Keira
Luego de pasar una hora arreglándome, me miro una vez más al espejo, reviso que mi cabello negro esté debidamente peinado, que mi vestido se ciñe perfectamente a mis curvas, sin que nada esté fuera de su lugar, y de que mi maquillaje sea tan glamoroso como amerita la noche. Fui contratada como acompañante por un empresario alemán, propietario de una flotilla de barcos comerciales muy exitosa llamado Sebastian Decker. A sus treinta y cinco años, es uno de los honbres más ricos de Alemania. En la fotografía que vi en su ficha de cliente, solo pude apreciar su rostro serio, con ligeras líneas marcadas en su frente, ojos claros, una nariz larga y perfilada, labios asimétricos, cabello corto cobrizo y una barba muy cuidada que cubre su mandíbula ancha, encajando a la perfección con sus facciones. Me resultó atractivo, aunque eso debería ser irrelevante, este trabajo no se trata de ser cautivada por el cliente, solo de estar a su lado, sonreír y asentir para sus amigos, socios o cualquier persona que esté a su alrededor. De cualquier forma, no estoy a la caza de ningún tipo, como la mayoría de mis compañeras en Damas de Oro, que esperan tropezarse un día con un flamante príncipe azul adinerado que les dé una vida mejor. No creo en fantasías ni mucho menos me interesa tener una relación con nadie, mi corazón quedó bastante roto luego de mi última relación y he perdido la fe en el amor y también en los hombres.
El sonido del teléfono de la suite interrumpe la línea de mis pensamientos. Contesto con un apacible «buenas noches» y, de inmediato, y sin un saludo cordial ni presentaciones, una voz indudablemente masculina me informa que en diez minutos vendrá a escoltarme hasta la limusina del señor Decker. Me describe su aspecto y me dice su nombre: Dimitri Dunn. Le hago saber al tal Dimitri que estoy preparada y cuelgo el teléfono, sin ninguna otra mención particular. Aunque tenía muchas ganas de decirle que no hacía falta tanto protocolo de seguridad. Aquí el empresario millonario es el señor Decker, yo no soy más que su acompañante tarifada por una sola noche. Y no, no se trata de sexo. Cuando inicié en este trabajo, puntualicé enérgicamente que no tendría sexo con ningún cliente, sin importar la suma que intentara pagar. No puedo decir lo mismo de todas las que trabajan en Damas de Oro, solo hablo por mí.
Espero varios minutos y, cuando tocan la puerta, alcanzo mi abrigo negro y el bolso tipo sobre que está sobre la cama, camino hasta la puerta y la abro.
—Buenas noches, señorita Morrison —dice un hombre alto y corpulento, dueño de la misma voz que habló conmigo minutos antes: Dimitri. Viste un traje negro, camisa blanca y corbata del mismo color del saco. Sus facciones son duras y asimétricas, tiene un espeso cabello negro y ojos oscuros. No sonríe, no he conocido al primer escolta que lo haga, pero este parece más severo que los demás.
—Buenas noches, Dimitri —respondo, usando su nombre de pila porque eso indica la lista que el señor Decker estipuló.
¡Sí! Había olvidado comentar que el señor Decker tiene una larga lista que detalla la forma en la que debo comportarme a su alrededor: no preguntar por su vida privada; hablar, beber, comer y respirar solo cuando él lo decida; vestir cómo él decida, desde la ropa interior hasta los zapatos que debo ponerme–; usar perfume Channel Nº5, que estaba dispuesto sobre la peinadora cuando llegué a la suite del Crowe Plaza Time Square, –hotel elegido también por él–. Y lo más arrogante de esa lista: no comentar con nadie lo que vea, escuche, piense o sienta –¡Sí, sienta!– al estar con él. ¡Es el cliente más exasperante que tuve alguna vez! Ya lo detesto y ni he cruzado palabra con el alemán gruñón. Pues sí, debe ser un antipático de m****a. No era necesario que escatimara en eso. El estúpido contrato que firmé estipula que lo que suceda esta noche quedará entre nosotros. Nadie debe saber que pagó por mi compañía ,y mucho menos, llegar al nombre Damas de Oro. Por mi parte, también manejo mi privacidad, para él seré Keira Morrison, punto. No necesita saber más.
