Capítulo 3
Negué con la cabeza, con los ojos rojos, mientras intentaba desesperadamente, escapar del congelador por mis propios medios.

Pero Fernando enfureció más mirándome, desde arriba, negar con insistencia.

—Entonces quédate aquí hasta que entiendas tu error. Cuando lo hayas comprendido, me avisas.

Milena, como desvalida le decía:

—Fernando, tengo miedo de que Daniela intente lastimarme otra vez esta noche. Mejor me voy a casa, no me quedo aquí.

Fernando, preocupado, ordenó que trajeran cadenas y rodearon todo el congelador, con ellas como si fuera una bestia salvaje.

—Aunque se muera ahí dentro, no podrá escapar. Milena, duerme tranquila aquí. Mañana cuando te vayas la soltaré, ¿de acuerdo?

Esa noche, Fernando organizó una fiesta de bienvenida para Milena. Todos celebraban en el primer piso, ahogando mis gritos desesperados de auxilio.

Finalmente, reuní todas mis fuerzas y volqué el congelador, provocando un estruendo.

Fernando interrumpió la fiesta, visiblemente molesto.

—Daniela, veo que aún no entiendes tu error. ¿Ahora quieres llamar la atención y dar lástima?

—Sabías perfectamente que Milena no tolera el frío, ¿pensaste en ella cuando la obligaste a bañarse con agua helada?

—¡Tiene casi cuarenta grados de fiebre! ¡¿No tienes corazón?! ¡Si algo le pasa, serás una asesina!

—Quédate ahí reflexionando. Saldrás cuando baje la fiebre de Milena.

Ni siquiera me miró realmente. No vio que el congelador estaba en modo máximo, ni las marcas de mi lucha por toda la caja.

Mis manos y pies estaban en carne viva, la sangre y los pedazos de carne se congelaban sobre las heridas antes de que pudiera sentir dolor.

Me esforcé para que Fernando me mirara, suplicando sin parar:

—Perdón, me equivoqué, por favor ayúdame, no quiero morir.

Pero Fernando no miraba ni escuchaba.

Despidió a todos y se fue a cuidar a Milena.

A la mañana siguiente, a Milena se le bajó la fiebre e insistió en salir a celebrar.

Para entonces yo ya no podía emitir sonido alguno, solo pensaba una y otra vez en mi abuela, luchando con todas mis fuerzas para mantener los ojos abiertos.

Nadie se fijó en mí, por supuesto.

Empacaron felices y compraron boletos para la Antártida.

Antes de irse, Fernando me habló por el altavoz del sótano:

—Nos vamos de viaje a la Antártida. Quédate en casa y reflexiona.

—¿Ves? Para mí vales menos que la servidumbre. No te compares con Milena.

Ya ni recuerdo cuándo morí exactamente.

Solo sé que resistí mucho, mucho tiempo, hasta el final, y nadie vino por mí.

La sangre en la funda antipolvo atrajo moscas que zumbaban asquerosamente.

El personal de limpieza volvió a trabajar y al entrar al sótano empezaron a toser por el mal olor.

Aunque en realidad no olía tan mal. Solo era carne congelada, sin sangre no apestaba.

Intentaron levantar la funda pero el cierre estaba escondido bajo el congelador, rodeado de sangre pegajosa.

—¡Este congelador se dañó, y la carne de cerdo está podrida!, la carne de cerdo está podrida!

——No te preocupes, el señor Fernando lo iba a cambiar, mejor lo tiramos.

Una empleada llamó a Fernando.

Pronto volvió a sonar el altavoz del sótano:

—¡Si el congelador no sirve, bótenlo! ¿Por qué me consultan estas tonterías? Si dejaron que la carne se pudriera, están despedidos. Mañana no vengan.
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