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Dos años atrás…

Mamá, no te resistas más, ya está hecho y no hay vuelta atrás. Además, créeme, te va a gustar, pues te hará bien.

Deberías haberme preguntado antes, así no malgastabas dinero.

El gimnasio nunca es un dinero malgastado, a menos que no vayas, pero vas a ir, tienes que ir, lo necesitas. Yo iré contigo al principio.

Está bien, te voy a dar en el gusto esta vez.

Mi hija me había inscrito en el gimnasio para ir a zumba, pues me encantaba bailar y ella veía como vida se consumía poco a poco sin ninguna motivación. Tengo tres amigas, pero ninguna de ellas logró sacarme del ostracismo en el que me encontraba, pues yo no quería y no las dejaba. Ellas fueron muy pacientes y me dieron mi tiempo, pero supe después, que se juntaron con mis hijos para hacer algo por mí, ya que veían que mi vida se iba directo al precipicio y había que hacer algo al respecto.

Comencé a ir a clases de zumba sin ninguna motivación, solo para darle el gusto a mi hija y dejar de preocuparla, pero en mi fuero interno tenía una leve esperanza de poder cambiar mi vida, de poder salir de esa sensación de invierno en la que me encontraba, quería que me llegara la primavera, lo deseaba, pero no sabía cómo lograrlo.

Debo decir que, en ese punto, la música y el baile me salvaron. Me gustó mucho la clase y cada día iba más motivada al gimnasio. Cada nota vibraba en mi interior, y poco a poco, el ritmo me llenaba de energía. La sensación de moverse al compás de la música se convirtió en un refugio, un escape de la tristeza que me había atrapado. Cada día, mis pasos se volvían más firmes, y la motivación regresaba como una vieja amiga. Al sentir la música y comenzar a bailar, no pensaba en nada, solo sentía y mi cuerpo fluía. Me sentía liviana, sin problemas, sin tristezas, mis preocupaciones se desvanecían al ritmo de la música.

Encontré mujeres que me cambiaron la vida, mujeres con otros problemas, pero todas cargaban alguna mochila. Una de ellas venía saliendo de un cáncer de mamas, otra era sola, otra también se había separado y estaba más adelantada en el proceso de sanación. Zumba comenzó a ser mi terapia para empezar una nueva vida. Poco a poco con estas mujeres nos fuimos acercando y afiatándonos. Nos juntábamos otros días que no eran los que íbamos a zumba, a tomar café, para ir a algún bar, incluso comenzamos a juntarnos los fines de semana y ellas fueron las que con sus vivencias y empuje me motivaron a volver a preocuparme de mi persona, me teñí las canas, fui a la peluquería, me hice las uñas, hice un tratamiento de depilación definitiva, empecé a usar cremas para las arrugas. Comencé a mirarme en el espejo y a sentirme más cómoda con lo que reflejaba, me sentía más segura e incluso a veces, atractiva.  Comencé a ir con ganas a trabajar y me volví a enamorar de mi profesión. En definitiva, comencé a vivir nuevamente.

Después de seis meses ya no iba dos veces a la semana al gimnasio, iba cuatro. Con mis amigas contratamos a una entrenadora particular que nos ayudaba con las máquinas y con una rutina de ejercicios para tonificar y trabajar los músculos.

Comencé a ver cambios en mi cuerpo y eso me encantaba y me motivaba más a seguir trabajándolo y no desistir, ya que a pesar de todo lo positivo, no me gustaba hacer máquinas o pesas. Lo encontraba muy aburrido y no vibraba como cuando bailaba en zumba.

Nuestra entrenadora consiguió trabajo en otra ciudad por lo que tuvimos que reemplazarla.

Ella nos recomendó a un compañero de la universidad, habían estudiado juntos kinesiología y luego se habían dedicado al deporte y aplicaban las dos disciplinas para hacer entrenamientos.

Su nombre era Roberto, era brasileño de nacimiento y se había venido a vivir a Chile cuando era adolescente y luego había estudiado en la universidad en Santiago. Era guapísimo, alto, tonificado y tenía un color de piel moreno fascinante y los ojos del verde más verde que haya visto nunca. Era bastante más joven que nosotras y mis amigas coqueteaban mucho con él. A mí me daba pudor, podría ser mi hijo. Además, yo seguía pegada en el pasado, pegada en mi historia con Andrés, pero, de todas maneras, me inquietaba y no me era indiferente.

