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Capítulo 4. No seas necio

«Por fin despiertas, Isabelle»

Isabelle abrió los ojos, el tono severo de su madre le causó un escalofrío y el dolor de cabeza aumentó.

—Mamá —musitó, viéndola de brazos cruzados delante de ella.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir, Isabelle? ¿Tienes idea de la vergüenza y la humillación que nos has hecho pasar a tu padre y a mí? —le cuestionó con rudeza.

Isabelle se mordió el labio para no echarse a llorar.

—Lo siento —dijo, levantándose de la cama y sin ver el rostro enojado de Anna.

—¿Lo siento? ¡Por Dios, Isabelle! ¡Un maldito lo siento, no arreglará lo que has hecho! ¿Cómo fuiste capaz de acostarte con el novio de tu prima? ¿Cómo fuiste capaz de gritarlo a los cuatro vientos delante de tanta gente?

La joven tembló.

—No fue mi intención, mamá, no era eso lo que deseaba. Yo, puedo explicarlo, por favor, escúchame.

—¿Explicar qué? Te acostaste con Leandro la noche antes de la boda, ¿qué explicación quieres darme, Isabelle?

—No sabía que era Leandro, mamá, por favor, escúchame. Sé que será difícil de creer, pero lo confundí con Leonardo, además, Javier…

—Cállate, no quiero escuchar nada más de lo que ha sucedido, no quiero sentirme más avergonzada de lo que ya me has hecho sentir.

—¡Pero, mamá!

—Estás castigada, Isabelle.

—¿Qué?

—Tu padre y yo decidiremos en los próximos días que hacer contigo. Me he equivocado al consentirte tanto, debí dejar que Alejandro te enviara al extranjero, nos habríamos ahorrado todo esto.

—Sé que me equivoqué, mamá, pero no tuve intención de herir a Sophia.

—Pues lo has hecho y me has hecho sentir decepcionada de la hija que he criado. No salgas de tu habitación, no quiero verte.

Las palabras de su madre fueron un duro golpe para Isabelle, las lágrimas acudieron a sus ojos nuevamente y se dejó caer sobre la cama, sintiéndose culpable de todo. Y la sensación no la abandonó ni un solo momento.

Las cuatro semanas que le siguieron a ese catastrófico día fueron los peores días de su vida. Sus padres no le dirigían la palabra, la evitaban como la peste mientras decidían qué hacer con ella.

Y, cuando parecía que nada podría ponerse peor, fue sorprendida repentinamente por un ataque de náuseas al inicio de la quinta semana, fueron cinco días consecutivos en los que despertó para correr al cuarto de baño. Ella creyó que su malestar se debía al estrés que estaba viviendo y al saltarse las comidas para no encontrarse y molestar a sus padres en el comedor.

El sábado por la mañana, decidió bajar al jardín, si sus padres no querían verla, por hoy tendrían que soportar, pero ella necesitaba salir de las cuatro paredes de su habitación.

—¡No puedes castigarla de esa manera, Isabelle es casi una niña! —La voz fuerte de su abuela la hizo detenerse en lo alto de las escaleras.

—No me digas cómo educar a mi hija, mamá. Isabelle se ha equivocado, nos ha llenado de vergüenza con sus acciones y necesita una lección.

—Lo que mi nieta necesita es el apoyo de sus padres, pueda que se haya equivocado, pero quien esté libre de pecado que lance la primera piedra.

—Mamá.

—Todos nos equivocamos, unos más que otros, Alejandro. Tu padre y yo no fuimos la excepción, ni tú, ni Anna tampoco lo son; sin embargo, han contado siempre con nuestro apoyo incondicional. ¡De eso se trata la familia!

—Mamá, no quiero discutir contigo por culpa de Isabelle. He tomado una decisión con respecto a ella y voy a enviarla a Italia con sus hermanos.

—¿Echarla de casa, crees que arreglará las cosas?

—Por el momento es lo mejor, ¿qué crees que pasará cuando Sophia e Isabelle vuelvan a encontrarse? Somos familia y no podemos evitar encontrarnos cualquier día, ya sea en la calle o en una reunión familiar. ¿Con qué cara esperas que vea a mi hermana y a su marido luego de lo que mi hija le hizo a Sophia?

Isabelle sintió de nuevo la náusea subirle por la garganta, se las arregló para no echarse a correr. Se armó de valor y bajó por las escaleras.

—Abuela —susurró a modo de saludo, interrumpiendo la discusión.

—¡Isabelle! —exclamó Verónica.

La muchacha sabía lo que su abuela estaba viendo, era el mismo rostro pálido que llevaba viendo en el espejo durante los últimos días.

—¡Dios! ¿Qué es lo que le han hecho a esta niña? —preguntó. Isabelle vio caminar a Verónica en su dirección y envolverla entre sus brazos.

