Capítulo 2
Al día siguiente, muy temprano, Fernando se encaminó al trabajo tras pasar toda la noche en el hospital, velando a Frigg, quien no le había permitido que se marchara debido al dolor de sus heridas. Mientras viajaba hacia la oficina, cruzó por un semáforo en rojo, y, de repente, le ordenó al chófer:

—Regresa a casa.

El cansancio lo abrumaba. Llevaba dos días con la misma ropa, y la incomodidad comenzaba a hacerse insoportable. Aunque lo último que quería hacer era regresar a la mansión.

Sin embargo, al llegar, no lo recibió la habitual y cálida bienvenida de Daisy, sino un ambiente frío y silencioso, y un documento descansaba sobre la mesa del comedor.

«El Acuerdo de Divorcio».

Fernando se acercó con el ceño fruncido, y sus ojos se clavaron en la firma y la llave que descansaba sobre el papel. Por un instante, su mirada se oscureció, cargada de confusión y resentimiento, antes de subir las escaleras.

Por primera vez, decidió entrar en el cuarto de Daisy, ya que, durante los tres años de matrimonio, cada uno había mantenido su distancia; dentro de la casa, vivían como dos completos desconocidos.

El cuarto estaba tal como lo esperaba: ordenado e impecable.

En aquellos años, Daisy se había encargado de todos los detalles de su vida, sin pedir nada a cambio. Incluso Fernando, en su frialdad, no podía negar que, como esposa, siempre había cumplido su papel de manera intachable.

Pero, en ese momento, una sensación incómoda lo invadió. Se acercó al armario y, con la mente aún nublada por la confusión, lo abrió.

Dentro, todo estaba en su lugar: ropa, joyas y todas las pertenencias de los Suárez. Nada había desaparecido. Daisy no había reclamado nada, sino que se había marchado de su vida sin más.

La frase que ella había pronunciado días atrás «Estoy herida… muy grave…» volvió a su mente. El divorcio y su marcha repentina solo confirmaban lo que se temía: aquello era otra jugada calculada.

Una sonrisa amarga cruzó su rostro.

—Daisy… ¿Qué estás tramando esta vez?

Justo en ese instante, su teléfono comenzó a sonar.

Fernando lo sacó del bolsillo, y, al ver el nombre en la pantalla, sintió una punzada de desilusión. No era Daisy. Sin embargo, contestó con firmeza, con un tono frío y cortante:

—¿Qué pasa?

Del otro lado de la línea estaba Thiago, su asistente, y su voz estaba cargada de urgencia.

—¡Señor! ¡La señorita Mero ha tenido un accidente!

Fernando frunció el ceño.

—Voy para allá de inmediato.

***

EN EL HOSPITAL

Los guardias del hospital vigilaban la entrada y las cámaras de seguridad no mostraban nada sospechoso. Sin embargo, Frigg había sido envenenada y su vida estaba en peligro.

El médico a cargo se acercó a Fernando, su voz grave y preocupada.

—Señor Suárez, es probable que ella ya hubiera sido envenenada antes de llegar al hospital…

Sin embargo, Frigg lo interrumpió, con la respiración entrecortada:

—Fer, no culpes a la señora La Torre… Ella solo trató de proteger su matrimonio. Si yo hubiera hecho caso a sus palabras y me hubiera alejado de ti, esto no habría sucedido… Todo esto… es mi culpa.

Fernando la miró, frunciendo el ceño. Sus ojos se endurecieron, y una ira contenida comenzó a reflejarse en su rostro.

—En este momento, lo único que importa es que te enfoques en recuperarte. No desperdicies tu energía hablando de esa mujer.

Acto seguido, Fernando sacó su celular rápidamente y marcó el número de Daisy, pero lo único que escuchó fue:

«Lo siento, el número con el que intenta comunicarse está fuera de servicio…»

La furia en sus ojos era inconfundible; ardía con una intensidad que parecía capaz de consumirlo todo.

—Thiago, ordena una búsqueda exhaustiva por toda la ciudad. ¡Encuentra a Daisy La Torre!

***

Mientras tanto, cuando Daisy llegó a la Villa Bosque, un repentino estornudo la hizo detenerse.

—¿Te estás resfriando, jefa? —preguntó Enzo, alarmado, deteniéndose a su lado.

Daisy se tocó la nariz, intentando disimular el malestar.

—No es nada.

Pero un segundo estornudo la traicionó, y Enzo no pudo ocultar su preocupación.

—¡Ya has estornudado dos veces! ¡Está claro que eso es un resfriado! —exclamó, dejando la maleta de Daisy en el suelo, y apresurándose hacia la cocina.

—Voy a prepararte un té de limón con miel. Te hará bien.

Sin embargo, Daisy, distraída, apenas lo escuchaba. Su mente se había llenado de recuerdos, en especial de las palabras que Fernando había soltado sin ninguna compasión.

«Te lo dije. Si vive o muere, no tienen nada que ver conmigo».

Suspiró con amargura. A veces las personas que realmente te importan se preocupan hasta por lo más mínimo. En cambio, quienes no te valoran, ni siquiera se inmutan cuando te ven al borde de la muerte.

