La habitación estaba inundada de luz cuando Laura abrió los ojos. Algunas velas se habían consumido y otras lucían sin impulso, apagado su brillo por la luz del sol. Era una mañana luminosa, una de esas mañanas de domingo que ella tanto disfrutaba.Sergio aún dormía a su lado. Lo besó. Él abrió los ojos y con la voz ronca por el sueño dijo:—Te quiero.—¿Qué dices? —lo miró con los ojos como platos.—Lo que ya sabes, aunque no te lo haya dicho hasta ahora. Te quiero.—Yo también a ti.Era la primera vez que se declaraban su amor y Laura se apretó contra él, pensando en la forma tan extraña en que lo habían hecho. Pero todo en su relación era atípico, insólito. Desde que se habían conocido nada había discurrido por los cauces normales en que suelen desarrollarse las relaciones. Todo había sido como un torbellino en el que se había visto envuelta casi sin ser consciente de ello, una espiral que la había llevado hasta un punto sin retorno. Porque, ahora lo sabía, ya no había vuelta atrás
Ambos estuvieron de acuerdo en que la ducha había resultado reconfortante, y muy larga. Cuando salieron Laura se puso a hacer un café y Sergio fue al ordenador a mirar su correo.—Tengo un montón de mensajes. Mira: uno del juez Robles.—¿Qué dice? —gritó Laura desde la cocina.—Me invita a comer —Sergio leyó en voz baja, luego se levantó y fue donde estaba ella—. Dice que vaya a su casa a eso de la una, quiere comer conmigo y charlar. ¿Ves como yo tenía razón? Tú crees que estoy paranoico, pero no es así, todos lo saben… Qué barbaridad, soy la comidilla de los juzgados. Este asunto ha llegado demasiado lejos, lo manejé mal desde el principio y ahora se me ha ido de las manos… —la miró. Ya habían hablado muchas veces de eso y Laura sabía que no iban a llegar a ningún lado si seguían en esa dirección.—Ya no puedes arreglarlo. Tuviste miedo, es comprensible. Pensaste que podrías convencerla de que abandonara, lo cual también es comprensible. De todos modos no creo que lo haya contado, a
—No sabes lo que estás diciendo. Cuando ese hombre te deje tirada, volverás a mí.—No volvería a ti aunque me fuera la vida en ello. Y ahora vete, lárgate, no vuelvas a aparecer por aquí, porque la próxima vez que te vea siguiéndome llamaré a la policía.Antonio le lanzó una mirada de odio tal que Laura sintió miedo. Por primera vez en el transcurso de esa entrevista temió que la atacara y estuvo a punto de retroceder unos pasos. Pero no lo hizo, permaneció erguida frente a él sosteniéndole la mirada.—Márchate —repitió.Antonio la miró unos segundos más y luego abrió la puerta. Cerró con un portazo que hizo temblar toda la casa.Cuando él se marchó, la abandonó toda su entereza y se desinfló como un globo. Las piernas le temblaban y el corazón latía desbocado en su pecho mientras se dirigía, tambaleante, a sentarse en el sofá. Apoyó la cabeza en el respaldo y empezó a respirar hondo, como siempre hacía para tranquilizarse. Poco a poco se fue calmando y al cabo de diez minutos ya era
Era muy poco, un detalle nimio, una simple discrepancia de horario para la que habría una sencilla explicación. Pero era lo único que tenía y se aferró a ello. Debía hablar con alguien que supiera exactamente qué pasó aquella noche. Sergio no lo sabía, porque pudieron pasar muchas cosas desde que se desmayó hasta que despertó el 2 de enero, y tampoco se fiaba mucho de su interpretación de los hechos: con tanta droga en el cuerpo tendría delirios. Quizá había exagerado las cosas y no había sido todo tan horrible como él pretendía… En ese punto detuvo sus pensamientos, consciente de que su cerebro le estaba jugando una mala pasada intentando hacerle creer lo que quería creer. No, en ese punto todo estaba claro. El relato de Sergio era el de un hombre que sabe lo que dice, no eran delirios. No debía apartarse de su línea de razonamiento. ¿Quién conocía lo sucedido en ese lapso en que Sergio estuvo dormido? Marga, Lucas y Henry Roms, el abuelo de Carla. Marga y Lucas estaban descartados,
