Apaciguar el fuego

Los dedos de Alexander se escabulleron por debajo de mi blusa y rosaron mi piel, di un respingón y trate de apartarlo con ambas manos, sentí su pecho duro y su corazón latir aparentemente rápido.

—¡Espera! ¿Qué estás haciendo? —abrí mis ojos sonrojada hasta las orejas.

—¿Acaso no es obvio? —dijo el con un tono seductor y esa voz ronca —quiero conocer más de ti.

—No —Respiré hondo tratando de calmarme —s-señor, por favor váyase o quédese a tomar café y galletas, pero no voy a hacer estas cosas.

Alexander frunció el ceño y me miró de mala gana, estaba enojado y estaba muy seguro de que quería matarme por no dejarlo continuar con sus planes.

Pero si quería tener sexo con una mujer, en mi humilde opinión, Alicia era perfecta para apagarlo.

—No vas a dejar que te haga nada, ¿verdad? —Pregunto con resignación, con la mandíbula apretada.

Negué con la cabeza, me dirigió una última mirada, esta vez intensa, y me retiré a la sala para sentarme en un sofá de cuero que me encantaba.

—Creo que voy a querer esas galletas —grito desde el sofá haciéndome sonreír —creo que una vez hiciste unas para la empresa y estaban deliciosas.

—Sí, las hice hace poco para una reunión, todos quedaron encantados con esas galletas.

—Eran de… —dijo pensativo.

—Whisky y otras de ron —complete la frase.

Alexander se rió por un instante, una sonrisa tranquila y natural, una que nunca había visto en él.

—¿Sabías que robé esas galletas de whisky? —Confesó tapándose la boca.

Me eché a reír, claro que ese día lo había visto robar las galletas y lo peor es que las metió en los bolsillos de su traje.

—Cómo olvidarlo, te vi guardarlas en los bolsillos.

—¡No puede ser! ¿Me viste? —Volvió a levantarse del sofá, poniéndome tensa, esta vez vino con una sonrisa de niño travieso y muy tranquilo —No lo creo, Lucía, y no me dijiste nada.

—¿Y qué te iba a decir? —Me reí —eres mi jefe, no soy tu mujer para regañarte por unas galletitas.

Sus ojos se entristecieron y esa hermosa sonrisa que había dibujado se desvaneció.

—¿Estás bien? —Pregunté inclinando mi cabeza como un cachorro —La sonrisa te abandonó.

—¿Siempre eres así? —Se detuvo frente a mí y me miró con curiosidad.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de cómo pareces un animalito indefenso que hace reír a los demás, pero si se pasan de la raya te transformas en otro animal completamente aterrador y asesino.

—¿Me estás llamando animal? —Pregunté con los ojos bien abiertos, poniéndome seria. Definitivamente creía con certeza que Alexander nunca había hablado decentemente con una mujer.

—¡No! M*****a sea… me vuelvo loco a tu lado —se rasco la nuca y tiro un poco la cabeza hacia atrás, se sentía estresado, cansado, con mucho en que pensar y un poco nervioso.

—Tranquilo jefe, solo lo estoy molestando —Le guiñé un ojo y él sonrió avergonzado.

Por primera vez en mucho tiempo pude ver a un Alexander completamente diferente al que yo conocía, ese arrogante y orgulloso frente a la gente, el mismo que al estar a solas conmigo no era tan malo, pero era tan flexible como lo es ahora tampoco.

—Huele a quemado, Lucía —dijo, mirándome a los ojos.

Inhalé el olor y efectivamente lo era, del horno salía olor a quemado, la segunda tanda de galletas se había quemado.

—¡Mierda! Se quemaron por completo, que pena me da —dije haciendo un puchero.

Alexander se levantó del asiento y fue a la cocina a apreciar mi obra maestra.

—No se ven tan mal, pero no me abstendré de decir que siempre tienes la cabeza en las nubes.

—Esto es por tu…

Me tapé la boca con las manos evitando decir esas palabras:

«Es por tu culpa»

Por supuesto que lo era, me envolvía en su encanto, su olor me atraía como la miel a las abejas, su forma de ser realmente me encantaba y podía pasarme horas hablando con él aunque no fuera el hombre dulce de ahora.

—¿Qué ibas a decir? —Pregunto con voz gruesa y desafiante —¿Qué es mi culpa? No sé porque lo sería si no estoy en la cocina, señorita Jones —poco a poco una sonrisa de lujuria se fue dibujando en sus labios.

—Ni lo intentes —advertí seria, sin avanzar más dio vueltas por la cocina hasta abrir la silla del comedor y se sentó allí.

—Ven aquí un momento, Lucía —me dijo haciendo una señal con el dedo—, quiero hablar contigo, deja las galletas ahí y trae las que no estén quemadas.

Me reí de su comentario e hice justo lo que me pidió. Busque una taza y puse todas las galletas, apenas llegue agarro la primera y se la llevo a la boca, abro otra silla y me siento cerca de el para escuchar lo que tenía que decir.

—Ha pasado mucho tiempo desde que sucedió lo de Alicia...

—No. Realmente no quiero hablar de eso y no lo haré —me levanté de la silla, Alexander agarró mi muñeca y me sentó donde estaba.

—¿Por qué te molesta lo que pasó allí? —le da un mordisco a su galleta y le da un sorbo al café que no supe cuando se lo llevó —has visto a cientos de mujeres venir a mi oficina, ¿por qué arremetiste contra Alicia?

—No responderé a esa pregunta —espeté a regañadientes.

El hombre frente a mí no tenía una sola expresión en su rostro, solo comía sin parar. Por un momento estuve tentada de decirle la verdad sobre mis sentimientos, pero algo no iba bien.

Después de un largo e incómodo momento de silencio, finalmente fue roto por el crujido de la última galleta en el plato.

—¿Cómo vas a bajar todas esas galletas? —Levante el tazón, solo bebió su café y me miró fijamente —esas cosas tienen cientos de calorías.

—Nada que no solucione el ejercicio, deberías intentarlo —Soltó una risa traviesa.

—Hago ejercicio —Le di mi mirada de «muérete» y seguimos hablando de un montón de cosas sin importancia.

Anocheció y Alexander se dispuso a regresar a su casa, se despidió de mí desde lejos como siempre y encendió su auto.

Al cabo de un rato recibo un mensaje que dice:

«Te estaré llamando, espero que pase pronto la semana que te queda.

Alexander, M».

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