Poco a poco comencé a sentir sus miradas y que me prestaba más atención que a mis amigas y eso me hacía sentir incómoda por lo que mi reacción era ser más fría e indiferente con él a pesar de que me gustaba y le hacía bien a mi ego, me daba miedo lo que me hacía sentir y me ponía muy nerviosa.

En una junta que hicimos con mis amigas, les comenté la situación y les dije que iba a dejar de tomar las clases con él, pues me incomodaba y me cohibía su mirada. Ellas se rieron mucho y me prohibieron hacerlo. Me instaron a darle alas y dejarme querer, que harta falta me hacía. Me hicieron ver que meterme con un colágeno, como ellas lo llamaban me iba a beneficiar mucho.

No me interesa el sexo solo por sexo, les repetía una y mil veces, pero ellas simplemente no me escuchaban y me decían que a esas alturas yo ya era virgen y que iba a morir así si me sentaba a esperar el amor para poder tener sexo nuevamente. Yo trataba de envalentonarme con la idea, pero se me hacía imposible pensar en otras manos tocándome, inmediatamente pensaba en Andrés y maldecía por no poder quitármelo de la cabeza y dejarlo ir. Mané no seas estúpida, él ni siquiera piensa en ti, te sacó de su vida como si nada, déjalo ir, comete al colágeno, concédete ese gusto.

Con esa determinación me fui al gimnasio al encuentro con el colágeno, pero apenas lo vi, me cohibí y no pude. Además, me daba un miedo terrible el rechazo.

¿Y si yo no le gustaba y simplemente estaba siendo amable conmigo? Como iba a gustarle una anciana como yo, si con lo guapo y joven que era, podía tener a cualquier mujer del gimnasio, jóvenes incluidas. Creo que no podría soportar el rechazo, mi autoestima se iría al piso nuevamente y me costaría mucho levantarme. Por otro lado, me daba terror pensar en una posible, aunque fuera mínima relación con otra persona, mis inseguridades y el revivir todo lo pasado me paralizaba y no me dejaba seguir adelante y ni siquiera pensar en sexo casual.

Una de mis amigas, estaba de cumpleaños y nos invitó a todos a festejar con ella, en una fiesta. Invitó a toda la clase de zumba, incluida la profesora, a todas nuestras compañeras y por supuesto al colágeno.

La fiesta era en un pub donde había karaoke y después baile.

Ese día después de muchos años, me sentí entusiasmada en arreglarme y vestirme sexi.

Mi hija se empeñó en elegirme el atuendo para esa noche, pues al parecer no confiaba en mi capacidad al respecto.

Había exagerado y tuvimos que negociar, pues había elegido una falda bastante corta y una camiseta demasiado apretada.

Me sentía ridícula en esa ropa, por lo que finalmente llegamos a acuerdo y me puse un jean clásico y un top que era un chaleco negro tipo Gillette que, si bien tapaba bastante, dejaba ver mi sujetador de encaje rojo que me obligó a ponerme debajo, al igual que unas sandalias rojas de tacón alto. Al mirarme al espejo, me gustó la imagen que me devolvió. No estaba muy maquillada, pero sí lo suficiente para hacerme sentir atractiva, aunque sea un poquito. Nunca me había vestido así, ni siquiera estando casada y comencé a pensar en el por qué, tal vez Andrés se había aburrido de mí. Nunca me preocupé mucho de mi apariencia, pensaba que con andar limpia y perfumada era suficiente.

Siempre andaba con traje de turno e iba a trabajar lo más cómoda posible, nunca usé esmalte de uñas. Usaba pocas joyas. Era muy clásica y simple. Tal como la mayoría de las mujeres en mi familia, pues siempre me inculcaron que era de mal gusto y vulgar, maquillarse tanto, ostentar joyas y por supuesto vestirse sexi no era permitido. Pensé en Andrés y me pregunté cuándo fue la última vez que me había hecho algún comentario sobre mi cuerpo, no lo recordaba. Él no me hacía comentarios pesados o mal intencionados, pero tampoco me decía que me veía linda o sexi, no me halagaba, no me miraba en realidad. No nos mirábamos.

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