde. Menos mal que había salido con tiempo, pensó mientras admiraba la imponente mansión, cuya parte superior aparecía sobre una enorme valla de ladrillo que rodeaba el perímetro de la casa. La puerta era negra, de hierro, y Laura se sintió vigilada al acercarse. Seguro que había cámaras, aunque ella no vio ninguna. Pulsó el timbre del telefonillo y esperó. Pasados unos segundos, una voz metálica salió del aparato. —¿Sí? —Soy Laura de Santis, el señor Roms me espera. Oyó un clic cuando se abrió la puerta y entró a un enorme jardín, con un sendero de baldosas que conducía hasta un
En el momento en que el reloj de pared movía su péndulo al dar las cuatro, la puerta se abrió de nuevo, esta vez para dar paso a un hombre de unos sesenta años, pulcramente vestido con un traje de corte impecable. Se acercó a ella y le tendió la mano.—Soy Ramón Sanz, el secretario del señor Roms.—Mucho gusto.—Es necesario que le haga algunas advertencias antes de conducirla a su habitación. El señor Roms está muy enfermo, se encuentra postrado en la cama, conectado a una bombona de oxígeno, y debido a una reciente operación de garganta apenas puede hablar. Una enfermera lo cuida día y noche, es de toda confianza y me gustaría que estuviera presente en la entrevista por si el señor Roms necesita sus cuidados. ¿Tiene algún inconveniente?Laura pensó que no era necesario que la enfermera permaneciera en la habitación, bastaba con que se situara fuera, al otro lado de la puerta. Pero se dijo que era mejor no poner trabas, y ese detalle no le parecía tan grave.—Ninguno…—Por supuesto,
—Es cierto, yo no llegué a conocer a Carla, pero sé muchas cosas de ella. Un buen amigo mío la conoció muy bien y… bueno, puede decirse que vengo en su nombre. Se llamaba Juan Cobos.Lo miró con expectación. Había decidido que no debía nombrar a Sergio, así que se inventó a alguien. Roms no podía conocer a todos los amigos de su nieta, y el nombre de Juan Cobos le pareció tan bueno como cualquier otro.—¿Lo conoció usted? —insistió Laura.El anciano esta vez no pulsó ninguna tecla de su ordenador. Sólo negó con la cabeza y le hizo un ademán con la mano para que continuara.—Sé que es muy doloroso para usted recordar ese episodio de su vida…El hombre la contemplaba expectante, sus ojillos brillaban por la curiosidad y las manos le temblaban. Cerró los puños y miró a su secretario.—Quiere que continúe usted. Por favor, no se interrumpa y procure hablar sin titubeos, con voz clara para que él la entienda.Laura se puso roja tras esta recomendación, que asumió como una pequeña reprimend
—Perdone… Lo siento —dijo, refiriéndose a su titubeo y mirando con reparos al secretario. Volvió a posar su mirada en el señor Roms—. Juan no cree que haya muerto. Sospecha que sucedió algo de lo que él no está enterado; duda que Carla muriera. Estaba enamorado de ella y piensa que usted la obligó a marcharse por alguna razón; dice que tenía medios e influencias suficientes para hacerlo y que Carla debe de andar por ahí, escondida en algún sitio… Está obsesionado y temo que acabe volviéndose loco —aquí Laura puso freno a su imaginación. No le convenía exagerar, no fuera a ser que se dieran cuenta—. Incluso ha contratado a un detective privado para que la busque, ya que las pesquisas que ha hecho por su cuenta no han dado resultado… En fin. No dejará de buscarla y yo quiero impedir a toda costa que siga, porque vamos a casarnos y no quisiera vivir con un hombre obsesionado por otra mujer. Por eso necesito que alguien que sepa lo que ocurrió me lo cuente, para que él se convenza. Si le