Cuando regresó Sergio, a las seis de la tarde, Laura estaba en el sofá, con un libro abierto, simulando estar enfrascada en la lectura, aunque en realidad maquinaba una mentira creíble para soltarle a Roms cuando Sergio la interrumpió.—Hola, mi amor —tiró el abrigo de cualquier manera sobre un sillón y se sentó con ella. La abrazó y le dio un beso—. ¿Qué tal el día?—Aquí, leyendo —mintió. Había decidido no hablarle de la visita de Antonio. Otra mentira más. Últimamente tenía demasiados secretos y empezaba a comprender a Sergio. A veces era mejor callar para no perjudicar a la persona que quieres proteger, y eso era lo que ella estaba haciendo. Al menos era lo que le gustaba pensar que hacía. De todos modos tenía la intención de contárselo. Más tarde…—¿No has salido con tu hermana?—No, ya tenía una cita —nueva mentira—. Hemos quedado para comer mañana. Como ella sale de trabajar a las tres, iré a su casa y tomaremos algo allí —otra. Tenía que llamar a Celia para que no la descubrie
Esa mañana se movían silenciosos por la casa. Laura estaba muy preocupada, pero no quería que él se diera cuenta de hasta qué punto, y fingía un ánimo que estaba muy lejos de sentir. Hasta el día anterior había estado segura de que Marga jamás diría nada de lo sucedido la noche en que murió Carla, porque también ella saldría malparada. Pero después de su entrevista con Antonio se había dado cuenta de que no hacía falta publicar una noticia en los periódicos para darla a conocer, que era mucho más eficaz lanzar el rumor en el lugar adecuado y esperar escondido a ver qué pasaba.Sergio se tomó de pie su taza de café. Por fin le había dicho a Laura que no le sentaba muy bien comer por las mañanas y la joven ya no lo agasajaba con sus fabulosos desayunos, una desilusión para ella y un alivio para él. Pero ahora ésa era la menor de sus preocupaciones.—Sergio… Hay un problema que… Bueno, no hago más que darle vueltas y…Dudaba.—Déjate de rodeos, Laura, y habla de una vez.—Está bien… Ya h
Las horas transcurrían con irritante lentitud. Carmen se marchó. Laura se duchó y se cambió de ropa. ¿Cómo vestirse para esa entrevista? Formal, se dijo, no le convenía aparecer como una jovencita asustada, sino como una mujer seria, segura de sí misma, de manera que se puso su traje pantalón gris, con tacones para parecer más alta, y se recogió el pelo. Su inquietud por la entrevista de esa tarde había hecho que olvidara a Sergio y ahora miró el teléfono con preocupación. No la había llamado. ¿Sería buena o mala señal? No lo sabía, pero resistió la tentación de llamarlo ella. Ya se enteraría de cómo le había ido cuando hablaran más tarde.
Le costó bastante encontrar la dirección, porque el señor Roms vivía en un barrio de las afueras, en la zona norte de Madrid, difícil de localizar, al menos para ella que no tenía lo que se dice un fino sentido de la orientación. Así que se perdió y dio varias vueltas sin sentido durante veinte minutos antes de aparcar frente a la casa a las cuatro menos siete minutos de la tarde. Menos mal que había salido con tiempo, pensó mientras admiraba la imponente mansión, cuya parte superior aparecía sobre una enorme valla de ladrillo que rodeaba el perímetro de la casa. La puerta era negra, de hierro, y Laura se sintió vigilada al acercarse. Seguro que había cámaras, aunque ella no vio ninguna. Pulsó el timbre del telefonillo y esperó. Pasados unos segundos, una voz metálica salió del aparato. —¿Sí? —Soy Laura de Santis, el señor Roms me espera. Oyó un clic cuando se abrió la puerta y entró a un enorme jardín, con un sendero de baldosas que conducía hasta un