El enorme hombre, que debe medir casi los dos metros de altura, camina delante de mí mientras nos dirigimos al ascensor que nos llevará al lobby del hotel. La necesidad de morderme las uñas crece con cada número que descuenta la pantalla del ascensor, pero me contengo. Necesito comportarme a la altura de la ocasión, dejando el nerviosismo y la ansiedad debajo de mi piel, y mantener en la superficie una actitud serena y elegante.
Cuando Dimitri abre la puerta trasera de la limusina, me deslizo con elegancia en el asiento de cuero del fondo del auto y entonces veo a Sebastian Decker en vivo y en directo, destilando arrogancia y severidad. No me mira ni una vez, está absorto en la pantalla de su Smartphone, pero debe saber que estoy aquí, a menos que sea sordo y no escuchara la puerta cerrarse, o que tenga un problema de olfato y no perciba el nada discreto perfume que exigió que me pusiera. Enseguida, el auto se pone en marcha para llevarnos a un lugar desconocido para mí. No me dieron el itinerario de la noche, solo sé que no saldremos de New York.
Los minutos comienzan a acumularse y la atención del multimillonario sigue centrada en su teléfono. Y yo me mantengo aquí, enmudecida y pasmada como una estatua para no incumplir con los rigurosos términos de esa odiosa listilla. Pero su frialdad, y esa postura rígida de individuo sin emociones, me impacientan. Me pregunto por qué es tan descortés. Ya he perdido la cuenta de los hombres poderosos que me han contratado como acompañante, pero ninguno fue tan distante como lo está siendo él. No es que esperase una larga charla ni una presentación cordial, pero al menos debería intentar mirar a la mujer a la que le pagó una gran suma para estar a su lado esta noche.
Harta de su indiferencia, y de esperar que “su alteza Decker” procure reconocerme, dejo de mirarlo como un acto de rebeldía, aunque su imagen sigue clara en mi mente como si mis ojos siguieran sobre él. Está usando un smoking a la medida, un fino reloj plateado en su muñeca izquierda, y gemelos a juego en cada manga de su camisa. De pies a cabeza, exuda elegancia y buen gusto. Hasta su perfume huele exquisito. No sé descifrar su composición, pero es muy varonil, con una combinación de madera y frutas cítricas.
—Keira Morrison ¿cierto? —pregunta con voz gruesa, poderosa, tan masculina como su aspecto.
Lo miro perpleja, sin poder creer que al fin me registra.
Él también me observa con detenimiento a través de brillantes ojos claros –de una tonalidad que no puedo descifrar por culpa de la distancia que nos separa–. Su gesto es igual, frío y sin cambios aparentes a los que vi en aquella fotografía. No parece interesado en observar más allá de mi rostro y eso que llevo un coqueto escote en el busto.
Quizás sea gay. Muchos de mis clientes lo son, y necesitan una acompañante para hacer de tapadera. Aunque sería una pena que él lo fuera, es tan guapo...
Alejo esos pensamientos cuando me doy cuenta de lo inoportunos que son y mantengo la compostura. A su pregunta, contesto con un asentimiento. No quiero que mi voz suene débil y que se dé cuenta de que me ha afectado de esa manera.
—Vamos de camino a la recepción de la boda de mi socio Will Baker. Le ofreceré mi mano al bajar del auto y caminaremos juntos hasta que nos ubiquen en una mesa. En algún punto de la noche, iremos a la pista y bailaremos una pieza, o dos, dependiendo de la música. Cuando la presente con Will y su esposa, solo dígale su nombre y deséeles lo mejor. ¿Alguna duda? —cuestiona con los ojos fijos en mí y manteniendo los labios fruncidos.
¡Dios! El hombre es más odioso de lo pensé.
—¿El baile es necesario? —inquiero, aunque tengo más ganas de mandarlo al carajo que de preguntarle cualquier cosa.
—No lo diría si no lo fuese —contesta con un marcado acento alemán—. ¿No sabe bailar? —formula frunciendo el ceño.
—Lo normal. No seré reconocida por mis destrezas en la pista —menciono intendando quitarle hierro a la conversación, aunque la tensión entre nosotros es tan densa que podría cortarla con un cuchillo.
—Lo tomaré en cuenta. ¿Algo más? —pregunta con la misma seriedad, escrutándome con la mirada de una manera que me pone nerviosa.
—No, nada más —contesto en tono austero. Aunque quiero preguntarle: ¿no le duele la barra que trajo anclada en el trasero desde Alemania?