Los recuerdos de los últimos tres años la golpearon como una tormenta. Había sido sumisa, había bajado la cabeza y se había convertido en la sombra de Fernando, todo por una deuda de gratitud. Y, ahora, mirando atrás, no podía evitar preguntarse:

«¿Qué diablos había pensado??»

Lo peor era que, a pesar de todo, seguía culpándose. Ella había intentado pagarlo con su cuerpo, con su vida, y ahora veía que había sido un completo error.

Daisy suspiró una vez más, ahogando la tristeza.

—No hace falta que prepares nada, Enzo. Aunque sí puedes ayudarme en algo más.

Él se detuvo en seco, observándola con extrañeza.

—¿Qué pasa?

Daisy lo miró, con sus ojos llenos de determinación.

—Quiero que contactes con la familia Ortega de Ciudad N.

—¿La familia Ortega? —preguntó Enzo, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?

Daisy sonrió, aunque no era una sonrisa amable.

—Ellos son los responsables de la muerte de mis padres… y también de lo que me sucedió hace tres años. Todo apunta a que están detrás de todo esto.

Enzo la miró, mientras un destello de furia cruzaba su rostro.

—Esos Ortega están metidos en política. Si están involucrados, significa que la red que nos acecha es más grande de lo que pensábamos.

Daisy se levantó, y sus ojos brillaron con una intensidad peligrosa.

—Erik Ortega está enfermo, buscando médicos desesperadamente. Yo soy lo que necesitan. Hazlo, Enzo.

-

Diez minutos después, Enzo se acercó a Daisy con el ceño fruncido y una mezcla de preocupación y seriedad en su mirada.

—Jefa, la familia Ortega está presionando. Quieren que vayas lo antes posible, pero… —vaciló, mirando a Daisy con detenimiento—. Tus heridas…

Aunque había querido preguntarle desde el primer momento qué le había sucedido, y qué había pasado en aquellos tres años, Enzo optó por callar. Conocía a Daisy lo suficiente como para saber que ella no revelaría nada si no lo deseaba.

Daisy notó su inquietud, pero no estaba dispuesta a compartir lo que había sucedido con Fernando. Para ella era un capítulo cerrado, algo que no deseaba volver a mencionar. No iba a permitir que nadie se enterara. Aunque era consciente de que Enzo no descansaría hasta saberlo.

Después de una pausa, Daisy forzó una sonrisa y respondió:

—Estuve alimentando a un perro. Lo crie durante tres años, pero nunca lo entrené bien… y terminó mordiéndome la mano.

—¿Esa bestia? —inquirió Enzo, enfurecido—. ¿Dónde está? Voy a arrancarle los dientes de un solo golpe. —No perdonaría a quien le hiciera daño a su jefa.

—Ya está muerto —lo interrumpió Daisy con frialdad—. Murió dentro de mí. Recuérdales a los Ortega que nos veremos dentro de dos días, a las cuatro de la tarde.

***

DOS DÍAS DESPUÉS.

OFICINA DEL CEO DE UNIÓN SUÁREZ.

—¿No los encontraron? —preguntó Fernando, mirando fijamente a Thiago, quien había entrado sin decir ni una palabra.

—No, señor. Ningún médico ha logrado tratarla… Y como señorita Daisy… es huérfana y no tiene familiares, su rastro en los últimos tres años está directamente relacionado con usted. No hemos encontrado ninguna pista…, no sabemos dónde está.

Fernando cerró los ojos, frunciendo el ceño.

—¿Dos días…?

¿Acaso ella se estaba escondiendo por su propia voluntad? ¿O es que acaso ella ya no estaba interesada en él? La idea lo incomodó profundamente, aunque no entendía por qué.

—Aumenta la búsqueda.

—¡Sí, señor!

Fernando se acercó a la ventana, a través de la cual observó el horizonte mientras su mente se sumía en pensamientos oscuros.

«Daisy», pensó, «espero que seas capaz de esconderte para siempre».

De pronto, Thiago regresó apresuradamente, sin llamar a la puerta.

—¡Señor! ¡Mire esto!

Fernando, esperando que fuera algo relacionado con Daisy, tomó el teléfono que Thiago le extendía, pero, al ver el nombre en la pantalla, su expresión se endureció.

—¿Jade?

—Es una médica famosa —se apresuró a explicar Thiago, visiblemente emocionado—. Tiene la capacidad de curar venenos y enfermedades; la llaman la Diosa de la Medicina. La gente pensó que estaba muerta, pero acaba de reaparecer. Hoy, a las cuatro, se dirigirá a la casa de los Ortega en Ciudad N para atender al señor Erik. La información es confiable, ¿cree que deberíamos enviar a señorita Mero también?

Fernando lo pensó por un momento. Si Jade estaba siendo solicitada por los Ortega, debía de ser extremadamente capaz.

—Que la traigan —ordenó con firmeza.

Sin embargo, antes de que Thiago pudiera salir, Fernando lo detuvo:

—Espera. Iré yo mismo.
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