Era un cálido y tierno abrazo, el que había estado necesitando todo este tiempo, pero que pronto se volvió tormentoso. Su estómago protestó al respirar el aroma del perfume de su abuela y no pudo evitar correr al cuarto de baño en la sala. Las arcadas fueron escandalosas y ella vomitó hasta lo que no tenía en el estómago.

Cuando salió del cuarto de baño, traía los ojos llorosos por el esfuerzo, su abuela y sus padres la esperaban.

—¿Te sientes bien? —preguntó Verónica, estirando la mano para acariciarle la mejilla.

Isabelle negó.

—¿Desde cuándo estás así?

Isabelle no se atrevió a ver a sus padres, se mordió el labio hasta casi hacerse sangre.

—Dime, Isa, desde cuando te sientes mal.

—Hace una semana —susurró.

—Ven conmigo, te llevaré al médico. Estás muy pálida y te ves un poco más delgada.

Isabelle levantó la mirada y sintió deseos de llorar, estaba demasiado sentimental.

—Ya se me pasará —susurró, sabiendo que estaba castigada por sus padres y no quería un nuevo enfrentamiento entre ellos por su causa.

—Vamos, cariño —le insistió, tendiéndole la mano—. Ustedes, ¿no vienen? —les preguntó antes de salir de la casa.

Dos horas más tarde, estaban en la sala de espera de una clínica privada, esperando los resultados de los exámenes de sangre que la doctora había ordenado. Ninguno de los cuatro pronunció palabra alguna, sumergidos en sus propios pensamientos, hasta que la enfermera llamó a Isabelle.

—Iré con ella, esperen aquí —ordenó Verónica, caminando al lado de la joven.

Isabelle era un manojo de nervios, la doctora le había hecho muchas preguntas que ella había respondido con sinceridad. Devastada por los sucesos y sumergida en su miseria, ni siquiera se preocupó por el retraso de su periodo y solo lo recordó en el momento que la doctora se lo preguntó.

—Tenemos el resultado de tus exámenes, Isabelle —dijo la mujer, leyendo la hoja que ya había sacado del sobre.

Ella tragó con dificultad, no quería preguntar, no se atrevía a hacerlo.

—¿Qué es lo que tiene mi nieta? —preguntó Verónica con seriedad.

—Su nieta está embarazada, señora Santoro…

El corazón de Isabelle se detuvo por unos breves segundos, mientras sentía que todo a su alrededor se movía. ¿Embarazada? ¿Estaba esperando un bebé de Leandro?

Ella ni siquiera recordaba qué más le había dicho la doctora, ni tampoco cómo había salido de la clínica y ni del momento en que llegaron a su casa. Estaba allí, sentada en la sala, como una estatua, sumergida en sus pensamientos.

—Y bien, ¿vas a decirnos que fue lo que dijo la doctora? —la voz de su padre la trajo de nuevo a la realidad.

—Tienes que calmarte, Alejandro.

—Dime, ¿qué es lo que tiene, Isabelle? —preguntó—, aunque déjame advertirte, que ni estando enferma olvidaré lo que ha hecho, ni cambiaré los planes que tengo para ella. Se irá a Italia, y…

—Estoy embarazada ¬—susurró de manera inconsciente, interrumpiendo a su padre. Haciendo que un silencio sepulcral se adueñara de la sala.

Isabelle no tenía idea de cuánto tiempo duró aquel silencio que solo fue interrumpido por el sonido estrepitoso de algo rompiéndose en cientos de pedazos, ella dio un salto cuando su brazo fue tomado con brusquedad por la mano fuerte de su padre.

—¿Qué has dicho?

Isabelle miró a los ojos de su padre y el corazón se le encogió. Había dolor, decepción y una ira que jamás había visto en ellos. Su padre había sido su todo, hasta que se enamoró de Leonardo y terminó siendo la vergüenza de su familia.

—Suéltala, Alejandro, le estás haciendo daño.

—No creo que se pueda hacer más daño de lo que ella me ha causado, mamá.

—No seas irracional, suéltala —le insistió.

—La has consentido demasiado y estos son los resultados. Pero ella tendrá que aprender que todo acto tiene una consecuencia. Hablaré con Lucca y haré que Leandro se haga responsable. ¡Va a casarse!

—¡No! No por favor, Haré lo que tú quieras, papá, me iré a Italia. Me quedaré ahí para siempre y no volverás a verme, pero no obligues a Leandro a casarse conmigo. Por favor, no lo hagas —suplicó en medio de un llanto desgarrador.

—Piensa mejor las cosas, hijo, no tomes una decisión tan a la ligera. Ellos no se aman, ¿qué clase de vida les espera juntos?

—La vida que Isabelle ha elegido. No te olvides de lo que le hizo a Sophia, ella también es tu nieta, ¿no sientes pena por ella?

—Castigando a Isabelle no harás que Sophia se sienta mejor, Alejandro. No seas necio, no hagas algo de lo que puedas arrepentirte más adelante.

—He tomado una decisión, Isabelle necesita una lección. ¡Se casará!

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