Con mi respuesta, vuelve su mirada al teléfono y vuelve a ignorarme como antes.
Es un imbécil, arrogante y descortés. Si tuviera elección, renunciaría a ser su acompañante esta noche, pero no puedo, necesito mucho el dinero.
Keira¿Vas a soltar ese aparato en algún momento?Me está costando mucho contenerme. Yo no soy del tipo sumisa lame traseros que obedece sin protestar. Aunque este trabajo me ha hecho enterrar unas cuantas veces la cabeza como avestruz.Sin duda, el nombre de Sebastian Decker ocupará el puesto uno de los hombres más hostiles que me han contratado. Mi amiga Jess y yo llevamos una lista negra de los clientes más odiosos que hemos tenido, y el último que ella agregó era tan agrio como el limón, pero este es peor que los ácidos estomacales. Creo que su frente es un ceño fruncido eterno y que no ha sonreído en años, hasta me hace extrañar al “viejo verde mano suelta” de Paul Richmond. Y créanme, la comparación por sí sola es una gran ofensa.Cuando la limusina se detiene, la máquina Decker opera de manera automática y guarda su aparato tecnológico en el interior de su smoking. Aprieto los labios para contener la risa por la comparación que hice de él con un robot. A veces mi mente me jueg
Keira Intento ser una mejor acompañante para el señor Decker, no quiero terminar con una mala reseña que afecte futuras contrataciones, pero no puedo evitar preguntarme por qué un hombre guapo y adinerado como él tendría que recurrir a una acompañante. ¿No le sería fácil encontrar a una mujer con quien en verdad desee estar? La idea de que es gay vuelve a cruzarse por mi mente, pero al instante la rebato porque él no lo parece. Algo en la forma en la que me tocó me dijo que lo estaba disfrutando. Abandono ese pensamiento y me concentro en el resto de los invitados sentados en la mesa. Karl y Cameron son jóvenes y se tratan con mucho cariño. Él le acerca un aperitivo a la boca, ella le limpia la comisura de los labios con el pulgar. Se besan, lo han hecho varias veces, luego se susurran cosas al oído y sonríen, mirándose a los ojos. —¿Desde cuándo están saliendo? —pregunta Cameron antes de darle un sorbo a su Martini. Espero antes de decir algo. Sé que Decker tiene que responder a
Keira —Usted ha resultado ser lo opuesto a lo que esperaba. No puede concentrarse, me contradice, me reta… No creo que deba seguir trabajando como acompañante. —¿Lo reto? —cuestiono alzando una ceja. Él mira alrededor, cerciorándose de que nadie nos esté observando, y se pasa ambas manos por los costados de la cabeza como un gesto de exasperación. —Solo suba conmigo, le prometo que no la tocaré —pronuncia en voz baja, procurando que nadie más escuche. —Está bien —acepto liberando un suspiro. Decker presiona el botón del llamado, las puertas se abren, paso primero y él me sigue. Su perfume inunda la cabina y me hipnotiza. Huele muy bien, Sebastian Decker me gusta más de lo que estoy dispuesta a admitir. —¿De verdad no intentó nada? —pregunta mi mejor amiga Jessica, abriendo sus ojos marrones de par en par cuando le cuento sobre la noche que pasé con el multimillonario alemán con cara de póker. —De verdad. Entramos a la enorme suite y me dijo con voz arrogante y gruesa: «
Keira No lo entiendo ¿por qué su secretaria no me advirtió? Me hubiera vestido mejor. Muchísimo mejor. Mientras tanto, sigo de pie delante de él, incapaz de moverme, aferrada con fuerza al asa de mi neceser sin saber qué hacer. No me gusta improvisar, soy una persona organizada. Estaba preparada para llegar a la suite, sentarme frente a un espejo, maquillarme y peinarme. Luego, vestirme y esperar la llamada desde la recepción anunciando la llegada de Decker. Pero no para encontrarlo a él aquí y que me viera así. Bueno, en realidad, no me ha mirado ni una vez. Podría dar varios pasos atrás, salir de la habitación e intentar arreglarme un poco en el pasillo. —Señorita Morrison —pronuncia con voz estoica, apartando mi mente de mis cavilaciones. No lleva saco ni corbata, luce casual y mucho más atractivo de lo que recuerdo, lo que desata locas emociones en mi estómago, como un enjambre de insectos voladores picando en mi interior. La sensación empeora cuando se inclina hacia adelante,
Keira —¿La intimido, señorita Morrison? —pregunta, aunque es obvio. Estoy pegada al fondo del ascensor, guardando una distancia prudente. —Me mareo en los ascensores y solo busco estabilidad —respondo con firmeza y me aplaudo en mi interior por haber hablado con un grado tal de convicción. —Lo tomaré en cuenta —pronuncia sin enfrentarme. ¿Qué esperaba? Que girara de forma seductora y me acorralara entre su cuerpo y la pared. Tonta, no te hagas esas escenas en la cabeza que luego terminas acalorada. —¿Lista? —dice, ofreciéndome su brazo como soporte. —Claro, señor —respondo, dando tres pasos al frente. Salgo del ascensor de su brazo y nos reunimos con Dimitri en el pasillo de la planta baja. El escolta camina al frente, murmurando frases cortas por su auricular, mientras nosotros lo seguimos. Una vez que salimos, caminamos hasta una limusina negra y me deslizo dentro de ella en compañía de Decker. Él ocupa el asiento frente a mí, sin hacer contacto visual, como la primera vez, y
KeiraAl decir eso, aparta la mano que mantuvo por tanto tiempo en mi rodilla y la posa en la suya, apretando sus dedos como si le doliera privarse de mi piel. No obstante, se comporta como si nada, hablando con el resto de los invitados en la mesa y bebiendo sorbos pequeños de su bourbon. Mientras tanto yo, me encuentro deseando que vuelva a deleitarme con el calor de su palma apresando mi rodilla desnuda.¿Quién me entiende?Luego de una hora, sin más intentos invasivos de su parte, la lujosa cena llega a su fin. Debería sentirme aliviada de que mi actuación termine aquí, pero me enfrento a algo más temible que sonreír con hipocresía ante los presentes: volver a la limusina con Decker.Cuando nos ponemos en pie, y luego de las protocolares despedidas de rigor, caminamos juntos hacia la salida del salón donde se celebró la cena. Y, por supuesto, su mano se aventura a mi espalda descubierta. No sería de otra forma. Algo que, no puedo negar, me encanta.—Primero las damas —ofrece, abri
KeiraSu vestido de diseñador y su ropa interior de encaje se pueden ir a la mismísima mierda. —N-no tenía que… —balbucea, pero lo interrumpo abruptamente con una advertencia enérgica.—¡Más le vale no volver a preguntar por mí en la agencia, señor Decker!Al terminar con mi acto de rebeldía, y sin darle oportunidad de redimirse, corro a la habitación y me escondo a puerta cerrada.No puedo creer lo que hice. ¡Estoy loca! Sí, definitivamente, lo estoy. Jamás pensé que sería capaz de hacer algo así. Y aunque una parte de mí está avergonzada, la otra se siente temeraria. Si él pensaba que me iba a humillar, se equivocó de mujer.—¿Cómo pude sentir atracción por alguien así? —Me cuestiono enojada.Eso es lo de menos ahora, lo único que necesito en este momentos es vestirme y largarme de esta jodida suite, y de la vida del señor Decker.Temiendo que él esté fuera de la habitación, llamo a Jess y le hago un resumen de lo que pasó, no tengo tiempo para entrar en detalles. Ella ofrece venir
KeiraFinalmente, el auto se detiene frente al Madam Geneva, un bar en Bleecker Street en el que he entrado algunas veces, pero a esta hora está cerrado y se lo hago saber al engreído de Decker. Una minúscula sonrisa se dibuja en su boca por mi comentario. ¿Se burla de mí? Estoy por mandarlo a la mierda cuando dice:—Conozco al dueño.Es muy sagaz, debo aceptarlo. Traerme a un bar cerrado… eso no lo vi venir. —Mantenga su mano quieta. —Le advierto cuando noto su intención de ponerla en mi espalda una vez que abandonamos el auto. No va a andar tocándome cada vez que le dé la gana.El interior del bar es muy acogedor, decorado en tono marrón y dorado, con bonitas mesas y sillas de madera. En el techo, el estilo es algo más rústico, mostrando vigas de hierro pintadas en color terracota; mientras que la luz la proveen bombillas amarillas que cuelgan de un armazón circular de hierro. Pero Decker no tiene planeado que ocupemos alguna de las tantas mesitas o un puesto en la barra, sino que